¿Son nazis? ¿De verdad son nazis las 400.000 personas que han votado a la extrema derecha (AfD) en Turingia y las más de 700.000 que han hecho lo mismo en Sajonia? Pues yo no lo creo. Los millones de nazis alemanes desaparecieron todos, como por arte de magia, en el verano de 1945. Se transformaron en otra cosa en un santiamén. A la locura mortífera de Adolf Hitler le cayó encima la campaña de descrédito y denostación pública más larga y más intensa que ha visto la humanidad desde hace 33 siglos y medio, cuando los sacerdotes del dios egipcio Amón se ocuparon de borrar hasta el último rastro del recuerdo de Akhenatón, el faraón “hereje” que había intentado implantar el monoteísmo y el realismo en el arte. No lo consiguieron, como nadie ha conseguido sepultar en el olvido a aquel “pintor de brocha gorda” (palabras de Churchill) que empujó a Alemania a la demencia durante trece años terribles.
Yo creo que nazis, lo que se dice nazis, verdaderos nazis de los que se han leído el Mein Kampf y las obras de Rosenberg y comparten (después de conocerlo) aquel brutal sistema ideológico, tienen que quedar pocos. No solo porque aquel delirante conglomerado mental se haya quedado más viejo que la orilla del río y se refiera a un mundo que hace muchísimo que dejó de existir, sino porque Alemania, la Alemania democrática de la posguerra, hizo algo extraordinariamente bien: persiguió legal, social, educativa y proactivamente la propagación de aquella insania que había estado a punto de poner fin a la historia de su nación. A partir de 1945, ser nazi no estaba prohibido porque es humanamente imposible prohibir a nadie que piense como quiera. Pero se prohibió la propagación, la difusión, la plasmación en organizaciones políticas de aquellas ideas venenosas que habían aplastado la superficie de la tierra bajo el peso de 80 millones de cadáveres.
Otra cosa es, sin embargo, el sustrato, lo que podríamos llamar el “caldo” cultural en el que nos movemos todos. El miserable que, tras las recientes elecciones, mostraba ante las cámaras una pancarta que decía: “Igual que en 1933”, probablemente no había nacido cuando terminó aquella matanza. Pero sabe de lo que habla: 1933 fue el año en que Hitler logró el poder de forma irreprochablemente democrática. El 30 de enero de aquel año se produjo el Machtergreifung: el anciano presidente Hindenburg nombró canciller a aquel desquiciado del bigotito convencido por los políticos de la “derecha tradicional”, que se entretenían maniobrando unos contra otros. Todos pensaron que podrían manejar a aquel botarate. Pero fue el monstruo quien los devoró a ellos.
Los alemanes aprendieron bien. Hicieron dos cosas extraordinarias. La primera, asumieron la célebre “culpa colectiva” por la espantosa tragedia y, con el paso de los años, pasaron página y se convirtieron en la nación admirable que hoy son. Nadie ocultó nada, nadie (o casi nadie) negó nada: lo lograron entre todos. Y lo segundo que hicieron fue llegar a un acuerdo entre ¡todos! los partidos democráticos, tanto de izquierdas como de derechas, para impedir que la extrema derecha volviese a tocar poder en Alemania, ni en el gobierno federal ni en ninguno de las estados o länder que la conforman.
Las raíces culturales del neofascismo alemán no pueden brotar más que de un sitio que nadie (por fortuna) ha olvidado: la figura, el pensamiento y hasta la estética de Hitler
¿Y eso por qué? ¿Porque eran nazis? No; porque olían a nazi. Porque el sustrato cultural, el referente histórico de la extrema derecha en Alemania no puede ser sino el Nsdar el partido de Hitler, que nació allí. Es imposible que en Alemania surja un partido de extrema derecha idéntico al de Italia, al de Bolsonaro, al trumpismo o a nuestros castizos y sandungueros “abascalines”, porque las raíces culturales del neofascismo alemán no pueden brotar más que de un sitio que nadie (por fortuna) ha olvidado: la figura, el pensamiento y hasta la estética de Hitler. De ahí la espeluznante pancarta del otro día: “Igual que en 1933”. No han vuelto, pero lo parece. De hecho apenas ocultan que quieren que lo parezca.
