Opinión

Las empresas caen del cielo

Todos tenemos un amigo o un familiar que sostiene la febril creencia de que las empresas —las privadas, especialmente, pues a ellas orienta siempre su aversión— caen del cielo. Las

Todos tenemos un amigo o un familiar que sostiene la febril creencia de que las empresas —las privadas, especialmente, pues a ellas orienta siempre su aversión— caen del cielo. Las empresas privadas caen del cielo, sostiene nuestro amigo o familiar, ese entrañable pistacho cerrado, como las alegres y tintineantes gotas de lluvia de una mañana de abril. Para nuestro amigo o familiar, adorable nuez podrida, nadie existe más allá de los cimientos de una empresa, tras el rótulo reluciente en la fachada, nadie pasa las noches en vela cuadrando números en la penumbra de una oficina, nadie se devana los sesos las tardes de domingo. La empresa privada cae del cielo azul o brota en el campo, entre felices tomateras. Para nuestro amigo o familiar, oveja nesciente de oscuro pelaje, la empresa privada es un ente abstracto y paranormal que da cabida, por decreto universal, por hermética imposición ancestral, a cualquier persona en edad de trabajar, y cuyas flexibles y amistosas exigencias laborales deben procurar, ante todo y con celoso mimo, el bienestar y la sonrisa del empleado.

Acosados por los problemas

También tenemos todos, en mayor o menor proporción, en la cara siniestra de la luna, un familiar o un amigo incapaz de concentrarse en la más ligera charla, frente al café, porque se siente acosado permanentemente por los problemas, porque el quebradero de cabeza que suscita gestionar y mantener a flote su negocio lo abstrae de cualquier encuentro cordial y le ennegrece la expresión del rostro. Nos conmueve, en la mayoría de los casos, la soledad y el desamparo en que batallan esas brillantes personas con iniciativa, esas almas valientes e insustituibles que apuestan su ilusión y su capital, esos emprendedores que sacrifican el descanso y la calma de las noches voluntariamente y, en ocasiones, su futuro.

Pero poco importa el desasosiego de estos audaces motores de la economía a determinadas cúpulas gubernamentales. A algunas singulares cúpulas. A las que comparten las teorías fabulosas de nuestro preciado amigo el pistacho enfurruñado, la ociosa oveja desgreñada que tanto detesta el esfuerzo y que con entusiasmado ánimo se abraza a cualquier ideología que le resulte simpática. Verbigracia, la del "lo mío pa mí". Poco importa el sufrimiento y el calvario de esos hombres y mujeres, pilares y estandartes de la saneada economía de un país, a ciertas cúpulas gubernamentales que no hallan el tiempo ni la dignidad de reunirse con ellos para consultar la adecuada estrategia a seguir. Poco importa y poco les araña el sueño.

Las empresas caen del cielo, afirma el necio, convencido en su ciega terquedad de que mañana florecerán, como por arte de magia, como sangrientas amapolas, más puestos de trabajo.

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