Andan muchos de ustedes discutiendo, no sin apasionamiento, por lo que podríamos llamar último ejemplo de postureo parlamentario (la Real Academia ha admitido semejante espanto de palabra; el Señor, que es justiciero, se lo hará pagar un día u otro) a propósito de la algazara montada en el Congreso por los peregrinos modos que han usado algunos diputados para acatar la Constitución.
Bueno. Estamos en plena campaña electoral, ¿qué esperaban, eh? Casado y su menguada hueste intentan no quedar, en su viaje hacia las profundidades, a demasiada distancia de la superficie; Mefistófeles Abascal y la suya tratan de hacer todo el ruido que puedan, que es lo que mejor se les da; los de Rivera pretenden más o menos lo mismo; los separatistas se esfuerzan, con su bien ensayada vis cómica, en poner cara de santitos, cuando en realidad se les da una higa todo lo que no sea su ensoñación patiótica, como lo llamaba Cortázar. Los de Iglesias siguen esperando el santo advenimiento, que es algo que une mucho, y los de Sánchez, que ya han empezado a recibir cornadas de aquellos a los que seguramente van a necesitar, continúan en la posición de Simeón el Estilita: subidos en la columna, brazos y ojos alzados hacia el cielo en posición sufriente (“perdónales, Señor, que no saben lo que hacen”) y tratando de mantener el equilibrio para no caerse. Lo dicho: estábamos en campaña y no hay que tomarse estas cosas demasiado en serio.
Alguna vez leí que a los profesionales de la sanidad se les entrena en la empatía. Pero hay excepciones. Y a mí suelen tocarme siempre las excepciones
Yo, por mi parte, de médicos. Alguna vez leí que a los profesionales de la sanidad se les entrena en la empatía. Sonríen, te tratan de tú, son amables y tratan de conseguir que te sientas mejor. El cabrón de House es pura ficción y eso está muy bien. Pero hay excepciones. Y a mí suelen tocarme siempre las excepciones, es una maldición que tengo desde los tiempos de Calígula. Entro en la consulta:
–Siéntese. Cómo se llama.
Se lo digo. Ella teclea.
–No aparece. ¿Es la primera vez que va al médico?
Trato de explicarle que el año pasado me convertí en uno de los mejores pacientes de la historia de la sanidad pública española, con cinco operaciones y otros daños colaterales, pero no lo consigo porque Ella me interrumpe constantemente.
–Pues aquí no consta. Tiene usted sobrepeso. ¿Fuma? ¿Bebe? ¿Es alérgico a algún medicamento? ¿Hace usted ejercicio? ¿Tiene usted hábitos sedentarios?
–¿A qué quiere que le conteste primero?
–¿Anda usted en bicicleta?
–¿Cómo dice?
–¿Usted nada?
–Nada.
–No le comprendo.
–Es igual, era un chiste fácil. Estoy tratando de caerle simpático.
Ella me mira con los ojos de un cernícalo que acaba de localizar un ratón desde las alturas. Doy por hecho que aquí es Ella quien hace los chistes.
–Le voy a tomar la tensión. No se ponga nervioso. Relájese. Siéntese mejor. No se ponga nervioso. Estire el brazo. No, más hacia la izquierda. Péguelo a la mesa. No se ponga nervioso. No hable. Respire con normalidad. Le estoy diciendo que no se ponga nervioso
–Señorita, le juro que no estoy nerv…
–¡Le acabo de decir que no hable!
Me toma la tensión. Seis veces.
-Está alta. ¿Desde cuándo tiene usted la tensión alta?
Como es natural, permanezco callado: la orden de no hablar no ha sido revocada. Ella lo interpreta como una admisión de culpabilidad.
–Hay que hacerle varios análisis, un electro. Le voy a poner una dieta. Mire aquí, está clarísimo, quizá lo entienda. A media mañana, se va usted a tomar 145 gramos de manzana. A mediodía puede tomar ensalada, pero no ponga más de 25 mililitros de aceite.
–Perdone, ¿cuánto pesa una manzana? Si no llega a 145 gramos, ¿cuántos mililitros de aceite puedo ponerle?
–¿Tiene usted báscula de precisión en su cocina?
–No lo permita Dios. ¿No podemos medir estas cosas en pizcas o en cucharaditas, como toda la vida?
–Veo que es usted un poco rebelde. Hay que ser mejor enfermo. Le voy a tomar la tensión.
–Pero si acaba de hacerlo.
–¿Me va usted a decir cómo tengo que hacer mi trabajo?
–Perdón.
Media hora más tarde salgo de la consulta estresado, acojonado, con la clara sensación de tener la culpa de todo y preguntándome (sin decirlo, claro) cómo rayos se mide un mililitro.
Me esfuerzo en imaginar que Ella también ha visto la sesión de apertura del Congreso, que está cabreada, como tanta gente, y que eso tiende a reducir en muchos mililitros la empatía que el paciente necesita cuando va al médico. Decido no tenérselo en cuenta (todos tenemos derecho a tener un mal día) y le deseo con toda sinceridad el mayor de los éxitos en su empeño en aparecer en el libro Guinness de los récords, sección tomas de tensión. Me ha recetado unas pastillas y voy a comprármelas, aunque algo inquieto: no quisiera que las píldoras pesasen demasiados mililitros. No vaya a ser que…
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