Elena María Isabel Dominica de Silos de Borbón y Grecia nació en Madrid, en la clínica Nuestra Señora de Loreto, el 20 de diciembre de 1963. Es la hija mayor del entonces teniente Juan Carlos de Borbón y Borbón, infante de España desde su nacimiento y presunto príncipe de Asturias, y de su esposa, la princesa Sofía de Grecia y Dinamarca. La pareja se había casado en Atenas en mayo del año anterior, 1962, y vivía en Madrid, en el entonces pequeño palacio de La Zarzuela, sin gran cosa que hacer. El dictador Francisco Franco atravesaba los días de su máximo poder, había establecido (mediante una de sus “leyes fundamentales”) que España era un reino… pero sin rey; se había arrogado la potestad de nombrar sucesor suyo a quien le diese la gana y la joven pareja Borbón-Grecia no eran sino unos candidatos más al puesto. Y había unos cuantos.
No puede decirse que el nacimiento de Elena supusiese un disgusto para la familia, como ocurrió con las dos hijas mayores de Alfonso XII, Mercedes y María Teresa. Pero era inocultable que las normas tradicionales de la dinastía borbónica exigían un heredero varón, y la llegada de Elena fue, políticamente, un contratiempo, como lo sería el nacimiento de su hermana Cristina, año y medio después.
Elena de Borbón nació, pues, en medio de una larguísima, agotadora y cruel “partida de ajedrez” política que durante décadas jugaron, a cara de perro, el dictador Franco y el abuelo de la recién nacida, Juan de Borbón, rey de derecho de España desde 1941 y exiliado en Estoril. No se podían ni ver. En aquella partida, Juan Carlos era un alfil muy importante para la estrategia de ambos. Y Elena, un peoncito sin importancia.
A pesar de eso, el bautizo de la infanta Elena (una pequeña ceremonia en la Zarzuela) fue el pretexto para que don Juan de Borbón pisase tierra española por primera vez en más de 30 años. Franco y él tuvieron que soportarse durante unas horas. Pero don Juan, a quien sus partidarios llamaban rey Juan III aunque él usaba nada más que el título de conde de Barcelona, no fue el padrino de su primera nieta; dejó ese papel al ya viejo infante Alfonso de Orleáns, el aviador, y a su propia esposa, la paciente María de las Mercedes de Borbón y Orleáns, abuela de la niña. Estaba claro que los primeros espadas se reservaban para el bautizo de un heredero varón. Que tardaría cinco años en llegar.
Elena de Borbón ocupa hoy el tercer puesto en la línea de sucesión a la corona de España, después de sus sobrinas Leonor y Sofía. La causa de esto es una “antigüedad” que todavía permanece en la Constitución y que, según numerosas fuentes, llegó a la Carta Magna, en 1978, por ruego expreso del ya rey Juan Carlos I: es el artículo 57.1 del texto constitucional, que lo que hace es mantener vigente la “Pragmática sanción” promulgada por Carlos IV en 1789. Esto quiere decir que el varón tiene preferencia sobre la mujer en la sucesión al trono. Esto era así cuando nació Elena, hace 60 años, y todavía es así hoy. La razón es fácil de entender: también Juan Carlos tenía una hermana mayor (Pilar) pero el heredero era él, primer varón. Y a su padre, don Juan, le pasaba lo mismo. Si la Constitución hubiese anulado esa preferencia del varón, inmediatamente habrían saltado los “partidarios” de Elena e incluso de la infanta Pilar, y la monarquía se habría convertido en un avispero. Era mejor dejar las cosas como estaban. Elena supo desde niña que no sería reina y jamás se le pasó por la cabeza pretenderlo. Nunca fue un problema para ella.
Cojamos al toro por los cuernos desde el principio, que diría la propia Elena, y abordemos una cuestión muy vieja y muy espinosa. Un rumor muy extendido asegura –desde hace muchos años– que la infanta Elena tiene una inteligencia limitada, menor que la mayoría. “Los perros”, que es como se llaman a sí mismos los periodistas “veraniegos” que cubrían el veraneo de la familia real en Palma de Mallorca, ponían motes crueles a todo el mundo. A finales de los 80, el “Queco” era Felipe; el “Rubio”, su padre el Rey; la “Fea” era la princesa Irene, y así sucesivamente. Elena era “la tonta”.
