La colaboración -literalmente, “el trabajo con otro u otros”- es una de las manifestaciones más positivas de la mutua relación entre personas físicas y jurídicas, entre instituciones públicas y privadas. Aunar racionalmente esfuerzos con un objetivo común suele dar como resultado un aumento de la eficiencia, concepto central en economía que, en todo caso, presupone la eficacia, es decir, la efectiva consecución de un determinado objetivo incurriendo en los mínimos costes posibles; o bien, la maximización de un cierto resultado mediante la aplicación de unos recursos tasados. En materia de bienes y servicios públicos se trata, sobre todo, de evitar dispendios -gastos innecesarios por su naturaleza o cuantía- para lograr un fin de interés general, que es lo que en definitiva viene a legitimar la comparecencia del sector público en la vida económica.
La colaboración público-privada es probablemente tan antigua como la organización social misma. Durante la República Romana, por ejemplo, la adjudicación de las cloacas urbanas correspondía a los censores, y durante el Imperio a los curatores. Todavía la Cloaca máxima de Roma sigue cumpliendo su útil función derivada de aquella fórmula originaria. Y lo mismo cabe decir en relación con las obras públicas propias de la configuración y extensión de la ciudad medieval. Las autorizaciones regias a los conquistadores para sus exploraciones en la América hispana constituyeron, ciertamente, otro ejemplo de colaboración entre autoridad real/concesionaria y acción/gestión particular. Y desde la revolución industrial, en fin, la construcción y funcionamiento de las redes ferroviarias representan otra muestra de idéntica colaboración. Desde entonces, han venido generalizándose las concesiones administrativas a agentes privados para la provisión de servicios públicos relacionados con el suministro de gas, la recogida de residuos, el alumbrado público o la generación y suministro de electricidad, por mencionar sólo algunas de las de ámbito local.
Sin embargo, se observa una preocupante tendencia actual hacia la reversión de dichas concesiones, aunque los programas electorales de los distintos partidos poco o nada digan al respecto. Y el tema es de la mayor importancia.
La sociedad civil al rescate
En efecto, se ha celebrado en Madrid recientemente una jornada de reflexión y debate sobre los procesos de la mal llamada remunicipalización de determinados servicios públicos, procesos que pretenden realizarse o que están ya llevándose a cabo. La Asociación por la Excelencia de los Servicios Públicos (AESP), presidida el profesor Ramón Tamames -al que me gusta llamar “epónimo economista español”, sin su consentimiento- y la Cámara de Concesionarios de Infraestructuras, Equipamientos y Servicios Públicos (CCIES), presidida por Francesc Sibina, han examinado la cuestión bajo los auspicios del Instituto de Estudios Económicos (IEE), con la participación de su presidente, José Luis Feito, y de un conjunto de expertos de las respectivas instituciones participantes.
La remunicipalización no solamente no mejora la calidad de los servicios, sino que, por lo general, los deteriora y encarece notablemente
Estos son los términos de la cuestión: los ayuntamientos, que en ningún caso han abdicado de la titularidad pública de los servicios que prestan en muchos pueblos y ciudades españolas (ciclo del agua, servicios funerarios, guarderías, movilidad, alumbrado público, cuidado de parques y jardines, etc.), muestran actualmente una tendencia a la recuperación o el establecimiento de la gestión directa de los mismos. El hecho es que, según indica la experiencia, tal política no solamente no mejora la calidad de dichos servicios, sino que, con frecuencia, la deteriora y encarece notablemente.
En el referido simposio se expuso como experiencia paradigmática de la colaboración público/privada, el caso de los Juegos Olímpicos de Barcelona, en 1992. La decisiva contribución que para su éxito tuvo la participación de la iniciativa privada (un 43% del coste de las infraestructuras y equipamientos necesarios para el evento, entre otras cosas), ha quedado como referencia para el logro del crecimiento armónico de una ciudad y para la mejora de la calidad de vida de sus habitantes.