Pero no, no son los mismos. La gravísima victoria electoral de la AfD en dos de los länder alemanes más pequeños (bueno, Sajonia es un poco mayor) no procede de la nostalgia generalizada del nazismo, que yo creo que no existe, sino de otras causas más numerosas, complejas y entremezcladas: la protesta de las zonas rurales, de la “Alemania vaciada” (que también existe) que se queja de la incuria y el abandono del gobierno federal y ha ejercido un clarísimo voto “de castigo”. Luego está el pánico a los inmigrantes, fenómeno perfectamente atizado por la extrema derecha… con la inestimable ayuda de los yihadistas, que cometen atentados en Alemania: el último fue el de Solingen hace un par de semanas y dejó tres muertos. Pareciera, aunque sabemos que no es así, que son los mismos o que están de acuerdo, caramba… Y no hay que olvidar la movilización “antisistema” de muchos jóvenes que, como pasa en todas partes, se creen todo lo que les cuentan en las redes sociales, terreno abonado para el conspiracionismo y el peor populismo.
El repintado de un pasado terrorífico
He dicho siempre que el peor peligro para la democracia, en Alemania y en todas partes, es la extrema derecha, la clave de cuya estrategia es la desmemoria. El olvido de lo que sucedió hace menos de cien años. La bien azuzada nostalgia por un sistema político que aterró a los abuelos de quienes ahora parecen vindicarlo, y que sin la menor duda aterraría también a los nietos de hoy, que exhiben pancartas miserables (“Igual que en 1933”). La edulcoración, el repintado de un pasado terrorífico. Quienes así piensan creen que la prosperidad que vivimos es irreversible; que siempre saldrá agua del grifo y se encenderá la luz al darle al botón, que siempre estarán los estantes llenos en el supermercado y que seguiremos viendo en la tele anuncios de coches de lujo.
Eso no es verdad. No ha sido verdad nunca. La democracia, reflejada en el Estado del bienestar que disfrutamos, es un tesoro de una fragilidad extraordinaria y hace cientos de años que sobrevive amenazada. Los resultados de Turingia y Sajonia dejan ver con meridiana claridad que, cuando las cosas van un poco peor, la culpa siempre es “del otro”, del enemigo real o imaginario que viene a invadirnos y a someternos; y los que así piensan, y que por eso votan a la extrema derecha, se sienten inocentes de toda responsabilidad, y lo primero que hacen es poner en peligro al sistema (y a sí mismos) alentando el despertar del dragón. Porque el dragón no murió en 1945. El dragón está vivo, en Alemania y en todas partes. Y, como el mortífero Smaug que inventó Tolkien, está deseando que le despierten. Veremos lo que pasa en EE UU dentro de dos meses…
La capacidad de reacción de los gobiernos y de los estados es mucho menor, y mucho más lenta, que la capacidad de difundir miedo y odio que utilizan los atizadores de lo que ahora llamamos populismo
Los resultados de Turingia y Sajonia son un aviso extraordinariamente serio para Alemania, para Europa y para la democracia occidental. Son un síntoma espeluznante, una inocultable grieta en los muros de un sistema que siempre hemos creído sólido y perpetuo. Es verdad que no tendrán consecuencias dramáticas, porque los alemanes, como hicieron los franceses en las elecciones legislativas de hace tres meses, tienen previsto el famoso “cordón sanitario” para impedir que estos de la asquerosa pancarta “Igual que en 1933” alcancen ninguna parcela seria de poder. Eso que llevan adelantado. Aquí, en España, no es así. Para nuestro mal.
Pero esos resultados prueban algo gravísimo. Igual que sucedió hace 90 años (con todos los cambios que se quiera, que son muchísimos), la democracia parlamentaria no sabe defenderse de las que entonces se presentaron como ideas “nuevas” (el fascismo en todas sus variantes, el comunismo en todas las suyas) y que ahora, un siglo después, vestidas de seda como la mona del cuento, utilizan con extraordinaria eficacia los nuevos canales de comunicación. La capacidad de reacción de los gobiernos y de los estados es mucho menor, y mucho más lenta, que la capacidad de difundir miedo y odio que utilizan los atizadores de lo que ahora llamamos populismo. En eso sí que son los mejores.
Por eso estamos en peligro. Siempre lo hemos estado, aunque nos empeñemos en meter la cabeza debajo del ala. Hasta que un día volvamos a ver desfiles callejeros, fraude en las elecciones (ahí está Venezuela) y, cuando giremos la llave del grifo, no salga nada. Solo miedo.
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