La campaña electoral comenzó el viernes pasado y se promete larguísima hasta que crucemos la meta a finales de mayo. Tres meses y medio de política a todas horas con los partidos en boga de ariete tratando de evitar el desastre. Casi nadie quería elecciones generales tan pronto. Con la excepción de Vox, que resucitó tras las andaluzas y no parece que vaya a volver a la tumba, al resto de partidos les venía entre mal y muy mal una convocatoria anticipada.
Al PP porque el liderazgo de Pablo Casado aún no ha terminado de fraguar. Lleva apenas siete meses al frente del partido, poco tiempo para ponerlo todo en orden y a su gusto. En Casado se junta, además, la falta de experiencia. Hasta julio del año pasado era poco más que un simple diputado raso cuyo futuro en política estaba más que comprometido. Pasó el examen de Andalucía por los pelos y sólo gracias a que la subida de Ciudadanos y la irrupción de Vox le permitió hacerse con la Junta.
Para Ciudadanos tampoco es el mejor momento. A pesar de que las encuestas les tratan especialmente bien, los de Rivera querían pasar antes por la tripleta municipal-regional-europea de mayo para ganar volumen y presentarse como alternativa de Gobierno creíble. El adelanto les pone, además, ante la disyuntiva de elegir socio. O tira a la izquierda y se arrima al PSOE o reedita el pacto andaluz. Para un partido que aspira a nutrirse de las defecciones del socialismo moderado es una elección de alto riesgo que Rivera hubiera preferido no tomar hasta pasado el 26 de mayo.
Pablo Iglesias ha pasado de ser un activo electoral a convertirse en un oneroso pasivo. O al menos así lo ven muchos de los que hasta anteayer eran sus compañeros de viaje
En la izquierda el panorama es similar. Podemos atraviesa una crisis que en ciertos aspectos podría decirse que es terminal. A Iglesias le han crecido los enanos y se están poniendo circo propio. No es ya sólo la traición de Errejón y Carmena, es que Izquierda Unida quiere crear una plataforma paralela y las confluencias regionales abandonan el barco a toda velocidad.
La semana pasada lo anunciaron los gallegos de En Marea y no serán los últimos. Iglesias ha pasado de ser un activo electoral a convertirse en un oneroso pasivo. O al menos así lo ven los que hasta anteayer eran sus compañeros de viaje en el asalto a los cielos que nunca se produjo. De manera que, de no mediar un milagro, Podemos va a perder buena parte de los cinco millones de sufragios que obtuvo en 2016. La incógnita es saber adónde irán. Una parte regresará al PSOE, el resto se perderán en la insignificancia de los pequeños partidos o pasarán a candidaturas de izquierda nacionalista como ERC, EH Bildu o el BNG.
Esa, de hecho, es la gran esperanza de Sánchez. Reeditar los resultados de Zapatero en 2008, cuando el PSOE consiguió absorber como una esponja a casi toda la izquierda española y parte de la nacionalista. Se hizo con 169 escaños y gobernó con comodidad hasta que la crisis económica se lo llevó por delante tres años después. Este es el escenario que le han debido vender sus asesores. Un frente popular no declarado y azuzado por el miedo a la derecha, más concretamente por el auge de Vox.
Claro que eso no tiene necesariamente que salir. La situación es muy diferente a 2008, el nacionalismo catalán aún no se había echado al monte y no existía Podemos que, aunque herido, sigue teniendo tracción entre la gente joven de extracción urbana. De no materializarse la esponja, que es lo más probable por más que desde el PSOE llamen al voto útil, a Sánchez le queda la opción agónica pero efectiva del recurso al bloqueo, una repetición del año 2016 pero en clave sanchista.
Si ninguno de los dos bloques obtiene una mayoría clara, nos veríamos abocados a la repetición de las elecciones a finales de este año o principios del próximo
Si, tal y como anticipan los sondeos, se produce un empate similar al de las elecciones de 2015, Sánchez tan sólo tiene que sentarse a esperar, pero no desde la oposición, sino desde La Moncloa, que es un lugar mucho más confortable para aguardar acontecimientos. El último bloqueo se demoró durante diez meses, desde la constitución de las cámaras a principios de enero hasta la investidura de Rajoy a finales de octubre.
Podría darse idéntica situación pero con Sánchez como Don Tancredo. Bastaría con que en el Congreso ninguno de los dos bloques obtenga una mayoría clara para vernos abocados a una situación ya familiar y que sólo podría terminar con la repetición de las elecciones en algún momento de finales de este año o principios del próximo. Para entonces Sánchez habría ganado un tiempo precioso y se ofrecería como el bálsamo contra la inestabilidad. Exactamente lo mismo que hizo Rajoy hace tres años.
Recordemos que la jugada le salió de perlas. Gobernó de matute casi un año y la segunda convocatoria electoral le hizo ganar votos y escaños, los suficientes como para que ni el PSOE se atreviese a reñirle la investidura. Entretanto seguiría en La Moncloa mandando, disponiendo y, especialmente, dándose brillo en su inagotable campaña de imagen internacional, de la que espera vivir si las cosas se tuercen mucho y tiene que abandonar el poder antes de lo previsto.
Mirado así, no parece que lo tenga tan mal. La operación entraña su riesgo, sin duda, pero es asumible para un tipo que hace un año estaba fuera del Congreso, plenamente amortizado y con pocas expectativas de llegar a la poltrona. Hoy es el que reparte juego y, a poco que esto le salga más o menos bien, lo seguirá repartiendo.
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