El gobierno de Giorgia Meloni hará el número 70 en los últimos 80 años de vida política en Italia tras las elecciones de este domingo. La duración media de los gobiernos transalpinos, desde el inicio de la Primera República tras la Segunda Guerra Mundial, ha sido de 401 días. A pesar de esa inestabilidad, el país siempre ha salido adelante. En muchos momentos de estas ocho décadas, Italia, la Italia imaginativa, astuta e industriosa ha funcionado al margen de la política y de los políticos, convertidos a menudo en meros figurantes de un guion cuyos márgenes se negociaban fuera del Parlamento. Durante décadas, leyenda urbana y realidad confluyeron en el convencimiento popular de que eran la embajada americana, el Vaticano y el todopoderoso dueño de la FIAT, Giovanni Agnelli, considerado en sus mejores épocas el presidente de la República en la sombra, los que subsanaban por la noche los desarreglos que diputados y senadores perpetraban por la mañana. Y algo de eso (o mucho) había.
No hay duda de que la responsabilidad mayor de lo ocurrido este domingo en Italia, recae en una clase política convertida en una élite de escaso arraigo social, una clase crecientemente extractiva (seguramente la más extractiva de Europa junto a la griega) que durante demasiado tiempo ha situado por encima de los intereses generales del país la protección de sus extraordinarios privilegios; una casta que, salvo en los años posteriores a la derrota del fascismo, casi nunca ha sabido, ni querido, asumir el riesgo de liderar las transformaciones que en los últimos cuarenta años habría debido afrontar el país. Hoy, al igual que ocurre en otras naciones, incluida España, la política en Italia es percibida como uno de los principales problemas, sino el que más, lo que explica la inclinación del electorado italiano por la novedad frente a lo conocido y el imparable desapego ciudadano hacia un modelo convertido en una fábrica de abstencionistas.
Italia es hoy un país envejecido, con la deuda más elevada de la UE, con una burocracia paralizante, una industria en retroceso y un Estado decadente que no ofrece apenas expectativas a los jóvenes
La falta de estabilidad, la ineptitud demostrada a la hora fabricar liderazgos solventes, y la progresiva extensión del clientelismo político a la mayoría de ámbitos económica y socialmente influyentes, han convertido a Italia en uno de los grandes lastres de la Unión Europea. Finiquitado abruptamente el esperanzador paréntesis abierto con el consenso que entregó la gestión de la crisis a Mario Draghi, Italia vuelve a desnudar su cruda realidad. Italia es hoy un país envejecido, con la deuda más elevada de la UE en términos de PIB (el 150,80%), con una burocracia paralizante, una industria en retroceso que ve cómo las empresas se deslocalizan y buscan refugio en los países del Este; un Estado decadente que no ofrece apenas expectativas a los jóvenes y que sigue sin reducir la brecha entre norte y sur, a pesar del formidable apoyo financiero de la UE (entre 1989 y 2020 Italia recibió de los fondos regionales de la Unión 85.675 millones de euros). Eso sin contar con la influencia que conserva la mafia, bien es cierto que desde una más prudente incorporeidad.
No está exenta de responsabilidad una izquierda infantil, plagada de divismos y enredada en discusiones bizantinas que se ha demostrado incapaz de ofrecer una alternativa fiable, empujando a los italianos a optar entre el vacío o lo desconocido
Este es el verdadero retrato de un país en el que una izquierda no exenta de responsabilidad, infantil, plagada de divismos y enredada en discusiones bizantinas se ha demostrado incapaz de ofrecer una alternativa fiable, empujando a los italianos a optar entre el vacío y lo desconocido; a inclinarse por la novedad frente a lo fracasado como último y desesperado recurso. Así ocurrió en su momento con Forza Italia y después con la Liga Norte y el Movimiento 5 Estrellas. Y así ha ocurrido ahora con Meloni. Los italianos no fueron el domingo a las urnas (o se quedaron en casa como nunca antes lo habían hecho) pensando en aupar al poder a la extrema derecha; lo hicieron, al menos una mayoría de ellos, para mostrar de nuevo su decepción, su monumental estado de cabreo. Las lecturas simplistas de una parte de la prensa española y europea, anunciando el peor de los mundos en una Italia que “gira a la ultraderecha” (a pesar de que Fratelli d’Italia solo representa al 15% del electorado), se compadecen muy poco con las opiniones de politólogos e intelectuales de italianos, también de izquierda, que pronostican un período en el que primará el pragmatismo frente a la ideología.
Hay que esperar a la formación del Gobierno Meloni, pero los medios italianos, con un Matteo Salvini en franco declive, ya apuntan a la prioridad que inevitablemente marcará su agenda: el aseguramiento de los fondos europeos, con Draghi de garante y el presidente de la República, Sergio Mattarella, como celoso supervisor del sentido común, la ortodoxia constitucional y el europeísmo. Mattarella ya ejerció sus atribuciones, sin que le temblara el pulso, cuando en mayo de 2018 se negó a convalidar el nombramiento del euroescéptico Paolo Savona como ministro de Economía, propuesto por la Liga Norte y 5 Estrellas. Y llegado el caso, lo volverá a hacer.
Todo apunta a que la prioridad de Meloni será el aseguramiento de los fondos europeos, con Draghi de garante y el presidente de la República, Sergio Mattarella, como celoso supervisor del sentido común, la ortodoxia constitucional y el europeísmo
Es el binomio Draghi-Mattarella el que está llamado a sostener a Italia en los próximos meses. Meloni solo ha ganado las elecciones. Ahora, si quiere aminorar los riesgos de una crisis redoblada (Italia y España son las dos grandes economías de la UE más expuestas a una feroz crisis de deuda), tendrá que ganarse a pulso una credibilidad que hoy casi nadie está dispuesto a concederle. No hay margen para experimentos. Tanto en materia económica como en lo que concierne a los derechos civiles, Meloni deberá atenerse a los contornos fijados por la Unión Europea.
Italia, al igual que España, necesita más que nunca a Europa, y Europa no se puede permitir el lujo de dejar caer a Italia, de modo que junto a la firmeza a la hora de rechazar y perseguir cualquier tentación autocrática, cualquier tic neofascista o el menor indicio de dar oxígeno a la Rusia de Putin, sería deseable que todos los poderes implicados, incluida la prensa, huyeran de análisis simplistas, de descalificaciones inútiles (como, por cierto, en un nuevo ejemplo de la torpeza que caracteriza nuestra política exterior, se ha precipitado a hacer el ministro de Exteriores, José Manuel Albares), y se aplicaran a la urgente tarea de superar con trabajo, objetividad, transparencia, solidaridad y eficacia en la gestión los efectos nocivos que alimentan el populismo, el de derechas y el de izquierdas, y que nos han traído hasta aquí.
Italia, como España, atraviesa por una indisimulable situación de emergencia, pero no por correr el improbable riesgo de entrar en una nueva etapa de oscuridad acaudillada por la ultraderecha, sino porque sin el apoyo de la Unión Europea se encaminaría inexorablemente hacia la quiebra.
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