Los históricos Tenderloin y SoMa, los dos barrios más castigados por la crisis del fentanilo, han sido ocupados por un enjambre de drogadictos. Están por todas partes, tumbados en las aceras, doblados como boxeadores noqueados sobre el asfalto, inyectándose la droga en vena, algunos en estado de coma por culpa de una sobredosis o temblando cual zombis en busca de ese próximo pinchazo que le facilitará cualquiera de los traficantes que se mueven entre los federales. “San Francisco, la ciudad demócrata por excelencia, se ha convertido en el saco de boxeo de los republicanos, que la citan como ejemplo a no seguir y representación de todo lo que avergüenza al americano medio”, relataba Armelle Vicente en Le Figaro a primeros de noviembre. Capital estadounidense de la contracultura, el inconformismo, el movimiento hippie y la emancipación homosexual, la tolerancia hasta el absurdo con las libertades individuales, tal que el caminar desnudo en público –en el famoso barrio de Castro–, defecar en plena calle, consumir drogas o dormir en las aceras con o sin tienda de campaña, ha conducido a San Francisco a una situación casi desesperada, tal vez irreversible y en apariencia fuera de control.
Leído en un blog de ayuda para nuevos residentes: “independientemente del barrio que elijas: a) no uses el coche, ya que te lo robarán; b) no lleves nunca bolso (los bolsillos son geniales a la hora de ocultar tus objetos de valor y evitar la posibilidad de ser asaltado); c) no se te ocurra mostrar tu móvil en público o tenerlo a la vista, y d) evita andar solo, incluso acompañado, por la noche”. La ciudad de la bahía es el espejo en el que se miran los devastadores efectos de la ideología woke y las obscenas contradicciones de esas elites demócratas profetas del “haz lo que yo digo, no lo que yo hago”. Porque si la zona sur de SoMa ofrece el espectáculo de la más abyecta miseria humana, su zona norte tiene fama de ser la más cara del país (casi 59.000 dólares metro cuadrado). Los barrios elegantes de Pacific Heights, Marina y Sea Cliff se miran cada mañana en el azul profundo de la bahía, la isla de Alcatraz y el Golden Gate. Junto a la miseria de los zombis del fentanilo, la vida de lujo de los superricos capaces de pagar los alquileres más caros del mundo. Este San Francisco rico es el bastión de la ex presidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi; del actual gobernador de California, Gavin Newsom, y de la mismísima Kamala Harris, nacida en Oakland, al otro lado de la bahía, pero cuya carrera política se inició aquí.
La ciudad de la bahía es el espejo en el que se miran los devastadores efectos de la ideología woke y las obscenas contradicciones de esas elites demócratas profetas del “haz lo que yo digo, no lo que yo hago”
La decadencia de San Francisco es tan profunda -el espectáculo de los negocios cerrados por culpa de los robos con violencia resulta lacerante- que mucho antes de que este 6 de Noviembre los estadounidenses pusieran la presidencia de la nación en manos de Donald Trump ya se advertían con claridad los síntomas de una reacción contra este estado de cosas. El cambio ha empezado por el propio alcalde de la ciudad, London Breed, también demócrata, algo inevitable en esta ciudad, pero que ha optado por la mano dura en su intento de rescatarla de la ruina. “El 60% de los campamentos salvajes han sido desmantelados. La delincuencia ha caído. Los asesinatos han bajado un 40% y los robos un 23% en comparación con el año pasado”, aseguraba en una reciente rueda de prensa. "Ya es hora de ser menos tolerantes y dejar de hacer tonterías", se defendía frente a las críticas de la progresía que le considera poco menos que un traidor. “Hemos sido demasiado indulgentes. Los residentes están desesperados, y quien cometa un delito debe saber que daremos con su paradero y pagará un precio".
Es la antirrevolución woke. Es el “despertar”, nunca mejor dicho, de ese norteamericano medio que, a diferencia de la fina progresía de San Francisco, la mayoría procedente de familias adineradas, vive con dificultades para llegar a fin de mes, se ve afectado por la inflación, teme perder su puesto de trabajo y siente el elitismo de las celebrities demócratas instaladas en la costa este y oeste del país como un insulto a su tradicional estilo de vida. “La autonomía cultural de las clases medias y trabajadoras es el gran tema de nuestro tiempo, el fruto inesperado de la secesión de las elites y también la reacción a 30 años de invisibilidad y ostracismo”, escribe el escritor galo Christophe Guilluy, autor de “La Francia periférica”. “Por primera vez en la historia reciente, la opinión de la mayoría ordinaria ya no está determinada ni por los medios, ni por los políticos tradicionales. La gente ya no escucha los debates televisados, ni a los intelectuales, ni a la prensa”. De forma mucho más ácida, también más política, lo ha expresado el senador Bernie Sanders, 83, una de las pocas figuras respetadas de la izquierda demócrata: “No debería sorprendernos demasiado que un Partido Demócrata que ha abandonado a la clase trabajadora descubra que la clase trabajadora lo ha abandonado a él. El pueblo estadounidense está enfadado y quiere un cambio. Y tiene razón, porque a los muy ricos les ha ido fantásticamente bien, pero los trabajadores viven peor que hace 50 años”.
