Día número setenta del estado de alarma. Son las doce de un sábado de mayo que parece julio. Afuera escucho bocinazos. Es una concentración de coches contra el gobierno. Dentro de casa repiquetea el grifo de la cocina. Gotea desde hace días, insistente, como un picotazo. Si no tengo cuidado, el agua rebosará el cazo que he apañado para recogerlo. Siento que fuera y dentro la amenaza es la misma: algo está a punto de derramarse.
Me fui a la cama muy tarde, en la página 170, así que retomo La piel en el folio siguiente. Regreso al nuevo libro de Sergio del Molino tras una noche intermitente. Soñé que rebrotaba en todo mi rostro el eccema que se cebó con mi párpado izquierdo hace unos meses, el mismo que reapareció a comienzos del confinamiento
No conocía la palabra eccema hasta entonces. Se trata de una erupción agresiva que produjo escozor en el párpado hasta enrojecerlo e hincharlo por completo, para abrir paso a escamas que se desprendían como hojuelas. Sentí que me caía a trozos. La primera vez que apareció fue en verano de 2019. Comenzó justo cuando más tenía que viajar y mostrarme ante los demás. La hija de la española me había llevado a decenas de ciudades y cuanto más viajaba, peor se ponía. Me sentía como un monstruo y la piel me escocía.
Esto lo he dicho antes, pero es la verdad y por eso necesito repetirlo. Sabemos de Sergio del Molino (Madrid, 1979) lo que él nos ha contado. Que la peor orfandad es aquella que sufren los padres; lo escribió en La hora violeta (2013). Que la memoria de las familias se vacía, de la misma forma en que los pueblos pierden habitantes. Es eso lo que busca Sergio del Molino en sus libros: testimoniar ciertas demoliciones; propias o ajenas. Y en esta novela, La piel, ha vuelto a hacerlo.
Del Molino no nos habla de la distancia de seguridad, sino de aquella que interponemos cuando nos sentimos enfermos y avergonzados. Por eso resuena
Sergio escribe en un registro personal que, aún alojado en sí mismo, diseña una voz de narrador que lo proyecta más allá de su biografía. Alguien que nos habla de una enfermedad de piel, la psoriasis, y a partir de ahí levanta un mapa de la epidermis como territorio de la memoria. La piel es el órgano más visible y sensible de un cuerpo que no reconocemos, que se vuelve en nuestra contra y que cuando enferma nos confina bajo mangas largas, en el caso de su personaje, y en el mío bajo unas gafas de sol con la que cubrí mi rostro durante meses.
Leo las palabras de Sergio herida por mis recuerdos y mi miedo de ese rebrote, pero también confinada en una distancia y una ocultación que nos ha sido impuesta por una epidemia de la que nada sabemos y que nos obliga a salir a la calle con el rostro cubierto. Que nos impide rozarnos. “El pasado, el presente y el futuro son ficciones de gente seca y vestida. Las distancias, también”, escribe Sergio. Entiéndame, lector: el autor no habla de la distancia de seguridad, sino de aquella que interponemos cuando nos sentimos enfermos y avergonzados. Se puede sentir uno confinado en un cuerpo.
Para un autor es difícil sobreponerse de un libro exitoso. Y La España vacía de Sergio, que hoy alcanza casi veinte reediciones, califica en ese perfil. En estas páginas, las de La piel, no sólo consigue ser otro, sino que lo hace acometiendo la proeza de seguir siendo el mismo: ese humor fino y ácido, la incorrección de la sinceridad y la capacidad de hablar de asuntos muy complejos a partir de algo simple. Sergio habla de nuestra relación con el cuerpo, de la enfermedad y el lento enloquecimiento que supone sobrellevarla. Todo comienza en la piel, pero la sensación taladra hasta llegar a los huesos. Este es un libro de su tiempo: olisquea la afección, la interpreta y la cartografía.
En estos setenta días de encierro me agota la necedad, me atemoriza la propia memoria que tengo de mis afecciones físicas y ciudadanas...
En estos setenta días de encierro me agota la necedad, me atemoriza la propia memoria que tengo de mis afecciones físicas y ciudadanas. Quizá por eso este libro me atenaza, me señala, me abraza y me conmueve. Habla de mí, pero también del engaño del primer beso o la edad media del cuerpo, una que yo parezco no haber superado aún, pero ese es otro tema. Por eso Sergio vuelve a Nabokov, porque, como en Risa en la oscuridad, los detalles importan.
He visto a muchos arrancarse la piel a jirones, autolesionarse o descerrajarse un tiro sin preguntar. He visto roturas y desgarros que permearon mi sensibilidad y permanecen en la memoria de mi piel como los traumas de las sociedades que los padecen. Cuando nada invita a hacerlo, me emociono. Repaso y exhumo los trozos de mi cuerpo y mis recuerdos, como si pasara revista al territorio de mí misma. En nada nos parecemos él y yo y, aún así, su libro me deletrea.
Ya es casi la una de la tarde y el sol lo baña todo. Continúo leyendo. El grifo aún gotea y afuera las bocinas retumban. Me ataca la misma sensación: algo está a punto de rebosar el vaso. En la calle donde vivo impera el ruido, pero a mi esqueleto lo recorre el viejo combate de estar vivo. A través de algo sencillo y en apariencia pedestre como la piel, la ternura y la compasión taladran hasta llegar a mis huesos. Eso es el libro de Sergio, una comezón, un temblor. Estamos vivos y podemos contarlo, aunque el suelo se sacuda bajo nuestros zapatos.
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