No eran muchos los que se acordaban de Benedicto XVI. Desde su abdicación hace casi diez años permanecía casi en el anonimato residiendo en el interior de la ciudad del Vaticano. Era una situación un tanto anómala que no se presentaba desde principios del siglo XV cuando Gregorio XII abdicó en 1415 en pleno cisma de Occidente o, mejor dicho, cuando se trataba de resolver el cisma en el concilio de Constanza. Poco antes de él había abdicado Juan XXIII, que pasó a ser considerado un antipapa. Benedicto XIII, que como buen aragonés era algo testarudo, se negó a abdicar y fue condenado como hereje en el concilio, se refugió en España, en el castillo de Peñíscola y allí murió años más tarde protegido por Alfonso V el Magnánimo.
La abdicación de Benedicto XVI nada tuvo que ver con la de Gregorio XII. Se fue, al parecer, porque se consideraba ya muy mayor para seguir siendo Papa, aunque se trató de algo tan repentino e inesperado que la cosa dio lugar a infinidad de interpretaciones, algunas realmente descabelladas. Desde entonces vivía en un pequeño monasterio, el Mater Ecclesiae, que hay en los jardines vaticanos. Se creo así una situación un tanto extraña: había dos papas residiendo a 400 metros el uno del otro dentro del mismo complejo. Benedicto se quedó como Papa emérito, es decir, seguía siendo Papa, pero no ejercía de tal de cara al público.
Cuando abdicó Benedicto XVI no llevaba ni ocho años de papado, muy poco en comparación con los casi 27 que estuvo su predecesor Juan Pablo II, los quince de Pablo VI o los casi 20 de Pío XII. Fue elegido Papa por el cónclave cardenalicio de abril de 2005. En ese momento era cardenal y se llamaba Joseph Ratzinger. Era un tipo muy conocido ya porque ejercía de prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, una congregación (hoy dicasterio) que hasta tiempos de Pablo VI fue conocida como Santo Oficio, es decir, la inquisición. Pero no era conocido por estar ahí (de hecho, hoy casi nadie sabe quién está a cargo de ese dicasterio), sino por su obra teológica y lo firme de sus postulados. Para Juan Pablo II había sido un colaborador fiel que le acompañaba casi desde el principio de su pontificado y ambos mantenían una relación fluida y cercana.
Desconocemos por qué Juan Pablo II se fijó en él hace 40 años, seguramente porque era un gran teólogo. En 1981 Ratzinger tenía 54 años y era uno de los teólogos más reputados de la Iglesia. Había sido profesor en universidades importantes como la de Tubinga o la de Ratisbona y tenía en su haber varios libros, entre ellos una introducción al cristianismo y otro dedicado al Concilio Vaticano II, al que había asistido en persona como asesor cuando tenía poco más de 30 años. Eso le abrió las puertas del arzobispado de Múnich, que es uno de los más importantes de Alemania porque el catolicismo es la religión mayoritaria allí, y luego de par en par las del Vaticano.
Como además leía y mucho y estaba al tanto de todas las corrientes que iban apareciendo se encargó de vigilar que nadie dentro de la Iglesia volviese a salirse de madre
En Roma se convirtió en el referente doctrinal del Papa Juan Pablo II, que trató desde el principio de atemperar los ánimos del Vaticano II. Ratzinger creía que este concilio era una gran empresa de renovación fundamentada en la vuelta al Evangelio, pero no una revolución social como algunos teólogos y muchos sacerdotes erróneamente interpretaron. Consideraba que no se habían entendido las reformas que introdujo el Vaticano II y eso a Wojtyla le gustó. Pasó 23 años a su servicio escribiendo libros, dando largas entrevistas y conferencias y promoviendo su visión de la Iglesia y de cuál debía ser su lugar en el mundo. Le preocupaba especialmente el relativismo moral y el secularismo. Como además leía y mucho y estaba al tanto de todas las corrientes que iban apareciendo se encargó de vigilar que nadie dentro de la Iglesia volviese a salirse de madre. Eso le ganó algunos apodos desagradables como “panzerkardinal” o “rottweiler de Dios”.
Lo de “Panzerkardinal” solía venir acompañado por la foto de cuando era un adolescente encuadrado en las Juventudes Hitlerianas, algo que no pudo evitar porque durante el tercer Reich todos los alemanes tenían que integrarse a la fuerza en aquella organización al cumplir los 14 años. Al final de la guerra fue destinado a una unidad antiaérea, pero como los aliados se encontraban cerca desertó junto a toda su unidad y regresó a casa de sus padres. Era un alemán de su generación que tuvo que atravesar los mismos problemas que todos los alemanes de su generación, por lo que esta crítica carece de fundamento alguno, pero aún la semana pasada con motivo de su muerte había mucha gente en las redes sociales sacando el tema con fines propagandísticos.