Yo sí me alegro de la victoria de Trump. Me alegro sin ambages
Santiago Navajas escribía esta semana en Libertad Digital un tan brillante como curioso, incluso contradictorio, alegato sobre el incontestable triunfo del candidato republicano. “No me alegro de la victoria de Trump, pero me alegro por la derrota de la izquierda más reaccionaria, supersticiosa, censora, ignorante y totalitaria desde que Sartre apoyaba a Stalin y Cortázar a Castro, la que domina el mundillo académico y la casi totalidad de los medios”. Yo sí me alegro de la victoria de Trump. Me alegro sin ambages. Albergo la esperanza de que su presidencia sea, en efecto, “una oportunidad para acabar con los mitos y dogmas de la izquierda referidos a la ideología de género, el negacionismo de la biología y la propaganda alarmista sobre el cambio climático”. Más que poner en su sitio a cierta clase de “ecologistas criminales”, me regocija la posibilidad de ver entre rejas a esos profesionales de la medicina, estos sí auténticos criminales, que “han llevado a mutilar a adolescentes convenciéndoles de que el sexo se puede autodeterminar mediante una elección personal”. Me congratula la idea de que su presidencia aseste un golpe mortal a esa arrogante elite progre convencida de poder imponer su visión del mundo a los humanos a base de mentiras, manipulación y engaños. Espero, en fin, que, incluso a su pesar, Trump contribuya a restaurar los valores de ese ciudadano común que trabaja, crea una familia y aspira a hacerla feliz sobre los principios que hicieron grande nuestra civilización, que levantaron nuestro mundo. La honestidad, el esfuerzo, el sentido común, el respeto a la palabra dada. El triunfo de la gente normal.
Sé también que su presidencia está cargada de interrogantes, alguno muy inquietante, tal que el futuro de la invasión de Ucrania por ese asesino en serie apellidado Putin. Uno de los aspectos que hoy más preocupan a los europeos es la relación del nuevo presidente de los EE.UU. con una UE hoy en brazos de una elite burocrática espléndidamente pagada y dispuesta a defender con uñas y dientes sus privilegiados, una elite entregada a esas ideologías basura importadas de las universidades de la Ivy League, partidaria del decrecimiento, de asfixiar a las empresas con una montaña regulatoria y dispuesta a asistir impasible a la desindustrialización del viejo continente y su conversión en un parque temático para disfrute de ricos chinos. Una UE que esta semana se dispone a hacer vicepresidenta de Competencia y Transición Verde a una sectaria, además de inutil, como Teresa Ribera, corresponsable del desastre de Valencia y directamente culpable del cierre de las nucleares españolas, aunque muy partidaria de la energía nuclear en Europa, necesitada como está del voto francés para lograr sentar su culo gordo en Bruselas. La amenaza del Trump candidato de imponer aranceles de hasta el 20% a todos los productos importados podría suponer un duro golpe para la economía europea (Alemania y Francia, por este orden) y naturalmente para España. Con el informe Draghi durmiendo el sueño de los justos en un cajón del despacho de la señora Von der Leyen, el retorno de Trump debería implicar el inicio de un replanteamiento general del proyecto comunitario sobre los valores que alumbraron su nacimiento en 1957 (Tratado de Roma). Tal vez sea esta la última oportunidad de una Unión obligada con urgencia a enmendar el rumbo.
Confieso que ver sufrir como perros a la progresía del lugar me ha producido una íntima satisfacción y me ha confirmado la condición de Donald Trump como candidato de los amantes de la libertad
Los españoles hemos asistido estos días a un curioso fenómeno. Una mayoría de medios, en auténtica orgía tertuliana, ha decidido sentar en el banquillo del psicólogo a los cerca de 80 millones de estadounidenses que han votado a Trump. Porque o están locos o son unos fachas o ambas cosas a la vez. Y es que, ¿cómo han podido elegir a alguien detestado por la progresía mundial? ¿Cómo diablos se puede votar a un tipo que no le gusta a Pepa Bueno, por favor? El diario de Prisa ha calificado a esos votantes de “cohorte extravagante de negacionistas, multimillonarios y racistas paranoicos. Gente desinformada de ultraderecha, racistas y misóginos”. Leído en el editorial del jueves 7: “El triunfo de Trump hace temer legítimamente tiempos oscuros para quienes creen que la democracia solo sobrevive si las instituciones y la ley se ponen por encima de los caprichos personales de los gobernantes”. Lo dice el periódico que se ha convertido en felpudo donde limpia sus zapatos un bandido, un tipo que diariamente se pasa la ley por la entrepierna y que lleva desde 2018 arrastrando las instituciones por el barro. Un enemigo de España y de su democracia. Confieso que ver sufrir como perros a la progresía del lugar me ha producido una íntima satisfacción y me ha confirmado la condición de Donald Trump como candidato de los amantes de la libertad. Lo curioso es que no han sido solo los progres los que se han abierto las venas en canal. De este espectáculo obsceno de país pequeño ha participado gente muy principal del centro derecha, tal que el señor Aznar (¿irá Trump a poner en peligro alguno de sus negocios de intermediación?) o la señora Cuca, indicio todo ello del cacao ideológico maravillao que hoy ocupa las pobres entendederas de buena parte de la derecha patria, gente que no sabe para quién vendimia y parte muy esencial del problema de España.
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