Hay muchos edificios en el mundo que tienen la suficiente edad como para haber cambiado de función varias veces. Algunas, lo que ocurrió en esos lugares fue tan terrible que los inmuebles fueron destruidos –es el caso de la prisión de La Bastilla, en París–, pero en muchas ocasiones más se mantuvieron en pie y, sencillamente, se destinaron a otra cosa.
Pero rara vez se olvidó lo que pasó allí. La Torre de Londres es hoy una de las más célebres atracciones turísticas del Reino Unido; contiene las joyas de la Corona británica y una interminable colección de armaduras, pero nadie ignora que durante siglos fue una prisión, lugar de torturas y asesinatos cuyo solo nombre infundía miedo. Al Palacio Ducal de Venecia le pasa lo mismo: los cientos de miles de visitantes se asombran ante los majestuosos salones, los tintorettos, los veroneses y oootra infinita colección de armaduras antiguas, pero también pasan ante las siniestras mazmorras donde se encerraba a la gente por simples denuncias, muchas veces anónimas; había un buzón para eso. Nadie lo esconde, nadie lo disimula y nadie lo niega.
Estuvo allí Quevedo
Uno de los edificios más hermosos de España es el hoy llamado Hostal o Parador de San Marcos, en León. Es ahora, además de museo, un suntuoso, lujosísimo hotel, pero antes fue convento, hospital, instituto de enseñanza media, depósito de caballos, correccional, cuartel militar y… prisión. Por dos veces. Una en el siglo XVII: allí estuvo preso Francisco de Quevedo, que salió para morir, víctima del espantoso frío y de la humedad de las mazmorras. Pero la otra vez fue al final de la guerra civil. Tras la delicadísima fachada plateresca se alojó un brutal campo de concentración y un presidio en el que los vencedores encerraron, durante años, a todo el que quisieron –el poeta Victoriano Crémer, por ejemplo–, y las torturas y asesinatos eran cosa de todos los días. Fue, sin duda, la parte más negra y macabra de la larga historia de ese tesoro de la arquitectura española. Y también es imposible olvidarlo.
Con la Real Casa de Correos, que preside la Puerta del Sol de Madrid, pasa algo muy semejante. Hombre, admitamos que el edificio no es comparable, ni por estética ni por edad, a la Torre londinense, al Palacio Ducal o a San Marcos de León, pero tiene mucha historia también. Ese caserón rectangular, levantado a mediados del siglo XVIII, es una construcción ilustrada; se hizo para que sirviese justamente para lo que dice su nombre, gran oficina postal en los tiempos del marqués de la Ensenada. Pero, estando donde está, ha sido siempre el “centro” de Madrid, donde pasaban todas las cosas importantes. Allí prendió la sublevación contra los franceses en 1808. Allí mataron a Canalejas, presidente del gobierno. Allí ha habido, varias veces, ministerios, tiroteos, atentados terribles y hasta telégrafos. Allí se festejó la llegada de la segunda república. Allí se celebra, desde quién sabe cuándo, la nochevieja, que resuena en las célebres campanas del reloj construido por Rodríguez Losada hace casi 180 años. Y allí está hoy la presidencia de la Comunidad de Madrid, junto al “kilómetro cero” de todas las carreteras radiales de España, sobre cuya baldosa nos hemos hecho fotos todos.
Muchos detenidos “aprendían a volar”, según la macabra broma de los torturadores, porque salían por la ventana y acababan estrellados en el patio. Mucha gente, muchísima, pasó por aquellos calabozos repugnantes, y muchos no salieron nunca más, como el cenetista Tomás Centeno
Pero para varias generaciones de españoles, no solo madrileños, la Real Casa de Correos tiene un nombre siniestro del que no sabrán librarse jamás: la DGS, Dirección General de Seguridad. Ese edificio fue para millones de personas, durante décadas, algo muy semejante a lo que fue la Lubianka para los rusos o la Escuela de Mecánica de la Armada para los argentinos: el sinónimo del terror. Repito esto: durante décadas. Allí hicieron su voluntad verdaderos psicópatas, como José Finat y Escrivá de Romaní, el amigo y admirador de Himmler, un elemento digno de la Gestapo nazi, o tipos que desconocían el concepto de piedad humana, como el siniestro policía Billy El Niño o el Carlos Arias Navarro de los años 60. En aquellos sótanos hediondos, asquerosos, la tortura era un elemento cotidiano. Y la muerte. Muchos detenidos “aprendían a volar”, según la macabra broma de los torturadores, porque salían por la ventana y acababan estrellados en el patio. Mucha gente, muchísima, pasó por aquellos calabozos repugnantes, y muchos no salieron nunca más, como el cenetista Tomás Centeno. La sola mención de esas siglas, DGS, provocaba temblores de miedo. La gente, los madrileños, procuraban no pasar por aquella parte de la plaza, preferían cruzar de acera. Por si acaso.