Es mentira. Así de claro. Quienes la conocen (o la conocemos) pueden decirlo con toda contundencia. Sin duda la infanta no es Einstein, pero es que ninguno lo somos. Es una persona de inteligencia normal en quien sorprende su voz “rara”, su peculiar manera de hablar, y desde luego su timidez, su poca habilidad social, que convive con un carácter fuerte. Pero de tonta no tiene un pelo. Lo diga quien lo diga.
Estudió en el colegio de Santa María del Camino. Hizo Magisterio (una de sus pasiones es la pedagogía) en la Escuela Universitaria ESCUNI de Madrid. Se especializó en enseñanza de la lengua inglesa, idioma que habla perfectamente, lo mismo que el francés. Hizo cursos de posgrado (Sociología y Educación) en la universidad de Exeter, Reino Unido, donde a nadie le conceden un título “por ser vos quien sois”, como a veces se dice maliciosamente. Se licenció en Ciencias de la Educación en la Pontificia de Comillas (Madrid) en 1996. Desde 2008 dirige el área de Acción Social en la Fundación Mapfre. Muchos de los que, entre sonrisas de barra de bar, la llaman tonta, no tienen ni la cuarta parte de ese currículo.
Elena es una persona sentimental, muy apasionada, de lágrima fácil cuando algo la emociona (aquel llanto cuando su hermano Felipe desfiló con la bandera de España en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona, en 1992) pero también de un carácter… bueno, llamémoslo algo difícil. Tiene mucho genio, que ha heredado de su padre, pero le falta la proverbial “campechanía” del Rey que deberíamos llamar Pretérito más que Emérito. Elena, como su tía Pilar y como la célebre infanta Isabel, llamada “la Chata” hace siglo y medio, es la más Borbón de todos los Borbones. Es castiza, sí, pero nunca vulgar ni grosera… a pesar de su proclividad a lo que Antonio Gala llamaba “coprolalia”: el uso de palabras gruesas cuando está en confianza. Si llama la atención por algo es por su digno (a veces altivo) saber estar, no por su populacherismo, que no lo ha tenido nunca. Tiene muy claro quién es y su círculo de amistades íntimas es reducido. Ahí sale su timidez infantil. No tiene carisma y lo sabe. Y no le hace falta.
Sus pasiones son, desde siempre, la hípica (llegó a ser una amazona más que notable) y el esquí, pero también la fotografía, con la que ha ganado algún premio. Y la música. Y la danza. Lo mismo que a su padre, no será fácil verla en la ópera por voluntad propia, pero sí en los toros, de los que es rendida aficionada lo mismo que su abuela, María de las Mercedes. Baila sevillanas mejor que mucha gente que trabaja en tablaos flamencos.
Físicamente se parece mucho a su madre, la reina Sofía, y comparte con ella ese rictus de tristeza que la vida les ha ido poniendo a las dos (la madre lo disimula mejor), pero Elena de Borbón es, indiscutiblemente, quién más unida está a su padre de toda la familia. Es un apoyo esencial para Juan Carlos. Viaja con frecuencia a Abu Dabi, donde reside el antiguo rey, y no pierde ocasión de verle y acompañarle allí donde él vaya. Tiene gracia ver cómo se saludan: una serie de gestos y palabras, entrechocar de puños y golpecitos en el pecho, que recuerdan un poco a lo que hacen los miembros de las hermandades universitarias norteamericanas. Y acaban los dos muertos de la risa. Con ningún otro miembro de la familia hace esas cosas Juan Carlos.
Elena aprendió desde niña cuál era su lugar en la familia: un segundo plano discreto pero indispensable. Estar ahí, algunas veces con más paciencia que otras, por si se la necesita, pero reservando para sí misma una privacidad que le permita vivir e intentar ser feliz. Cuando estalló la crisis en la familia y el rey Felipe no dudó en “expulsar” de ella a su padre, a su hermana Cristina y desde luego al exmarido de esta, el taimado Urdangarín, Elena, que no tenía la culpa de nada o de casi nada, se vio afectada por aquel drama en calidad, digamos, de “daño colateral”: su agenda oficial, que nunca fue demasiado agobiante, desapareció. Dejaron de llamarla para que representase a la familia. Pero Elena, que sabía muy bien el cariño y la lealtad que guarda hacia su hermano pequeño, se limitó a esperar, a estar ahí, hasta que pasase el vendaval. Así ha sido. Premios de hípica, eventos deportivos, patrocinio o presidencia de honor de diversas fundaciones o asociaciones benéficas o solidarias: ha vuelto al trabajo “oficial” con la normalidad de siempre.
