¿Qué haría yo, cómo reaccionaría si un día me encontrara encerrada en un laberinto sin salida? Me lo llegué a plantear muchas veces, muchos “días después” de algo horrible. Tras el 11S. Tras el 11M. Tras los atentados de París. Tras la tragedia del Madrid Arena. Y lo volví a pensar el pasado domingo tras el fuego que devoró varias discotecas de Murcia llevándose trece vidas por delante.
Lo llegué a imaginar al observar -en la tele y con la congoja que te provoca un clavo cuando traspasa tu piel- a ese hombre que abría informativos apenas unas horas después del desastre, con las llamas aún humeantes. Era un padre. Un padre convertido en noticia de la noche a la mañana porque su hija, como tantas y tantos veinteañeros en todo el planeta, había decidido salir el sábado con su novio y varios amigos a festejar un cumpleaños. Un padre atrapado, de pronto, en mitad de una telaraña de cámaras y micrófonos; aferrado con una mano a su tripa en un intento vano por contener su respiración agitada y a su teléfono móvil con la otra. Un padre desesperado por la falta de información sobre el paradero de la joven. Un padre amarrado, como los barcos a puerto en plena tempestad, a un audio… al último audio que la chica envió a la familia, a su madre concretamente.
“Mami la amo. Nos vamos a morir, mami. La amo”. Escuché esa frase desgarradora tantas veces como la repitieron en un canal continuo de noticias. Escuché, también, cómo se colaban de fondo, entre palabra y palabra, los gritos rotos de un hombre pidiendo auxilio: “¡¡¡¡¡que alumbren, que alumbren!!!!”. Aquella grabación era, sin duda, el mejor material para unos periodistas ávidos de carnaza y el peor para un padre, Jairo, ajeno todavía al drama del que estaba siendo protagonista. Él mismo relataba con voz temblorosa cómo en torno a las seis de la madrugada, su mujer recibió ese mensaje en el que la chica narraba su pesadilla: “mi hija le envió un audio a su madre, diciendo lo que le pasaba, despidiéndose y se escuchaban gritos y sin respiración y la gente gritando: ¡dale a la luz, ilumínanos!”. Consternado, el propio Jairo señalaba ante las cámaras el coche en el que había viajado la pandilla a la discoteca. El vehículo seguía allí intacto, muy próximo al local, en el mismo lugar en el que fue aparcado, como si estuviera aguardando a sus dueños para emprender, de nuevo, el camino de regreso a casa.
Que abras un ojo a medias, accedas al mensaje, le des al play y que la voz de tu hija despidiéndose para siempre rompa la paz que se presupone en el mundo cuando aún la muchedumbre duerme
“Mami la amo. Nos vamos a morir, mami. La amo”. Tiene que ser terrible asimilar que vas a morir de forma inminente, en cuestión de segundos, devorada por el fuego y tener todavía el coraje de atrapar y sostener el teléfono, de buscar un contacto determinado en una agenda interminable, de grabar tu adiós, de decir “te quiero” y de darle, finalmente, al botón de enviar. Tiene que ser terrible hacerlo en mitad de una multitud angustiada por la amenaza de unas llamas deseosas de víctimas para seguir ardiendo. Tiene que ser terrible, también, ponerse en el lugar del destinatario. Que un domingo te despierte del sueño el sonido que anuncia un Whatsapp. Que abras un ojo a medias, accedas al mensaje, le des al play y que la voz de tu hija despidiéndose para siempre rompa la paz que se presupone en el mundo cuando aún la muchedumbre duerme. Tiene que ser terrible sobrellevar el peso de ese audio, replicarlo hasta la saciedad sin que ese gesto aparentemente sencillo vaya a conseguir algo tan complejo como traer a tu niña de vuelta.
¿Qué harías tú si un día te encontraras encerrado en un laberinto sin salida? ¿Enviarías un mensaje de despedida a alguien? ¿A quién? ¿Qué le dirías? Lo he pensado muchas veces cuando el frío acecha y la respuesta nunca es la misma. Ni siquiera sé si existe una respuesta. Hoy de nuevo me hago estas preguntas mientras paseo y mascullo esta columna. Ojalá nunca tenga que verme en esa tesitura, pienso. Huele a hierba recién cortada y camino despacio mirando al cielo, observando cómo el primer sol de la mañana lucha por hacerse un hueco entre las nubes de este otoño estival. Es la vida que suena bien cuando no se está marchando.
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