Hemos dejado pasar, sin dedicarle la atención debida, un hecho de la máxima relevancia política. Un hecho que debiera marcar a sangre y fuego el futuro de este Gobierno. La crisis del coronavirus lo silenció muy pronto, lo apartó de las portadas en poco más de veinticuatro horas, para suerte del causante. Comprensible, pero solo en parte. Porque sus efectos siguen ahí, y no se borrarán en mucho tiempo. Los sociales y probablemente los políticos. Al menos hasta que Pedro Sánchez tome la decisión que está obligado a tomar, salvo que el Covid-19 se haya llevado por delante sus reflejos de superviviente, algo no descartable a la vista de la inseguridad que transmite desde que estalló la pandemia.
Ha recordado alguna vez Felipe González cómo Alfonso Guerra gustaba autodefinirse, en los años gloriosos de las primeras mayorías absolutas del PSOE, como el “garante” de que el partido no se deslizaba por senderos alejados de la ortodoxia socialista. Quizá Pablo Iglesias pensó en algún momento que podía atribuirse un papel similar. Solo que no es Alfonso Guerra. Cuando el político sevillano perdió la batalla frente a los “barones”, sin duda estaba defendiendo el poder del aparato frente al empeño descentralizador de otros dirigentes, pero también a un partido que en todas partes decía lo mismo. No es este el caso.
Lo protagonizado por Podemos y Pablo Iglesias el 18 y 19 de marzo es de una extraordinaria gravedad, un pulso sin posible marcha atrás
Iglesias defiende justo lo contrario, lo que sería legítimo si exclusivamente hablara como líder de una formación política, pero es ni más ni menos que vicepresidente del Gobierno de España, detalle que convierte su cuestionamiento de la forma de Estado en una deslealtad de imposible justificación. Lo ocurrido entre la tarde-noche del miércoles 18 y la mañana del jueves 19 de marzo es de una extraordinaria gravedad. Un pulso sin posible marcha atrás. Una ruptura ahora aplazada, pero inevitable, entre dos concepciones del Estado aparentemente incompatibles, la que considera que la Monarquía sigue siendo un punto de encuentro y de equilibrio entre españoles y aquella otra dispuesta a desandar lo andado, a abrir de forma irresponsable una crisis institucional que solo beneficia a los más interesados en destruir nuestro actual sistema de convivencia.
Pero tan grave como lo anterior, es el funesto efecto colateral de la cacerolada promovida por Unidas Podemos y sus principales líderes contra la Corona. Cuando parecía existir un atisbo de unidad nacional, cuando Pedro Sánchez, a pesar de su torpeza, tenía todo a su favor para corregir el tiro y promover un movimiento de solidaridad transversal más allá de las ideologías, Iglesias se encargó de arruinarlo, de frustrar la que podría haber sido una oportunidad única para recuperar un cierto espíritu de olvidadas complicidades. No había otro momento; tenía que ser justo cuando más daño se podía hacer. Y es eso lo que nunca se le va a perdonar: haber llevado a los balcones, en estas terribles circunstancias, la pelea política, las dos Españas, la fractura que desde el 15-M ha venido alimentando mediante la sistemática denigración del proceso probablemente más fértil de nuestra historia, la Transición. Y todo por un cálculo partidista, por una desaforada necesidad de protagonismo.
Quien para hacerse un hueco en la agenda política agita controversias artificiales no puede ocupar ni una sola de las sillas del Gobierno
Como ha dejado escrito el que fuera director general de Crisis del Gobierno entre 1989 y 1996, Álvaro Frutos Rosado, en “La gestión de crisis en España" (Fundación Alternativas), “la fortaleza de una nación, la modernidad de un Estado, se encuentra en sus medios materiales para hacer frente a cualquier adversidad, pero sobre todo es la capacidad de concitar a sus ciudadanos a ser parte del sistema encargado de garantizar la vida, la libertad y el bienestar” (pág. 50). Justo lo que Pablo Iglesias contribuyó decisivamente a imposibilitar hurgando en la herida, llamando a la protesta contra el Rey y provocando la réplica airada de un amplio sector de la sociedad.
Controlada la pandemia, superada esta desoladora crisis sanitaria, la continuidad del actual Gobierno de coalición sería mucho más que una imprudencia. Y no debido a que un sector del mismo pueda o no cuestionar cuando le venga en gana el modelo de Estado, sino porque no hay otra manera de afrontar lo que se nos viene encima que no pase por la construcción de una nueva mayoría política a partir de un amplio respaldo parlamentario; desde la reasignación de prioridades, entre las cuales no debe estar en ningún caso, salvo para el independentismo y a lo que se ve Podemos, la de abrir en estas circunstancias un debate tan inoportuno y disgregador como es el del modelo de Estado.
En contra de lo que propugna Iglesias, es el momento de robustecer el poder del Estado. Es el momento de un gran acuerdo nacional
Quien no asuma que las urgencias ya no son las de hace dos meses, no debiera permanecer ni un minuto en el Gobierno. Quien para hacerse un hueco en la agenda política active controversias artificiales muy alejadas hoy del interés general, no puede ocupar ni una sola de las sillas que rodean la mesa del Consejo de Ministros. Ante una situación de emergencia que se extenderá más allá de la crisis sanitaria, lo que aparece como inaplazable es, consecuentemente, un gobierno de emergencia, de luces largas, distanciado de todo sectarismo, y con un apoyo reforzado en el Parlamento.
En contra de lo que propugna Iglesias, es el momento de robustecer el poder del Estado, no de atenuarlo. Es el momento de un gran acuerdo nacional para sacar adelante unos presupuestos cuya principal ambición debe ser la recuperación de la actividad económica, la solidaridad y la protección de los trabajadores. Es el momento de abordar, tal y como propone el profesor Jiménez Asensio, una transformación radical de un sector público al que esta crisis ha puesto en evidencia: “Reinventar el sector público será imprescindible, tras la ola de devastación que ya está destrozando sus frágiles cimientos”. Es el momento de objetivos compartidos, no de discusiones baldías o, peor aún, abiertamente destructivas.
Pablo Iglesias ha hecho mutis por el foro. Supongo que, a la vista de tanta impericia, ha llegado a la conclusión de que lo mejor es dejar que Sánchez siga haciendo periódicamente sobresalientes méritos para autocalcinarse. Pero esta vez puede que su legendaria brillantez táctica no le sirva de nada. Porque esto ya no va de eso. Va de supervivencia. Y es ahí donde Sánchez sigue siendo un contrastado maestro.
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