La historia me atrapó desde el mismo instante en que saltó a los medios de comunicación. Cuando todavía era casi el sueño del reencuentro de una familia numerosa con un padre huido de las guerrillas; cuando todavía era casi un viaje en una avioneta reparada a mano, a base de retales, para poder seguir volando aún sin garantías. Un sueño, sin embargo, que no tardó en diluirse y que, convertido ya en pesadilla, comenzó a recorrer el mundo. Accidente aéreo, tragedia, una búsqueda imposible en mitad de la frondosa selva colombiana y un milagro inesperado.
Lo tenía todo el suceso para convertirse en la crónica perfecta, en futuro guion cinematográfico o en libro superventas. Pero, de tan manoseada la noticia, me resistí durante días a que ocupara estas líneas. Me resistí hasta que un mensaje de WhatsApp el martes, a última hora de la tarde, me hizo viajar hasta lo más profundo de la mente de Lesly, Soleiny, Cristin y Tien. Me hizo preguntarme qué pasó por la cabeza de estos cuatro menores -fundamentalmente de las dos mayores de trece y nueve años- durante esos cuarenta días entre jaguares, serpientes, humedad, lluvia, vegetación densa y la oscuridad y la espesura que provocan ver morir a una madre. Porque el varón de cuatro y la bebé que cumplió uno en mitad de la jungla, quizá ni siquiera llegaron a entender las reglas de este juego peligroso en el que se vieron obligados a participar aún sin tener la edad adecuada.
Lo siguiente ya es el sueño, es la magia de la inocencia, de cuando no hace falta más que un pensar en algo bello para luchar y aplastar hasta al monstruo más grande y despiadado
El mensaje era de mi hermana. “Puede que esta frase de Jon te inspire”, me decía. Y acompañaba el texto junto a una foto en la que aparecían unas cuantas palabras escritas a lápiz con esa letra como sacada de un cuaderno de caligrafía que exuda un esfuerzo titánico y que busca ser perfecta cuando, en realidad, no es más que la letra de un niño de siete años -mi sobrino- que tiene ya batallas por lidiar. “Por suerte, si pienso en cosas bonitas… ¡el elefante gris gigante se marcha!”, escribía el pequeño. Recuerdo las veces en las que, de niña, mi madre se acercaba a la cama a darme las buenas noches y a un “no puedo dormir” respondía siempre con un “piensa en cosas bonitas”. Como si sólo aquello pudiera salvarme. Y lo cierto es que lo hacía.
Todavía me veo tumbada boca arriba, cubierta por sábanas blancas, con los ojos cerrados imaginándome a saltos por campas verdes inmensas llenas de margaritas. Qué cosas tiene la memoria. Lo siguiente ya es el sueño, es la magia de la inocencia, de cuando no hace falta más que un pensar en algo bello para luchar y aplastar hasta al monstruo más grande y despiadado. Qué pena que esa fórmula mágica no persista por siempre.
¿La utilizarían estos cuatro niños para sobrevivir a semejante experiencia? Ojalá les hubiera bastado con tener en mente algo hermoso para hacer desaparecer al elefante gris. Porque con la sed, con el hambre les ayudaron sus propios conocimientos de la selva. Estaban acostumbrados por su pertenencia a una comunidad indígena a distinguir las plantas buenas de aquellas malas y venenosas, a caminar sobre un suelo embarrado y fangoso, a palpar y abrir la maleza sin verla por la oscuridad que pinta el follaje cuando crece salvaje. Nada les protegió, sin embargo, de otras amenazas como las picaduras, la desnutrición, la soledad y la tristeza que deja la incertidumbre de no saber lo que vendrá a cada paso. Todo eso lo cargarían, intuyo, en sus mochilas en las que también dejarían hueco para el agradecimiento. Porque, pese a todo, la abominable jungla se puso de su lado y les dibujó el sendero de la salvación como el maestro que traza en la pizarra la solución a un problema matemático irresoluble.
Comprendí el embrujo y el encanto que tienen algunos paisajes. Comprendí también su poder de salvación aun cuando aparentan ser laberintos sin salida
Es la naturaleza que, si la cuidamos, nos cuida; que nos habla y nos grita constantemente, aunque sólo unos pocos la escuchen o hasta tengan el don para entablar con ella una conversación. Lo he vivido casualmente estos días en el jardín botánico más bonito del País Vasco. Un oasis soñado en mitad de los bosques del interior de Guipúzcoa llamado Lur Garden. Lo ha ido creando a su medida, con sus manos, durante más de diez años, su dueño y paisajista Iñigo Segurola. Él mismo me contaba la noche del martes, paseando por sus veinte mil metros cuadrados en la breve tregua que nos dio la tormenta, que fueron algunos árboles, algunas plantas, las que le dijeron dónde querían crecer, en qué punto concreto. Le miré incrédula, pero allí -entre nenúfares, arces, hortensias, helechos y estanques mágicos- comprendí el embrujo y el encanto que tienen algunos paisajes. Comprendí también su poder de salvación aun cuando aparentan ser laberintos sin salida.
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