El valor que en la opinión pública se le otorga al proceso penal es ciertamente superlativo, circunstancia que, lejos de redundar sobre el principio de Justicia, es perniciosa en el marco de un Estado de Derecho, especialmente teniendo en cuenta la reprobable tendencia del ser humano al reproche infundado, a la pena del patíbulo. En este sentido, Carnelutti, al analizar las miserias del procedimiento penal, ponía el foco en lo pernicioso que supone para la civilidad que el proceso penal se convierta en una forma de diversión que alimenta la curiosidad del público, como si de una película se tratara, de tal forma que el espectador se evade de las miserias de su propia vida para centrarse en las del prójimo que, dadas las características de la actividad punitiva del Estado, resultan ser especialmente dramáticas.
Esta es una realidad que, desgraciadamente vivimos cada día. La opinión pública, sin disponer de los elementos de juicio necesarios, en realidad imprescindibles, para formar una convicción, llega a conclusiones apresuradas sobre la gravedad, intensidad o consecuencias que comporta la posible comisión de un ilícito penal. En este sentido, no debemos olvidar que, en democracia, uno de los principios que imperativamente deben prevalecer es el reconocimiento pleno de la presunción de inocencia, no solo por parte del Estado, que se presume, sino, también, por los ciudadanos.
Obviamente, cuando nos encontramos ante un caso de especial relevancia, bien sea por las características de los hechos acaecidos objeto de litigio o por los sujetos afectados por el mismo, se intensifica de forma deplorable esta situación, cuya reparación es prácticamente imposible, sea cual sea la resolución judicial –si la llega a haber– que se adopte, dado que el investigado ya ha sufrido la sentencia, que no prescribe, de la opinión pública. Y, lo cierto, es que en el caso de S.M. el Rey emérito, este fenómeno se está manifestando con especial virulencia, precisamente porque, por razones ajenas al proceso, en aras de salvaguardar la posición de, nada más y nada menos, que la Jefatura del Estado, se ha visto obligado a evadirse de su vida cotidiana e incluso del propio territorio nacional, con objeto de evitar la mediatización constante que, con las premisas antes esbozadas, provocarían un daño irreparable a la institución.
Alimentando más aún el incivismo, los avances y retrasos en el desarrollo del proceso, pudiera parecer que obedecen más a razones de índole político
Es precisamente en este supuesto, en el que indirectamente se enjuicia la labor del ex Jefe del Estado –que tanto ha hecho por la democracia que hoy disfrutamos–, donde debería desarrollarse el proceso con especial celeridad; sin embargo, alimentando más aún el incivismo, los avances y retrasos en el desarrollo del proceso, pudiera parecer que obedecen más a razones de índole político que al propio devenir del mismo.
En este sentido, la reciente ampliación de seis meses adicionales para el desarrollo de las investigaciones supone una nueva «patada hacia adelante» a una situación que ya se extiende demasiado en el tiempo (desde junio 2020). Así, aunque la ampliación del plazo para el desarrollo de diligencias a instancias del Ministerio Fiscal es un recurso habitual para evitar la caducidad de la investigación (aunque una trampa constante de los límites de la instrucción que recientemente se han previsto, aplicados a situaciones complejas, pero, sorprendentemente, también a las más mundanas. Podríamos escribir ríos de tinta sobre el particular…), sin embargo, la trascendencia de los hechos y del sujeto activo de la presunta conducta delictiva, aconsejan que en la instrucción se pongan todos los medios necesarios para esclarecer con celeridad la posible concurrencia o no de responsabilidades que pudieran llevar aparejada la continuación del proceso penal.
Sólo nos queda esperar que, por el bien del Estado de Derecho, la próxima noticia que tengamos en relación con este asunto, no acontezca casualmente de forma coetánea a alguna cuestión negativa
Esta actuación especialmente diligente por la que abogo podría suscitar dudas en relación con la igualdad consagrada en el artículo 14 de nuestra Carta Magna. Dirán: ¿por qué hay que resolver este asunto con mayor diligencia que otros? Pues bien, el Alto Tribunal, en línea con los estándares doctrinales de las democracias de nuestro entorno, ha remarcado en innumerables ocasiones que el principio de igualdad supone tratar las situaciones iguales de la misma forma. Y, atendiendo a las especialidades ya referidas, no cabe duda de que esta situación no es igual a otras. Es imprescindible esta pronta respuesta, primero, por todo lo que le debemos a SM. el Rey emérito, crucial en nuestra Historia reciente, y, segundo, por la necesaria estabilidad de la actual Jefatura del Estado, cuya pulcritud y buen hacer es incuestionable, considerando, además, la primordial situación de este órgano del Estado que debe ejercer, y ejerce, una magistratura moral que impregna de solemnidad y continuidad todos los actos desarrollados por los poderes del Estado.
Por consiguiente, sólo nos queda esperar que, por el bien del Estado de Derecho, la próxima noticia que tengamos en relación con este asunto, no acontezca casualmente de forma coetánea a alguna cuestión negativa que suscite en relación con un interés del Gobierno, porque sí así sucediera, por desgracia, se confirmaría que la politización de la Justicia ha llegado a cotas inconcebibles, dado que, de forma indirecta, supondría la instrumentalización de las instituciones del Estado para los intereses partidistas de quien ostenta le poder.
En definitiva: ¿Está S.M. el Rey emérito indefenso en este proceso? Obviamente, la respuesta debe ser negativa, dado que nuestro proceso penal cuenta con las garantías suficientes para preservar la tutela judicial efectiva del investigado. No obstante, lo cierto es que la sensación de politización de la Fiscalía General de Estado (más intensa en esta legislatura por la condición inmediatamente anterior de Ministra de la titular de dicho cargo), genera sombras que redundan en una percepción de la justicia que, como jurista, deseo no sea cierta. Y, en cualquier caso, esa indefensión sí se produce de forma ostensible en relación con la opinión pública, conocedora superficial de los pormenores del procedimiento, pero, sin embargo, con la pretendida sapiencia de conocimiento veraz –aunque obviamente irreal– para prejuzgar.
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