Dijo a sus cardenales que él no tenía vocación de gestor, algo fundamental en un Papa que, aparte de ser un jefe de Estado, lo es de un Estado un tanto peculiar como el Vaticano
El hecho es que, dejando a un lado la inquina que muchos le profesaban, Ratzinger estuvo en la cumbre del poder vaticano durante tanto tiempo que fue el único cardenal que votó en los dos cónclaves de 1978 y también en el de abril de 2005 que siguió a la muerte de Juan Pablo. Este último cónclave fue del que Ratzinger salió convertido en Benedicto XVI. Fue una elección que pocos esperaban y que Ratzinger expresamente no buscó. Tenía 78 años, veinte años más que Juan Pablo II cuando fue elegido Papa. Su deseo en aquel momento era regresar a Baviera para dedicarse a escribir libros, no quería dirigir una iglesia de 1.200 millones de fieles y otros tantos millones de quebraderos de cabeza. Dijo a sus cardenales que él no tenía vocación de gestor, algo fundamental en un Papa que, aparte de ser un jefe de Estado, lo es de un Estado un tanto peculiar como el Vaticano.
Pero Ratzinger era el cardenal a quien mejor conocían los otros 114 electores. Todos habían tratado con él durante años. Después de un pontificado de 26 años no querían otro papado tan prolongado, aunque, como ha sido tan longevo, de haber terminado su papado con la muerte, Benedicto XVI habría reinado casi 18 años. Le consideraban un Papa de transición después de una figura del relieve de Juan Pablo II, en un momento en el que ya se había acabado la guerra fría y, en líneas generales, reinaba la armonía en el mundo. Al frente del papado fue un defensor de la ortodoxia, denunció una “dictadura del relativismo” que, según él, caracterizaba al mundo moderno.
Esta preocupación por el relativismo la arrastraba desde el post concilio, que fue muy traumático en el seno de la Iglesia. Las reformas del Vaticano II fueron muy profundas porque lo que se quería era eso mismo, dejar lista la institución para los nuevos tiempos y que no hiciese falta convocar otro concilio en un siglo. La renovación litúrgica y las nuevas libertades muchos las entendieron como un cheque en blanco para casi cualquier cosa. Miles de sacerdotes y monjas abandonaron la vida consagrada, algunos creyendo que las normas sobre el celibato, establecido por los dos concilios de Letrán en el siglo XII, estaban a punto de ser abolidas. No sólo la liturgia dejó el latín de lado y se decantó por las lenguas vernáculas, se introdujeron también guitarras y otros elementos modernos que escandalizaron a muchos. Las costumbres tradicionales como ayunar los viernes se eliminaron o se hicieron opcionales. Todo parecía estar en juego y probablemente desaparecería con el tiempo.
Los problemas políticos y sociales que sacudieron a Occidente en la década de los 60 y 70 y la secularización masiva de la vida civil fueron muy inquietantes dentro de la Iglesia. Ratzinger era un teólogo brillante, pero su mentalidad era tradicional. No dejó nunca de ser un sacerdote de la Baviera rural de los años 50 y así veía el mundo. Cuando llegó al trono de San Pedro trató de predicar con el ejemplo y quiso dar algo de majestad al cargo. Era un tipo de formas muy tranquilas, carecía del carisma y de la telegenia de Juan Pablo II. Quizá por eso y porque realmente creía que había que engalanar el cargo se vestía para las grandes celebraciones con casullas y mitras ricamente ornamentadas, sin olvidar los zapatos rojos muy brillantes para que se viese que se mantenía fiel a la tradición. Poco después de ser elegido Papa se difundió la especie de que los zapatos de Benedicto XVI se los fabricaba Armani a la medida. El Vaticano contestó enojado que no era cierto, que al Papa los zapatos se los fabricaba Cristo. Estos problemas empeoraron por su naturaleza reflexiva y poco dada a las efusiones externas. A diferencia de la facilidad para las relaciones públicas que tenía Juan Pablo II, Benedicto XVI era muy retraído y, por lo tanto, más fácil de atacar.
Su renuncia como Papa en 2013, la primera en muchos siglos, provocó tanta irritación y desconcierto como elogios. Su estatus (único en la historia) como “Papa emérito” invitaba a la confusión.
Los problemas políticos y sociales que sacudieron a Occidente en la década de los 60 y 70 y la secularización masiva de la vida civil fueron muy inquietantes dentro de la Iglesia. Ratzinger era un teólogo brillante, pero su mentalidad era tradicional. No dejó nunca de ser un sacerdote de la Baviera rural de los años 50 y así veía el mundo. Cuando llegó al trono de San Pedro trató de predicar con el ejemplo y quiso dar algo de majestad al cargo. Era un tipo de formas muy tranquilas, carecía del carisma y de la telegenia de Juan Pablo II. Quizá por eso y porque realmente creía que había que engalanar el cargo se vestía para las grandes celebraciones con casullas y mitras ricamente ornamentadas, sin olvidar los zapatos rojos muy brillantes para que se viese que se mantenía fiel a la tradición. Poco después de ser elegido Papa se difundió la especie de que los zapatos de Benedicto XVI se los fabricaba Armani a la medida. El Vaticano contestó enojado que no era cierto, que al Papa los zapatos se los fabricaba Cristo. Estos problemas empeoraron por su naturaleza reflexiva y poco dada a las efusiones externas. A diferencia de la facilidad para las relaciones públicas que tenía Juan Pablo II, Benedicto XVI era muy retraído y, por lo tanto, más fácil de atacar. Su renuncia como Papa en 2013, la primera en muchos siglos, provocó tanta irritación y desconcierto como elogios. Su estatus (único en la historia) como “Papa emérito” invitaba a la confusión.
