Salvo que ocurra un milagro (algo poco probable, como bien sabemos), hoy tomará posesión de la presidencia de Venezuela, una vez más, Nicolás Maduro Moros. Es un acto absolutamente ilegal. Este hombre robó las elecciones presidenciales del pasado 28 de julio con un descaro inaudito. Él sabe mejor que nadie que las robó; de hecho, anunció que lo haría unos meses antes, cuando aseguró que ganaría “por las buenas o por las malas”. La comparsa de voceones “bolivarianos” que tiene a su alrededor también sabe el jefe robó las elecciones, porque le ayudaron a hacerlo. Los funcionarios, los militares, los campesinos, los comerciantes, el pueblo entero de Venezuela sabe perfectamente que Maduro robó las elecciones. La tercera parte de los ciudadanos de Venezuela, que vive en el exilio para poder comer, sabe perfectamente que robó las elecciones. Todos los gobiernos del mundo saben que las robó, que la oposición liderada por el anciano Edmundo González logró un 67% de los votos mientras que él, Maduro, apenas pasó del 30%. Esto lo demostraron las actas electorales publicadas por la oposición, actas que Maduro se niega a enseñar porque demostrarían (una vez más) que este sinvergüenza robó las elecciones. Porque eso fue lo que hizo. Robó las elecciones.
Pero no se puede hacer nada.
El “madurismo” es una degeneración del chavismo. El régimen autoritario de Hugo Chávez, aquel militar que falleció de cáncer pronto hará doce años, tenía una cierta impronta ideológica –Chávez tenía una moderada formación intelectual– inspirada, entre otros ejemplos, en la Cuba castrista y otros casos menores. En aquel tiempo se tenía al chavismo por un régimen “de izquierdas” y como tal fue jaleado por el progresismo woke de medio mundo, sobre todo Europa, sobre todo España, que no tenían que padecer aquel castrismo light adornado con los oropeles patrioteros del llamado “bolivarianismo”, un nacionalismo voceón típico del siglo XIX que Chávez se inventó y que le funcionó bastante bien.
Se arrimó a la izquierda por tradición familiar; le enviaron a Cuba, con una beca, a formarse como “dirigente”, pero había que explicarle las cosas varias veces y con palabras sencillas. Luego se hizo conductor de autobús. Por fin trabajaba en algo
Pero el “madurismo” es otra cosa. Nicolás Maduro no es que sea un tonto o un ignorante; es que no le importa que se sepa. No tiene apenas estudios, a pesar de haberse educado en centros “exclusivos”, y los que tiene no le sirvieron para nada. Le costaba estudiar y no le gustaba. De jovencito prefería el béisbol, las chicas, el Ford de papá y las series de televisión norteamericanas, tipo Starsky y Hutch. Era más bien vago, y lo de “más bien” es una expresión muy generosa. Se arrimó a la izquierda por tradición familiar; le enviaron a Cuba, con una beca, a formarse como “dirigente”, pero había que explicarle las cosas varias veces y con palabras sencillas. Luego se hizo conductor de autobús. Por fin trabajaba en algo.
Quiere esto decir que Nicolás Maduro, al que llamaban “El Puma”, era el pedazo de idiota que le venía como anillo al dedo a un visionario como Chávez, porque aquel muchachón del bigote le miraba como a un dios, le hacía todos los recados, le era leal como un caniche y jamás le llevaba la contraria.
Pero Chávez murió y dejó dicho que, en contra de las leyes que él mismo había hecho aprobar, su sucesor tenía que ser su escudero, es decir Maduro. Lo que pasa es que un escudero necesita un amo que le dé órdenes. Cuando el amo desaparece y el escudero ocupa su lugar, se presenta un problema terrible: nadie le dice lo que tiene que hacer. Y él no sabe hacerlo, con lo cual improvisa. Eso fue lo que sucedió con Maduro.
Maduro es, ante todo y por encima de todo, un tirano, según la definición de la Real Academia: alguien “que obtiene contra derecho el gobierno de un Estado, especialmente si lo rige sin justicia y a medida de su voluntad”
Se equivoca profundamente quien piense que Maduro es un tipo de izquierdas. No lo es. Lo parece, incluso lo ha dicho él mismo algunas veces, pero nunca terminó de entender ni de compartir el ideario ni la ética de la izquierda. Maduro es, ante todo y por encima de todo, un tirano, según la definición de la Real Academia: alguien “que obtiene contra derecho el gobierno de un Estado, especialmente si lo rige sin justicia y a medida de su voluntad”. Su única religión, su única creencia, su única ideología, es el poder. Su voluntad primera y última es mantenerse en el poder como sea, al precio que sea, y para ello hace todo lo que haya que hacer. Sin excepciones. Ha robado todo lo que ha podido. Ha mandado matar cien veces. Ha establecido uno de los regímenes más corruptos del mundo. Su ignorancia de cómo funciona un país y su absoluta incompetencia han hundido a Venezuela, una nación de enormes recursos, en la más profunda miseria. Repitamos esto: ocho millones de venezolanos, ¡ocho millones sobre una población de 28!, han tenido que escapar del país no solo por motivos políticos –que también– sino para poder ganarse la vida, alimentarse, vivir sin mendigar. Robar las elecciones presidenciales no es lo peor que ha hecho este golfo. Es solamente lo más llamativo.
