Ni en la peor de sus pesadillas Rajoy se hubiese imaginado metido en un lío como el que Puigdemont, un tipo del que no hubiera sabido dar referencia hace solo dos años, ha terminado embarcándole. A él le hubiese gustado no tener que actuar. Lo lleva en el código genético. Hasta hace poco más de un mes pensaba que esto se desharía solo y que los nacionalistas catalanes se conformarían con seguir haciendo girar una noria de la que viven estupendamente desde hace cuarenta años.
El nacionalismo alumbró una nueva generación de políticos, desligada orgánicamente del pujolismo y dispuesta, esta vez sí, a pasar a la historia
Pero no, esta vez iba en serio. Puigdemont y su tropa no eran nacionalistas al uso. Después de la mutación fatal que se produjo en CiU con motivo de la crisis económica y la irrupción del populismo de izquierdas, el nacionalismo alumbró una nueva generación de políticos, desligada orgánicamente del pujolismo y dispuesta, esta vez sí, a pasar a la historia. Esto en Moncloa les pilló por sorpresa, y ya tiene delito porque deberían disponer de los mejores servicios de información del país y están en condiciones de pagar a los analistas más cualificados.
La realidad, sin embargo, era muy otra. El Gobierno entró en el fatídico mes de septiembre sin imaginarse lo que se le venía encima. Los que si lo sabían eran los procesistas, que habían tenido tiempo de intimar con la vicepresidenta y hacerse cargo de la inopia en la que tanto ella como su jefe viven sumidos, encerrados en el búnker monclovita, rodeados de abogados del Estado, de deshechos de tienta salidos de los ayuntamientos que perdieron en 2015 y de aduladores de todo pelaje.
Esta y no otra es la razón por la que hasta hace unos días la iniciativa de este asunto la llevaron desde la Generalidad y sus terminales patrióticas, todas bien lubricadas por el erario público que, en el caso concreto de Cataluña, vive enchufado al Fondo de Liquidez Autonómica desde tiempo inmemorial.
Todo se advirtió con antelación desde la prensa, pero desde la prensa no adicta y, por lo tanto, indigna de ser escuchada
El 'procés', en definitiva, se ha pagado en Madrid letra a letra sin que los que las firmaban con gran complacencia conjeturasen ni lejanamente lo que Junqueras y Cía. andaban tramando a sus espaldas. Todo se advirtió con antelación desde la prensa, pero desde la prensa no adicta y, por lo tanto, indigna de ser escuchada. Un punto más en el debe de un Gobierno que, por su propia desidia, se ha colocado a sí mismo y, por extensión, a todo el país contra las cuerdas.
El referéndum fue convocado el 9 de junio y desde el principio la Generalidad le dio carácter vinculante. Pero el Gobierno no hizo nada, dejó que todo fluyese con la esperanza puesta en que las decisiones del Tribunal Constitucional obrasen el prodigio de devolver las aguas a su cauce. Pero sucedió todo lo contrario. Mientras en Moncloa estaban a verlas venir Puigdemont compró las urnas, encargó las papeletas y planificó hasta el último detalle. Con los deberes hechos en la primera semana de septiembre desencadenó la riada. A partir de ahí se interpretó el guión que los arquitectos del 'procés' habían escrito con esmero durante meses, incluida la intervención de las Fuerzas de Seguridad del Estado el día de las votaciones. Se limitaron a ir poniendo cebos que Rajoy mordía para regocijo de los medios afines al 'Govern', que la noche del 1 de octubre cantó victoria. No podían creerse que hubiera sido algo tan fácil.
Parecía increíble, pero un grupo de aventureros autolegitimados había puesto de rodillas al Gobierno de la quinta economía de Europa sin apenas esfuerzo, tan sólo con ingenio y grandes dosis de audacia. Al día siguiente el panorama era sombrío. Ni con todas las vergüenzas a la vista Rajoy era capaz de dar una respuesta coherente que no pasase por sacar a Soraya por televisión farfullando legalismos.
Tuvo que ser el Rey, ya preso de la desesperación, el que se expusiese personalmente para recordar que el Estado no se rendiría. Un gesto admirable que tuvo su correspondencia en la calle unos días después
Tuvo que ser el Rey, ya preso de la desesperación, el que se expusiese personalmente para recordar que el Estado no se rendiría. Un gesto admirable que tuvo su correspondencia en la calle unos días después. Rajoy, entretanto, seguía esperando a que la cosa se resolviese sola, por pura inercia. Pero ya era tarde para milagros. Cuando el martes Puigdemont se arrancó con la declaración unilateral de independencia, una interpelación directa al Gobierno, no le quedaba a éste otra opción que intervenir. Lo hizo, de mala gana pero lo hizo.
Y en esas estamos. No hay que eliminar que esta sea la enésima artimaña ya prevista para reiniciar el conflicto donde se quedó antes del mensaje del Rey. Puigdemont nada tiene que perder porque, en el peor de los escenarios, ya lo ha perdido todo. Destino del que escaparía si consigue volver a la noche del 1 de octubre. Para eso necesita que el mismo Gobierno que le ha ignorado durante todo este tiempo se emplee a fondo y se le vuelva a ir la mano. Lo va a buscar a propósito. Quizá esta vez Rajoy se anticipe y no le dé el gusto. Pero solo quizá.
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