Acerca de ambos conceptos se han dicho tantas cosas y tan acertadas que sería necio por mi parte pretender descubrir nada nuevo. Por lo que respecta a la primera, de la contundencia cervantina, al asegurar que siempre es preferible la dictadura del gato a la igualdad de la rata, a la de Chesterton, al demostrar que la frase “dictadura del proletariado” es tan absurda como la de “la omnipotencia de los conductores de autobús”, existen infinitas reflexiones.
Si algo significa, por resumir, el imperio de una persona o partido sobre los demás, a despecho de la libertad de elegir, es la inmensa falsa de humanidad en quienes detentan el poder absoluto. Esa humanidad misma, base de nuestra civilización occidental y que nos permite ponernos en el lugar del otro, huye del autárquico gesto del dictador. Por eso regímenes como el nazi y el estalinista son tan parecidos.
En ambos la carencia de sentido de lo humano, que es lo mismo que decir de lo divino, se plasma en la frialdad de su arte, tan parecido, en sus políticas, en el carácter de sus dirigentes, en sus métodos. Todo es gélido, todo es mezquino, todo es de una bajeza total. Stalin e Hitler eran por igual dos seres aquejados de megalomanía, incapaces de mar a nadie, mutilados del alma y celosos de todo y de todos. Digámoslo de una vez: el comunismo es tan maligno como el nazismo, porque ambos desprecian al humanismo, al alma y, por tanto, desprecian a Dios.
Pero cuando al Todopoderoso se le pretende despedir sin más de la vida política se crea un vacío que estos ideólogos de la deshumanización han intentado llenar en vano. Nazismo y comunismo son, si descartamos lo superfluo, intentos de crear religiones paganas fabricadas con ídolos de barro, sin la sutil chispa de lo eterno dentro de ellos. Pretenden ofrecernos una solución para todo, una respuesta al misterio de la vida, pero sin contemplar la trascendencia.
Son, pues, sistemas políticos huecos que solamente pueden producir monstruos carentes de inteligencia, seres perturbados a los que se debe dar cuerda ideológica para que se muevan, autómatas como aquel fatídico sonámbulo del Doctor Caligari, Cesare. Los vemos a diario en tertulias televisivas, en programas pseudo informativos, los leemos en la prensa, los escuchamos desde sus escaños, pero no son ni pueden ser más que marionetas de las que tiran los hilos manejados por una maldad increíble, quizás la más peligrosa de todas, que es aquella que niega el amor al prójimo.
Deshumanización del enemigo
Ahora están enzarzados en calificar de nazi a todo el mundo que no sea como ellos. Es la deshumanización del enemigo. Primero, el PP era nazi, fascista y franquista; luego le tocó al PSOE, la cal viva, la OTAN Intxaurrondo, el GAL; después fueron los de Ciudadanos, la nueva Falange, decían, difundiendo mentiras terribles con fotografías falsas en las que se veía a un presunto Rivera alzando el brazo o a un falso Cañas vestido de legionario borracho. Y bien, ahora le toca a Vox. Son nazis y no se hable más. Si no han creado campos de exterminio es porque no han tenido tiempo, según una colaboradora del programa de Cintora en TVE que causaría sonrojo incluso en Venezuela. Aunque más sonrojo produce que el resto de partidos no afectados por esa enfermedad del alma llamada comunismo no se agrupen en defensa de sus compañeros. No deben haber leído al pastor Niemöller.
A los totalitarios, y ahora me refiero a los comunistas dado que en el congreso no hay representación, gracias a Dios, de los nazis, les irrita todo lo que no sea el no-pensamiento, porque son incapaces de formular nada que vaya más allá de la consigna. Su nulidad intelectual es causante de su infamia política. Su inferioridad es la madre de su instinto depredador. Es lógico que teman a la libertad, es lógico que odien a quien la proclama, a quien la defiende, a quien la enarbola. La libertad es magnífica pero también pavorosa, porque exige lo mejor de nosotros mismos. La libertad hay que ganársela, hay que mimarla, hay que defenderla, hay que afrontarla y afrontar nuestras propias contradicciones.
La dictadura nos permitirá sacar lo peor de nosotros mismos, pero la libertad nos exigirá que seamos cada día más cultos, más éticos, más buenos ciudadanos. La libertad, en suma, es todo lo opuesto al fascismo, sí, pero también a ese comunismo del que se jacta Pablo Iglesias, porque se basa en la desigualdad de la gente, la divide entre buenos y malos, entre nomenklatura y siervos con uniformes del partido. La libertad, digámoslo con palabras de Talleyrand, debe fundarse sobre el orden y el derecho de todos, sobre instituciones libres. Tenía razón, presidenta Ayuso. Comunismo o libertad. Es lo que se dirime ahora, aquí, en Madrid, en toda la nación.
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