'Carnet de la patria'
Pero el poder no se mantiene solamente por la propia voluntad. Hay que crear algo que lo sujete. Maduro continuó la obra de Chavez (ese espíritu que le habla con forma de pajarito, dice él): creó una red clientelar gigantesca que vive de él. Quiere esto decir que utilizó los recursos del país para comprar la voluntad de quienes debían sostenerle en la presidencia. Miles, cientos de miles de personas. Puso de su parte a los militares, que habían estado a punto de derribar a Chávez (uno de los suyos, al fin y al cabo) con el fallido golpe de Estado de 2002. Anuló la independencia del Poder Judicial y del Consejo Nacional Electoral, instituciones que fueron “invadidas” por sus partidarios, como sigue sucediendo hoy. Convirtió la Asamblea Nacional en algo extraordinariamente parecido a las Cortes franquistas, llenas de diputados que iban allí para aplaudirle a él y a decir sí a lo que él dijese. Creó fuerzas policiales y paramilitares a su servicio en las que están encuadradas decenas de miles de personas. Persiguió aún con mayor virulencia que Chávez (que ya es decir) a los partidos de la oposición y a los medios críticos con su gobierno. Creó cosas como el “carnet de la patria”, que se concedía solo a los adictos y sin el cual casi no era posible acceder al funcionariado, a la enseñanza o a un trabajo digno. Y, cuando no había otra cosa, repartía bolsas de comida. Entre los suyos, desde luego.
El mundo está cambiando. Los apoyos internacionales de Maduro para sostenerse en el poder han sido pocos pero valiosos. Putin. China. Los iraníes. Algún paisito pequeño más, como Bolivia o Cuba. Pero la irrupción (por segunda vez) de Donald Trump al frente de EE UU está a punto de provocar un vuelco decisivo en los esquemas geopolíticos que han venido funcionando hasta ahora. Ahora ya no hay afinidades por motivos (o por pretextos) ideológicos, sino por dinero y, esta es la novedad, por formas de comportarse. Trump y Putin se parecen, en lo esencial, muchísimo, como todos los mafiosos. Los iraníes son un grano en el culo, pero un grano que en no pocas ocasiones resulta útil a algún miembro de este siniestro “club de la bruma”, como pasa con Putin. China es un rival económico, pero no de todos. Y no siempre.
El cambio que se avecina con la irrupción en la escena mundial del corleonesco dúo Trump-Musk hace no ya innecesaria, sino contraproducente la caída de Maduro, cuya única habilidad conocida es imitar mejor que nadie la forma de hablar de Chávez
Maduro ya no necesita “ser de izquierdas” o decir que lo es. Pronto veremos que Trump busca aproximarse a él, o que deja que Maduro se aproxime. Son tal para cual. No tienen, en realidad, ningún motivo para estar enfrentados, y Trump necesitará de Maduro para apoyar su política expansionista en Latinoamérica. Es cuestión de tiempo que se hagan la foto juntos en la Casa Blanca. Si los extremeños se tocan, como bromeaba Muñoz Seca hace un siglo, qué no harán los sinvergüenzas.
Hasta hace algunos meses yo tenía la esperanza de que un golpe de viento (o de otra cosa) sacase a Maduro del poder gracias a la voluntad de los únicos que podían hacerlo: los militares, cuya voluntad está generosísimamente comprada por el tirano desde hace década y media pero que, hasta ahora, le han dejado hacer. Ya no estoy tan seguro de eso. El cambio que se avecina con la irrupción en la escena mundial del corleonesco dúo Trump-Musk hace no ya innecesaria, sino contraproducente la caída de Maduro, cuya única habilidad conocida es imitar mejor que nadie la forma de hablar de Chávez. Los militares venezolanos han hecho bien en estarse quietos: pronto tendrán su recompensa, por si no les bastaba con lo ya obtenido. Al histriónico presidente habrá que limpiarle un poco ese confeti “izquierdoso” que aún lleva sobre los hombros, pero eso no será difícil, ya lo verán.
Robó las elecciones, sí. Es un sinvergüenza y un tirano, sí. Y qué. En el mundo hacia el que vamos, eso no le importará a casi nadie. Al tiempo.
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