Y el dinosaurio todavía estaba allí. Vuelve Cataluña, regresa el fantasma de la rebelión del nacionalismo catalán, la apuesta de una parte de la población por la separación violenta, y lo hace tres años y pico después del golpe del 1 de octubre de 2017 sin pedir perdón, sin esbozar siquiera un reconocimiento de culpa por el daño causado, por el destrozo institucional, por la riqueza perdida, por las amistades rotas, por la convivencia dañada. Años de oprobio que en una sociedad democráticamente sana debería haber conducido a una reflexión integral de lo ocurrido y a una marcha atrás, un intento de caminar por una senda de concordia en la que restañar heridas con la vista puesta en el bien común. Nada de esto ha ocurrido. Los líderes del procés, condenados con todas las garantías, han salido de la cárcel (por la puerta de atrás, todo sea dicho) enarbolando la bandera de “Ho tornarem a fer”, dispuestos a seguir incumpliendo la ley. Como vulgares matones de barrio, lo volverán a hacer porque entre aquel 1 de octubre de 2017 y el 14 de febrero de 2021 ha ocurrido algo que ha cegado cualquier posibilidad de rectificación: la moción de censura del 31 de mayo de 2018 y la llegada al poder de Pedro Sánchez Castejón, aquí un amigo del separatismo derrotado, un “consentidor” en la más venial de las sentencias, en realidad un rehén obligado a satisfacer las exigencias mil de los sublevados.
Llegan las elecciones en un ambiente enrarecido. De cansancio (existencial y hasta moral) extremo, de pesimismo, de desistimiento. Los mismos discursos cargados de desprecio cuando no de simple odio, los mismos rencores, la misma violencia más o menos explícita. Idéntica ausencia de horizontes. Ninguna posibilidad de cambio real en Cataluña. Nada bueno que esperar. El bloque constitucionalista llega una vez más exhausto a la cita con las urnas, víctima de los errores acumulados por un centralismo siempre dispuesto a satisfacer a la periferia nacionalista. Un PP que pugna por tomar aire, esta vez con un tipo honrado al frente como Alejandro Fernández. Un Ciudadanos perdido en la niebla del cualquier tiempo pasado fue mejor, y un Vox a quien jalean aquellos que han hecho de su existencia el argumento para mantener dividida a la derecha, pero que difícilmente protagonizará el sorpasso con el que sueñan en Moncloa. Más el PSC de Salvador Illa (hoy difícilmente encajable en el bloque constitucional), ese mal ministro de Sanidad que Sánchez quiere convertir en presidente de la Generalidad en el último invento de la factoría de realidades inventadas que en Moncloa dirige Iván Redondo. El “efecto Illa” que muy bien podría convertirse en el “defecto Illa”.
Porque el equipo demoscópico que el citado Redondo pastorea en Moncloa maneja otras previsiones y no son nada optimistas para el candidato de Sánchez. Ganaría Junts per Catalunya (JxCat), el partido del fugado Puigdemont, seguido de ERC (Pere Aragonès), con el PSC de Illa en tercera posición. Una hostia como un pan en pleno rostro de Sánchez, que ha forzado al señor Tezanos, prevaricando que es gerundio, a sacar una encuesta de ocasión para tratar de apuntalar las opciones de Illa, qué maravilla. De confirmarse esas sospechas, estaríamos ante una nueva mayoría nacionalista, es decir, ante un nuevo Gobierno separatista al frente de la Generalidad, con Puchimón, cabeza de lista, huido; con la número dos, Laura Borràs, también imputada, y con un número tres, Joan Canadell (“España es paro y muerte”), actual presidente de la Cámara de Comercio de Barcelona -hasta ahí ha llegado la riada-, capaz de hacer bueno al esperpéntico Torra, como eventual presidente catalán. Cualquier barbaridad es posible más allá del Ebro.
La alternativa sería la formación de un nuevo tripartito, vuelta la burra al trigo, formado por los mismos partidos que protagonizaron el infausto que gobernó entre diciembre de 2003 y mayo de 2006 al mando de José Montilla, el charnego cordobés a quien Marta Ferrusola reprochaba que no hubiera tenido a bien catalanizar su nombre por el consabido Josep. ¿Un tripartito presidido por quién? Naturalmente por Aragonès, porque Esquerra jamás de los jamases hará presidente a Illa incluso ganando las elecciones (condición que se antoja sine qua non para reeditar el experimento), mientras que Illa siempre estará en disposición de ceder sus votos a ERC para lo que ERC tenga a bien proceder como guste. Una solución, en todo caso, que permitiría a Sánchez salvar la cara, convirtiendo la derrota de Illa maravilla en un mal menor para el campeón de Moncloa.
