Opinión

El último minuto antes del abismo

La imprescindible restauración del desmantelamiento de nuestro orden institucional exige una praxis más liberal que conservadora

El verdadero progreso de las naciones, que nada tiene que ver con los discursos progresistas al uso, se puede medir con toda precisión en los dos principales ámbitos en los que necesariamente se manifiesta: la prosperidad económica y la calidad del marco institucional, que están dialécticamente relacionados. El progreso económico que necesariamente se transforma en social, tiene tres dimensiones muy elocuentes: el crecimiento de la renta per cápita, la tasa de empleo y el volumen acumulado de deuda pública.

El marco institucional es el conjunto de reglas de juego, formales –legales- e informales –prácticas sociales– que determinan los comportamientos económicos y sociales. En las últimas décadas se ha estudiado y concluido que la calidad institucional es determinante del éxito económico y social de las naciones.

Si examinamos a la luz de los datos la evolución de ambos factores desde la Transición democrática hasta nuestros días, los resultados –empíricamente contrastables– obtenidos por los gobiernos, he aquí lo acontecido, muy sumariamente descrito:

Con Suárez, España construyó un marco constitucional que ha resultado ser una verdadera obra maestra del género: de la ley a la ley, nos dotamos de una Constitución homologable con las de los países de referencia que contó con una legitimación electoral inmejorable. En el ámbito económico, los Pactos de la Moncloa -que intercambiaron paz social con malas políticas económicas- nos llevaron de regreso a tiempos pretéritos: la renta per cápita –tras décadas de crecimiento y convergencia con Europa apenas  creció un 4% en seis años; la convergencia con la UE se convirtió en divergencia, el desempleo creció espectacularmente,  y la deuda pública se disparó un 64%.

Con González, comenzó el deterioro del marco institucional a través del asalto político al Consejo del Poder Judicial, mediante una ley que contradecía la letra y el espíritu constitucional y nos situó como el único país de Europa en el los partidos políticos eligen a todos sus miembros. Además, puso cuesta abajo la educación y dualizó el mercado de trabajo. En renta per cápita, aquel ciclo se saldó positivamente con un notable aumento medio anual del 2,53% y la recuperación –aún muy modesta: apenas un 5% en 14 años- de la convergencia con la UE; el desempleo, ya muy elevado, creció un 12% y la deuda pública se .cuadruplicó; todo muy típicamente socialdemócrata.

Durante su mandato, la economía recuperó sus mejores tiempos -los previos a la Transición- con el mayor crecimiento medio anual de la democracia

Aznar tuvo la valentía política de cumplir con las exigentes condiciones para participar en el sistema monetario del Euro, cuando pocos creían que fuera posible, reforzando así nuestro marco institucional con compromisos multilaterales, así como nuestra autoestima como nación. Como buen conservador, asumió los deterioros institucionales socialistas. Durante su mandato, la economía recuperó sus mejores tiempos -los previos a la Transición- con el mayor crecimiento medio anual de la democracia, un 2,71%  que permitió superar el nivel de máxima convergencia europea que se había alcanzado en 1975. En materia de empleo se lograron los mejores resultados en democracia; y en cuanto a la deuda pública se redujo -por primera y única vez en el periodo considerado-  un 35%.

Zapatero pasará  a la historia como el peor -después de Sánchez, como veremos - gobernante de la España contemporánea: no solo empeoró la renta per cápita un 6% y aumentó la divergencia con la UE más de un 10%, algo inédito en nuestra historia; llevó el desempleo a tasas inauditas nacionales y comparadas con la UE. Como colofón, tras duplicar la deuda pública, la economía española –para nuestra vergüenza, no la suya-  fue intervenida exteriormente. Con su “pacto del Tinell” sentó la bases de la actual calamidad catalana, mientras paralizó la vertebración de los recursos hídricos de España que habían planificado previamente los propios socialistas y contaba con financiación de la UE; y como postre, se propuso reinventar la historia a partir de la memoria –exclusivamente- progresista.

Rajoy, con políticas socialdemócratas, adecentó la economía que volvió a crecer y converger con la UE,  mientras el empleo –gracias a sus reformas– creció como nunca. Su dejadez frente al heredado -de Zapatero- problema catalán, solo débilmente afrontado tras un  soberbio e histórico  discurso del Rey y su extremo conservadurismo –que le llevó a conservar todas las malas políticas institucionales socialistas– le alejó de sus votantes, y abrió las puertas a la coalición política que hoy gobierna España.

Sánchez, el temerario líder de la insólita alianza –con comunistas, secesionistas y exterroristas- que hoy nos gobierna, no ha tardado en liderar junto a su ministra de economía los peores registros económicos de España en tiempos de paz: un 1,22% de caída media anual de la renta per cápita, un retroceso anual del 1.61% respecto a la media de la UE y una deuda pública desconocida desde la guerra de Cuba, hace más de un siglo. A los nuevos destrozos de una ya maltrecha educación y los intentos de someter la Justicia al totalitario designio progresista,  se han añadido concesiones de todo tipo a los disparatados comunistas, secesionistas y filoterroristas que políticamente le sostienen; y como colofón pretende consumar la reinvención de la historia reciente desmantelando con sus socios nuestra arquitectura institucional.

La revitalización de la economía y el regreso a unas cuentas públicas decentes parece plausible con un nuevo gobierno no progresista

Las próximas elecciones, serán sin duda las más importantes de nuestra actual era democrática, dadas las circunstancias descritas: inexorable y nunca acontecida decadencia económica y  creciente y alarmante cuestionamiento del Estado de Derecho.

Aunque en España parece haber un buen número de votantes que, como en Argentina y Venezuela, están conformes con el crepúsculo sin fin de nuestra  prosperidad económica y dignidad institucional, aún  estamos a tiempo –todavía somos una sociedad abierta popperiana– para que una amplia mayoría vote en unas próximas elecciones la reversión de tales desmanes.

Mientras que, como ya sucediera en el pasado, la revitalización de la economía y el regreso a unas cuentas públicas decentes parece plausible con un nuevo gobierno no progresista, la imprescindible restauración del desmantelamiento de nuestro orden institucional exige una praxis más  liberal que conservadora, pues esta última, al decir de Chesterton se caracteriza por  “conservar los errores progresistas”.

Una sociedad civil madura y responsable debiera exigir serios compromisos a un nuevo gobierno no progresista, para cuando menos:

  • Restaurar de inmediato el cumplimiento de la ley.
  • Despolitizar la Justicia y las instituciones del Estado.
  • Frenar la proliferación legislativa.
  • Renunciar a los decretos ley salvo tasadas excepciones.
  • Prohibir  las leyes “ómnibus”.
  • Aplicar simetría de responsabilidades públicas y privadas.

Amén de esta media docena de imprescindibles reglas de juego institucionales, la restauración de una buena educación, la normalización -al estilo de los países sin desempleo- de nuestro anacrónico mercado laboral y una reforma “sueca” de las pensiones debieran estar también en la agenda de un nuevo gobierno.

España se encuentra en una gran encrucijada: seguir cuesta abajo por el actual  “camino argentino” celebrando aniversarios comunistas en Correos o afrontar la cuesta arriba que nos vuelva a semejar a los países más prósperos e  institucionalmente civilizados; de los que llegamos a estar muy cerca, antes de que el socialismo del siglo XX nos situara al borde del actual abismo.

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