Las procesiones de Semana Santa son para mí algo bastante exótico. En San Sebastián dejaron de celebrarse muy pronto, hará casi sesenta años y en plena dictadura, lo que de paso demuestra que ni el franquismo obligaba a hacer procesiones, ni estas se abandonaron por imperativos políticos de otro signo. Simplemente dejaron de salir por falta de voluntarios, parte de un proceso de secularización de las costumbres que por aquí comenzó pronto (comenzaba también la fuga de la religión ancestral a la renovada religión política nacionalista, pero ese es otro tema).
En el San Sebastián de entonces la Semana Santa solo se notaba en el aumento del tedio resultado de la prohibición oficial de música profana y espectáculos mundanos: solo se permitían la música religiosa y películas de mártires arrojados a los leones por el infame Nerón. Pero la religión tradicional se había convertido en cosa privada, resignada a algún vía crucis y a visitar las parroquias. Así que los donostiarras que querían ver una procesión -como mi madre-, nos llevaban a los pocos pueblos guipuzcoanos donde seguían saliendo por ser tradición local muy arraigada. Y eran mucho más humildes que las grandiosas celebraciones castellanas, aragonesas, andaluzas o murcianas (el catolicismo vasco tenía cierto aire protestante; le iba más lo lúgubre que la luz).
Atacar las procesiones y la trama social que las necesita y hace es, para cierto mundillo sectario, una convención tan obligada como abominar del Día de la Hispanidad
Para elogiar las procesiones de Semana Santa, como me dispongo a hacer, no es necesario haber vivido inmerso en ellas, caso de muchísimas ciudades españolas, en cada una con su tono particular, de la solemne austeridad castellana al desatado barroquismo meridional. Tampoco es necesario ser religioso (naturalmente, católico) ni tradicionalista (ni nacionalista español). No, basta con reconocer lo que son: una extraordinaria pervivencia de la estética y espiritualidad del Barroco hispano.
Esta es también la razón de que cada año por estas fechas la opinión separatista e izquierdosa, o simplemente acomplejada porque no lo ve europeo, ataque estas celebraciones: es que son muy españolas. Es cierto que las procesiones constituyen parte de esa materia simbólica compartida que forma las naciones, la continuidad intemporal de ciertas costumbres y sentimientos comunitarios. El nacional-catolicismo franquista abusó mucho de este sentido nacionalizador, pero el ataque ideológico de signo inverso es un abuso simétrico.
Atacar las procesiones y la trama social que las necesita y hace es, para cierto mundillo sectario, una convención tan obligada como abominar del Día de la Hispanidad, creer la Leyenda Negra, negar la Reconquista e incluso la vieja nación llamada España.
Sin embargo, las procesiones y rituales de Semana Santa merecen ese homenaje que la gente bien educada hace al arte de su país, y no por nacionalismo o religión, sino por reconocimiento a la comunidad que hace su vida posible: es una razón estética. Y en esta época de politización sectaria y estéril del arte, estilo la grotesca descolonización de Urtasun y el vandalismo castrante de la cultura de la cancelación, va siendo hora de romper una lanza por el papel de la estética -como dijo Kant- en la educación de la sensibilidad, la imaginación y los sentimientos de humanidad.
Un poco de estética y espiritualidad para todos
Para apreciar la Semana Santa basta con un poco de sensibilidad estética y una pizca de espiritualidad, entendida como abrirse al misterio y a lo radicalmente inmaterial. Añadamos tolerancia y amor al pluralismo, pues la popularidad de las procesiones y demás tradiciones santas en una sociedad tan secularizada como la nuestra es pura práctica del pluralismo propio de la democracia liberal.
Las procesiones católicas hay que contemplarlas (o participar en ellas, si es el caso) con el mismo talante necesario para disfrutar y elevarse con la música religiosa de Bach, Haendel, Purcel y demás grandes músicos del barroco protestante: ¿quién puede rechazar la inmersión en las conmovedoras y perfectas elegías de la Pasión según San Mateo de Johann Sebastian Bach, solo porque no es luterano? Fuera de la religión, no hay nada tan cercano a lo sagrado y la mística como el arte (por eso tantos místicos fueron poetas, y viceversa): la estética es profundamente espiritual, aunque sea escéptica en asuntos de fe.
Al escéptico en materia religiosa, incluyendo al ateo convencido que no convierte su ateísmo en otra religión a predicar, pero invertida, la espiritualidad estética le permite elevarse sobre la gris planitud de lo material económico y las duras leyes de la subsistencia; por eso mismo, le resulta incomprensible y ofensiva al materialista vulgar, sea creyente en religiones políticas donde el Estado, el partido o la nación son el único absoluto, o sea creyente exclusivo en los valores bursátiles.
Miedo y liberación, contingencia y trascendencia: son las cuestiones existenciales perennes en forma de emociones religiosas
Las procesiones son una combinación perfecta de todos los estímulos sensoriales necesarios para despertar la experiencia de la belleza y la sublimidad: imágenes poderosas -la imaginería sin parangón de Gregorio Fernández, Martínez Montañés, Luisa Roldán o Salzillo-, luz y oscuridad, música y silencio, dolor y placer, movimiento por el tiempo y el espacio según el guion de la narrativa religiosa que versa de la vida, la muerte y lo divino y sobrenatural, pero también sobre la opresión, el tormento y la esperanza de justicia. Es decir, miedo y liberación, contingencia y trascendencia: son las cuestiones existenciales perennes en forma de emociones religiosas.
Donde son más populares componen una obra de arte coral que implica prácticamente a toda la comunidad. No se me ocurre en realidad nada vivo más cerca de ejecutar el viejo ideal de la obra de arte total (la Gesamtkunstwerk romántica), la que aspira a sumergir a todos en la representación de una historia vivida, disolviendo la frontera entre público y actores, profano y sagrado, rito y renovación.
Pocos espectáculos consiguen semejante inmersión ni tamaña exaltación controlada de las emociones, del miedo al júbilo, encauzadas por el ritual y gobernadas por las artes. Para encontrar algo parecido en fuerza e intensidad habría que ir al teatro y la tragedia clásica griega, capaces de conmover, entusiasmar y hacer llorar o reír a una ciudad entera con las desgracias de Edipo, la negra muerte de Antígona o la huelga sexual de las atenienses. Esas procesiones son una joya extraordinaria, incluso si a ti lector, como a mí, las reuniones de masas te ahuyentan más que te atraen. Que sigan pues mucho tiempo procesionando entre nosotros.
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