En realidad estas son las elecciones catalanas de Pedro Sánchez. Nada o casi nada va a cambiar para los ciudadanos de Cataluña gane Puchimón y su tropa o sea un tripartito quien se instale en la plaza de Sant Jaume, pero del resultado de la contienda dependerá en gran medida la suerte de Sánchez. En otras palabras, nada sensiblemente diferente ocurrirá en la política catalana sea quien sea el ganador, pero la identidad del vencedor podría trastocar profundamente la política española. Porque la formación de un tripartito presidido (en cualquier caso) por Esquerra aseguraría el apoyo de ERC al Gobierno de Sánchez para el resto de la legislatura y lo que venga. Se haría así realidad el desiderátum con el que sueñan en Moncloa: un tripartito en la Generalidad y otro en el Gobierno central. Y a vivir que son dos días, lo cual, naturalmente, supondría aplazar sine die la posibilidad de hacer frente a la rebelión del nacionalismo catalán desde una política de Estado, de Estado dispuesto a defender la unidad de la nación y a hacer respetar la Ley.
Muy al contrario, ese doble tripartito en Barcelona y Madrid profundizaría en el camino de nuevas negociaciones entre el Gobierno Sánchez y el nacionalismo (para eso se ha anunciado ya la convocatoria de la “mesa de partidos”), nuevas cesiones, más genuflexión ante las exigencias de un separatismo cada día más envalentonado en la derrota. Pero si ese tripartito -con el que sueña gente como Rufián en ERC- no llegara a materializarse, y la Generalidad volviera a caer en manos del partido de Puigdemont, con apoyo de la propia ERC y de la extrema izquierda de las CUP, entonces el genial Sánchez podría tener un problema muy gordo para mantenerse en el poder, porque la negociación con Esquerra en Madrid se volvería mucho más dura y su apoyo quedaría muy en el aire.
Pedro Sánchez se juega mucho
De manera que el 14 de febrero Sánchez se juega mucho. Se juega tanto que ha sido capaz de llamar a las urnas en lo peor de la tercera ola de la pandemia, lo que pone de nuevo en evidencia su acrisolado interés por la salud de los españoles. Hay gentes que han especulado, soñar no cuesta dinero, con la eventualidad de un cambio en Cataluña, de un final honesto al horror de estos años. Abandonen toda esperanza. No habrá posibilidad de cambio en Cataluña ni en España mientras el jefe de la banda no sea desalojado de Moncloa. Es duro, pero es así. Hasta que este enfermo de egolatría y soberbia no abandone la presidencia y sea sustituido por un Gobierno de centro derecha o de centro izquierda empeñado en una estrategia nacional, dispuesto a cerrar heridas y urgido a acabar con el frentismo, evocar un cambio en Cataluña y en el resto de España es fantasear con un imposible. Toca aguantar, soportar el peregrinar por el desierto de ignominia a que nos han conducido las cesiones de los Gobiernos de la democracia, con palma de oro para el malvado Zapatero y el estulto Rajoy, y premio especial para el sátrapa vocacional que nos gobierna.
Un sátrapa que ha entronizado en Moncloa las mismas malas prácticas puestas en marcha por el nacionalismo en Cataluña, un doblaje casi exacto de los viejos trucos del pujolismo, los mismo vicios del separatismo, sus artimañas, la división de la ciudadanía en dos bloques (como en la Cataluña partida por dos), la utilización del dinero público para la compra de voluntades, la entronización de amigos en los puestos clave, el uso de las instituciones en su personal provecho, la presión constante a lo que queda de independencia judicial, la obscena ocupación partidaria de los medios de comunicación públicos (con la palma en esa RTVE empeñada en hacer buena a TV3), y, en fin, la misma corrupción (todavía larvada) pero que ya ha empezado a dar la cara con la compra de material sanitario y que está a la espera de protagonizar el gran golpe, el asalto al tren correo de Glasgow, con la lluvia de millones que, como agua de mayo, esperan recibir de los fondos de la UE para la Reconstrucción de los Bolsillos de un Nuevo Ramillete de Grandes Fortunas. Porque para eso hemos venido, para forrarnos con total descaro.
La suerte de lo que ocurra el domingo en Cataluña dependerá en gran medida de la abstención. De la decisión de quedarse en casa de un votante constitucionalista carente de ilusión, cansado de tanto incumplimiento, harto de tanta traición, porque el bloque independentista acudirá a votar en masa. Difícil olvidar el gatillazo protagonizado por Ciudadanos tras su clamorosa victoria de diciembre de 2017 (más de un millón de votos y 37 escaños). El fiasco de Cs y la aparición en carne mortal de un Sánchez dispuesto a lanzar el salvavidas a un separatismo en retirada. “Los constitucionalistas ganamos la guerra pero hemos perdido la paz”, asegura David Jiménez Torres en un libro de reciente aparición (‘2017, la crisis que cambió España’, Deusto). Y así es. Sánchez ha regalado la victoria a los derrotados por la ley, de la misma forma que el malhadado Rajoy regaló la Moncloa a un descuidero de la política como el citado. Con todo, el horizonte de pactos tras la jornada del domingo 14 se antoja tan complicado, la solución al puzzle tan compleja, que no es difícil imaginar una situación de bloqueo que impida la formación de Gobierno, con la inevitable repetición electoral a la vuelta de unos meses. Desde un punto de vista pelín cínico, tal vez sería lo mejor que podría pasarnos. Darle hilo a la cometa y ganar tiempo. La mayoría de catalanes no independentistas y el resto de los españoles tenemos cosas mucho más importantes de las que ocuparnos ahora mismo, más allá de los desvaríos del separatismo.
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