A cambio era un pensador deslumbrante y un tipo de una cultura enciclopédica. Pocas veces un Papa ha sido al mismo tiempo, alguien tan culto y formado intelectualmente como Benedicto XVI. Eso le ocasionó algún problema porque los periodistas religiosos no terminaban de entender lo que decía. En 2006, un año después de ser elegido Papa, acudió a la Universidad de Ratisbona (donde él mismo había impartido clase de joven) a dar una conferencia que ocasionó mucho revuelo. La conferencia se titulaba “Fe, razón y universidad” y en el curso de la misma el Papa hizo referencia a un diálogo que mantuvieron a finales del siglo XIV un emperador de Bizancio, Manuel II Paleólogo, con un persa sobre religión. El emperador le dijo al persa que Mahoma sólo había traído cosas malas. Bastó esa referencia para que le acusasen de islamófobo a pesar de que después de desgranar las palabras de Manuel II de Bizancio precisó que eso hoy sería inaceptable. Benedicto XVI fue, en definitiva, víctima de una noticia falsa, fabricada para hacerle daño porque desconocía lo fino que hay que hilar en ciertas posiciones.
Con ese tipo de cosas aprendió a convivir. Lo que le terminó derrotando al frente del Papado fue la realidad de una institución que tiene las puertas del cielo, pero que está en la tierra. En 2012 estalló el escándalo “Vatileaks”. Se publicaron una serie de documentos internos que revelaban varios casos corrupción en la Curia romana. El mayordomo personal del Papa, Paolo Gabriele, fue arrestado y juzgado por filtrar esos documentos a la prensa. Gabriele formaba parte de la camarilla de cortesanos que luchaban unos contra otros por tener influencia dentro del Vaticano.
Su partida allanó el camino para la elección del cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio como papa Francisco, un pontífice que comenzó a desbaratar gran parte de la obra a la que Benedicto XVI había dedicado su vida
Aquello fue la gota que colmó el vaso. El Papa estaba agobiado y exhausto. El 11 de febrero de 2013 durante una ceremonia de rutina en el palacio apostólico anunció que renunciaba a fin de mes, pero lo hizo en latín, algo que sólo entendían unos pocos. Cuando se tradujeron las palabras se desató el caos porque eso no se hacía desde que Gregorio XIII abdicase 600 años antes y en circunstancias muy diferentes. Con casi 86 años, después de un papado de ocho años, Benedicto abandonó el escenario principal. Su partida allanó el camino para la elección del cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio como papa Francisco, un pontífice que comenzó a desbaratar gran parte de la obra a la que Benedicto XVI había dedicado su vida.
Pero seguía ahí por lo que su influencia se dejaba sentir. Creó el título de "Papa emérito" para sí mismo, conservó el hábito y el solideo blancos, también el nombre papal y se retiró a un monasterio dentro de los muros de la Ciudad del Vaticano. Todo esto siguió alimentando la especulación entre sus seguidores de que él seguía siendo el verdadero Papa y Bergoglio una suerte de antipapa. La cosa llegó a tanto que hace un par de años concedió una entrevista en la que remarcaba que había hecho aquello con plena consciencia y que creía que era lo correcto.
Con todo, la sombra más larga de su pontificado fue la de los escándalos de abuso sexual en el clero. Fue una crisis que se venía cociendo a fuego lento desde mucho antes, pero que minimizó incluso cuando pudo advertir la envergadura del problema. Al llegar al papado se lo tomó más en serio, se reunió con víctimas de abuso por primera vez en la historia y trató de endurecer los castigos y la vigilancia para los abusadores. Pero volvió a correr un tupido velo sobre el tema sabedor de que esa es una de las grandes lacras internas de la Iglesia. Hace no mucho, a principios del año pasado, se publicó en Alemania un informe en el que se relataban los abusos sexuales a menores en la diócesis de Múnich durante los años en los que él había sido obispo. Algunos fueron descubiertos, pero el entonces obispo Ratzinger se negó a tomar medidas contra los sacerdotes abusadores. 40 años después, ya en estado muy frágil, emitió un comunicado pidiendo disculpas por los errores cometidos.
Lo cierto es que el veredicto sobre Benedicto XVI ya se había emitido mucho antes de su muerte. Joseph Ratzinger fue una figura muy peculiar en el seno de la Iglesia a quien se amaba o se odiaba. Con gente así es difícil separar el grano de la paja y adjudicar a cada uno el peso que realmente tiene. Quienes quisieron a Benedicto XVI en vida lo reverenciarán aún más en su muerte, especialmente en oposición a su sucesor. Aquellos que se opusieron a sus puntos de vista teológicos o a su labor al frente del gobierno de la Iglesia, lo seguirán aborreciendo. Con el tiempo estas pasiones del momento se diluirán y se le podrá estudiar con más perspectiva y, sobre todo, con más justicia.
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