En la Real Casa de Correos hay, naturalmente, varias: la que conmemora el alzamiento (eso sí que fue un alzamiento) contra los franceses en 1808, la que recuerda la matanza de los trenes del 11-M y la que evoca a las víctimas de la pandemia
Eso ni se puede olvidar ni se puede ocultar. Es imposible. La historia, muchas veces, funciona como un corcho: por más que trates de hundirlo, acaba volviendo a la superficie, un día u otro, porque está en su naturaleza. Por la “DGS” de Sol pasaron personas de toda clase y condición: quinquis, delincuentes comunes, los que entonces eran motejados de “maricones” y desde luego detenidos políticos. No solo de izquierdas: además de Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius, Ramón Tamames, Santiago Carrillo –fue obligado a desnudarse allí, tan solo para humillarlo, cuando lo detuvieron, ¡en diciembre de 1976!, más de un año después de la muerte de Franco– y muchísimos más, fueron encerrados en aquella cloaca monárquicos, democristianos o conservadores como José María Ruiz-Gallardón, el padre de Alberto, que años después fue presidente de la Comunidad de Madrid, alcalde de la ciudad y ministro de Justicia. Su padre, don José María, era, además de profesor, ilustre jurista y abogado. Pero eso daba igual. En aquel lugar de espanto no existía la ley.
Posiblemente Madrid sea la ciudad con más placas conmemorativas del planeta. Solo en mi calle hay tres y en toda la ciudad andan por las 400. Hasta el Ratoncito Pérez tiene una. En la Real Casa de Correos hay, naturalmente, varias: la que conmemora el alzamiento (eso sí que fue un alzamiento) contra los franceses en 1808, la que recuerda la matanza de los trenes del 11-M y la que evoca a las víctimas de la covid-19. El Gobierno, a petición de muchas personas, asociaciones y grupos humanos, ha declarado el edificio “lugar de memoria histórica” y ha dispuesto que se coloque otra placa más para recordar a los miles de españoles que allí fueron ultrajados, maltratados, golpeados, torturados o asesinados. Una vez más: durante décadas.
Pues la presidenta de la Comunidad de Madrid, Mar. Isabel Rodríguez Ayuso (ya, ya sé que se apellida Díaz y no Rodríguez; yo sé lo que me digo) se ha puesto como una hidra. Lo ha tomado, o eso ha dicho, como una provocación, una humillación, una bofetada en plena cara. Y ha dispuesto medidas legales para blindar “su” palacio, como si fuese doña Urraca agarrada a las almenas de Zamora. ¿Y eso por qué? ¿Porque le parece bien todo el terror que ahogó ese caserón durante tantísimo tiempo? No, eso es imposible. Uno podrá estar de acuerdo con Ayuso o no estarlo, pero nadie puede discutir que esa mujer tiene sentimientos, tiene entrañas.
Yo creo que la razón de esa sorprendente y rabiosa negativa es la diferencia que hay entre la política de Estado, digamos la Política con mayúsculas, y la política de aldea, de barrio, de callejón; de redes sociales, por así decir. No resulta nada difícil suponer que, con eso de la placa, los “sáncheces” le han puesto a Ayuso una muleta delante para que embista. Algo de provocación sí que tiene. ¿Por qué ahora, precisamente? Va a hacer cincuenta años que se murió el dictador, ¿no ha habido tiempo en medio siglo?
Declararle la guerra a Sánchez, plantarle, humillarle, agraviarle, desairarle no ya personal sino institucionalmente, es ganar tiempo en ese trayecto. Se trate de lo que se trate
Pero Ayuso ha embestido y cómo. Muy por debajo de la altura moral que habría supuesto colocar la placa sin más discusiones, pero ha embestido. A ella no le dice nadie lo que tiene que hacer, ¡y menos ese Sánchez, al que seguro que le hace vudú todas las noches, antes de acostarse! Es así de sencillo. ¿Que ese mal bicho quiere hacer algo que, bien mirado, se le podría haber ocurrido a ella? Pues hay que negarse. Sea lo que sea. Aunque fuese multiplicar por diez el dinero del Estado a “su” comunidad. Aunque fuese ponerle un piso en la calle de Serrano. Si viene de Sánchez, es malo. No hay ni que leerlo. Esa es su manera de proceder.
Ella sabe que, un día u otro, ocupará ese sillón, el de la Moncloa. Piensa que Feijóo es como la parada del tren de cercanías en Recoletos: una estación de tránsito. Y está convencida de que declararle la guerra a Sánchez, plantarle, humillarle, agraviarle, desairarle no ya personal sino institucionalmente, es ganar tiempo en ese trayecto. Se trate de lo que se trate. ¿Que para lograrlo hay que ofender la memoria de miles y miles de personas que fueron martirizadas en el edificio que ella ocupa ahora? Pues bueno, pues qué se le va a hacer. Lo importante es lo importante. Y lo importante es que su viaje hacia Moncloa dure lo menos posible.
Mala idea, señora presidenta. En política no solo se triunfa mostrando impiedad; también se avanza mostrando grandeza, aunque sea de vez en cuando. Hacer como que no le importa –porque sí que le importa– el inmenso dolor que, en otro tiempo, ha causado esa casa antigua en la que ahora trabaja, es cualquier cosa menos grande. Porque las casas viejas, esto lo sabemos todos, crujen, parece que gimen, tienen ruidos. Y en este caso, para miles y miles de españoles, los ruidos de esa casa son gritos, ecos de gritos que nadie podrá olvidar. Ni aunque se lo propongan.
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