A muchos nos costó bastante imaginar qué había visto Elena, que en los amores tiene fama de volcánica y temperamental, en el hombre con el que se casó, Jaime de Marichalar. Un economista de cuyas aficiones, vicios, compañías (los famosos “josemis”) y proclividades se han dicho muchas cosas, no todas agradables ni mucho menos. Pero Elena se casó en Sevilla, enamoradísima, y demostró su amor y su concepto de la lealtad cuando Marichalar cayó fulminado por un ictus que pudo convertirlo en un vegetal: no fue así y Elena no se separó ni un segundo de su marido, lo mismo durante su hospitalización en España que en el largo tiempo de recuperación que la pareja pasó en Estados Unidos.
Pero, como bien decía hace dos siglos el diplomático francés Charles Maurice de Talleyrand, “lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible”. El de Elena de Borbón y Jaime de Marichalar fue el primer divorcio (previa “separación”) que sufría la familia real en casi nueve décadas. Es el signo de los tiempos y del cambio de mentalidad de la sociedad, como bien saben en la Casa de Windsor. A Elena le quedan dos hijos, Felipe “Froilán” y Victoria Federica, con los que le pasa lo mismo que le sucede con el resto de la familia: a veces se lleva bien y otras veces no tanto. Los dos han sacado el temperamento en ocasiones arisco de la madre y no son fáciles de tratar, sobre todo la pequeña, que va de “influencer” por la vida y que hace lo que le da la real gana mientras que su hermano mayor parece estar sentando la cabeza. En cualquier caso, son jóvenes aún y Elena, su madre, sabe muy bien lo que tiene que hacer: estar ahí, en segundo plano, firme y discreta; esperar, comprender y ayudar en lo que pueda.
Eso es lo que ha hecho mil veces durante los 60 años que cumplió el miércoles pasado. Su fiesta de cumpleaños consistió en una comida familiar en la que, inauditamente, estaban casi todos. Solo faltaban las hijas del rey Felipe… y desde luego Iñaki Urdangarín, a quien parece haberse aplicado la “damnatio memoriae” de los romanos y de los egipcios: divorciado de Cristina y con nueva pareja, ha sido borrado de la historia, aunque no del cariño de sus hijos.
Pero eso es algo muy significativo: Elena, la discreta y conservadora y borbonísima Elena, fue capaz de reunirlos a casi todos. Algo que hace tiempo que no es nada fácil.
La espuela de caballero (consolida regalis) es una planta de la familia de las ranunculáceas que ofrece unas flores, habitualmente de color morado como un manto de la Semana Santa sevillana, verdaderamente hermosas. A la dulzura y timidez (por el color) de las flores se añade una espuela que puede llegar a medir tres centímetros, con la que te puedes pinchar. Así que no es tan sencilla la planta, ni tan uniforme ni tan previsible. Hay que tener cuidado con ella. Algo que, por otra parte, le pasa a muchísima gente.
Lo curioso es que las flores de la espuela de caballero duran muchísimo. Aparecen en primavera y no se marchitan hasta que concluye el verano. Esto quiere decir que siempre están ahí; las flores de otras plantas, y aun las plantas mismas, brotan y se agostan, duran más o duran menos, pero la espuela, la altiva y silenciosa espuela, parece estar dotada de una paciencia interminable. No es la típica flor espectacular, llamativa y… fugaz; esta forma parte del paisaje campestre durante largo tiempo y en los hábitats más variados, sobre todo en los más ásperos, y ni se dobla ni se rinde.
Sus hojas tienen propiedades astringentes… y sus semillas son insecticidas, muy buenas para librarse de los parásitos. Y todavía habrá quien diga que esta flor es tonta…
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