El ‘escándalo’ de obtener beneficios
Pero si las Olimpiadas de 1992 en la Ciudad Condal constituyen un magnífico ejemplo de las ventajas que la colaboración empresarial supone para la mejora de la eficiencia y calidad de los servicios públicos locales, pueden aducirse también otros ejemplos demostrativos del grave deterioro que para la prestación de los mismos representa la pérdida de dicha colaboración. Así, la reciente reversión del Hospital de la Ribera, en Valencia, cuya gestión con criterios y medios privados -sin perjuicio de su titularidad y supervisión públicas- ha venido realizándose desde 1999, año de la concesión administrativa, hasta 2018, en que se suprimió. Las ventajas del denominado “Modelo Alzira” –luego extendido a las localidades valencianas de Crevillent , Manises, Torrevieja y Denia, e implantado igualmente en la Fundación “Jimenez Diaz”, y en los hospitales “Rey Juan Carlos”, “Villanueva” e “Infanta Elena”, de Madrid- dichas ventajas, repito, han desaparecido de forma notoria, según se desprende del informe del Síndic de Comtes, al reducirse sustancialmente el índice de satisfacción de los pacientes e incrementarse el coste de gestión del hospital en un 20-25 % .
Se suele ignorar que lo importante es lograr una reducción de los costes con los cuales esos servicios se prestan al tiempo que se mejora de su calidad
Una objeción carente de sentido suele hacerse, desde el lado de la política, al modelo producción pública/gestión privada en este específico ámbito de la Sanidad, pero que es frecuente extender a otros sectores. La exministra Carmen Montón, por ejemplo, dice que “no entiende el derecho a la asistencia sanitaria como un motivo de negocio “, lo que para otros constituye también algo escandaloso, esto es, el hecho de “que la empresa privada pretenda obtener beneficios” en servicios de semejante naturaleza. Se ignora que lo importante es lograr una reducción de los costes con los cuales esos servicios se prestan, y no digamos si ello se consigue con una mejora de su calidad. Pero es que además, si la gestión privada genera unos beneficios a favor de las empresas concesionarias, esos beneficios tributan. De modo que, con algo de humor, cabría hablar del Fisco como de un “socio” de tales entidades, dada su “participación en los beneficios” por ellas obtenidos.
En todo caso, conviene recordar a este respecto la triple clasificación de los bienes que establece la teoría económica, según la cual, los bienes privados puros generan unos beneficios privativos o exclusivos a favor de quienes los consumen y pagan, de manera que quedan excluidos de su disfrute quienes no satisfagan el precio que supone su adquisición. Es sabido que estos bienes o servicios han de ser suministrados necesariamente por el mercado. En el extremo opuesto se sitúan los bienes públicos puros, que por generar unos beneficios colectivos indivisibles no se prestan a que su coste de producción pueda recuperarse por la vía del precio, de modo que al ser socialmente necesaria su producción, y no poder excluirse a nadie de su disfrute, la financiación de los mismos ha de hacerse coactivamente por vía impositiva. Finalmente, los bienes llamados preferentes, es decir, aquellos que proporcionan a un tiempo beneficios tanto individuales como sociales, admiten una financiación de carácter mixto, precios-impuestos. Esto es, precisamente, a lo que llamamos copagos.
Pues bien, dicho lo anterior, cabe concluir que los bienes privados puros han de ser suministrados por el sector empresarial privado; que los bienes públicos puros han de serlo necesariamente por el sector público en sentido estricto; y que los bienes preferentes pueden admitir el concurso o colaboración entre los sectores público y privado en cuanto a su suministro a la sociedad. Es éste el caso de la mayoría de los bienes públicos locales. La teoría de los bienes económicos proporciona, pues, una orientación objetiva suficiente para el deslinde y colaboración entre los citados sectores económicos.
En suma, tanto a los elegibles como a los electores en los inmediatos comicios locales, yo recomendaría, desde luego, la renovación del famoso brindis de Don Marcelino Menéndez Pelayo a favor del “[…] municipio español, hijo glorioso del municipio romano y expresión de la verdadera y legítima y sacrosanta libertad española […]”. Pero, precisamente por ello, suplicaría también a las corporaciones locales el reconocimiento de la fructífera colaboración privada en la provisión de muchos de los servicios municipales, tal como se expuso en el acto del IEE presidido por el Profesor Tamames. Vale.
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