China creció un 5,2% en 2023. Tras ese buen dato coyuntural se ocultan muchas sombras estructurales y toda una encrucijada económica.
En primer lugar, hay sombras sobre las propias cifras. Aunque nadie pone en duda que la economía creciera en 2023, impulsada por el consumo tras el fin de la política de Covid-cero, la inversión sigue mostrándose muy débil. La caída de los precios de un 0.3 no ayuda. El sector inmobiliario, tocado tras la crisis de Evergrande, sigue hundiéndose, con caídas continuadas de los precios de la vivienda nueva, de las ventas de inmuebles y de nuevas construcciones. Muchas entidades locales y una parte del sistema financiero han sido arrastrados en esa caída, aunque el gobierno central se resiste a un rescate para no fomentar la irresponsabilidad (una decisión que le puede costar cara). Algunos analistas apuntan a que el crecimiento real podría estar bastante por debajo de ese 5.2% anunciado.
En este contexto de pobres expectativas (espoleadas por la tensión geopolítica y el enfrentamiento con Estados Unidos), la inversión no puede remontar. El desempleo sigue creciendo (un 5,1% en diciembre, una décima más que en noviembre), aunque al menos el instituto estadístico chino ha retomado la publicación de datos de desempleo juvenil –después de cinco meses de sospechoso silencio–, situándolo en el 14,9%, lejos del máximo histórico del 21,3% de junio de 2023.
La rápida reversión de la política del hijo único se traduce ahora por políticas de fomento de la natalidad, pero los europeos sabemos que eso no es algo sencillo de cambiar
En cualquier caso, China es hoy un gigante con un PIB de 18 billones de dólares, pero con pies de barro. Su crecimiento futuro depende de factores cuya evolución no es buena ni fácil de controlar por las autoridades. En primer lugar, la productividad, que se mantiene baja: si entre 1990 y 2007 creció a un ritmo medio anual del 4,5%, desde 2007 se ha estancado en alrededor del 1%. Gran parte de los aumentos de la productividad se derivan del traslado de la población rural a las ciudades (con una productividad mayor), pero resulta difícil que esta tendencia se prolongue más allá de unos años. Por otro lado, China ha progresado mucho tecnológicamente, pero no es capaz de atraer talento de fuera y su innovación se ve también limitada por las restricciones estadounidenses a la exportación de tecnología.
En paralelo, China se enfrenta al proceso de envejecimiento más rápido que haya experimentado ningún país en la historia: si en 2010 los mayores de 65 años eran el 7,5% de la población, en 2040 se estima que llegarán al 25%. De hecho, se cree que entre 2010 y 2022 la fuerza de trabajo se podría haber reducido en 16,5 millones de personas, y que en 2023 (por primera vez desde la gran hambruna de 1961) se habría producido una caída en la población total. La rápida reversión de la política del hijo único (el límite pasó a dos hijos en 2015, a tres en 2021 y luego ese mismo año se suprimió cualquier límite) se traduce ahora por políticas de fomento de la natalidad, pero los europeos sabemos que eso no es algo sencillo de cambiar. Los países desarrollados tienden a tener una menor fecundidad, y esa etapa le ha llegado ya a China: desde 2015 la tasa de fecundidad china no solo no se ha incrementado, sino que ha continuado reduciéndose hasta el 1,2.
Si la población y la productividad se estancan, un país no puede seguir creciendo mucho tiempo. Ninguno.
Ahora bien, la falta de crecimiento de China dista de ser una buena noticia para el mundo. Por un lado, porque China compra cada año al resto del mundo más de 3 billones de dólares en bienes y servicios, y de esta demanda dependen muchas empresas en Europa y en Estados Unidos. Y, por otro lado, porque el exceso de capacidad en China siempre termina siendo un serio problema para Occidente, ya que lo que no se consume dentro se termina exportando, inundando los mercados y hundiendo los precios. El caso del coche eléctrico es un buen ejemplo: China se ha convertido en poco tiempo en el mayor productor de vehículos eléctricos del mundo, con un 54% del total y una cuota aún mayor en el sector de baterías (que suponen en media un 40% del coste de un vehículo eléctrico). La escasa utilización de la capacidad (apenas un 35%) no se ha traducido en cierres de empresas, sino en un fuerte crecimiento de las exportaciones chinas a un precio más de un 20% inferior al de los países europeos. Se repite así la historia del acero, el aluminio y los paneles solares: la sobrecapacidad industrial china termina amenazando la supervivencia de la industria europea.
Nadie en el sector quiere una guerra comercial con China cuando nuestra dependencia en componentes y en baterías es tan elevada y cuando China es también un importante destino de nuestras exportaciones
La tentación proteccionista es grande. De hecho, en octubre de 2023 la Comisión Europea inició una investigación sobre las subvenciones chinas a los vehículos eléctricos que podría traducirse en un incremento a los aranceles por encima del ordinario del 10%. El hecho de que esta investigación haya sido iniciada por la propia Comisión, y no a demanda de la industria europea, es un buen indicador del doble filo del proteccionismo: nadie en el sector quiere una guerra comercial con China cuando nuestra dependencia en componentes y en baterías es tan elevada y cuando China es también un importante destino de nuestras exportaciones. Para completar el panorama, esta misma semana la Comisión anunció otra investigación adicional contra China sobre subsidios en turbinas eólicas.
En un contexto político tan inestable como el actual, la UE debería ser muy cautelosa. Desde luego, debe ayudar a su industria, pero es más momento de negociaciones comerciales discretas que de grandes soflamas proteccionistas que podrían llevar a una cadena de peligrosas represalias. Si Estados Unidos está cómodo con el enfrentamiento directo y una economía china debilitada, es su opción. Pero la UE debe jerarquizar bien sus riesgos, y hay algo peor que una economía China fuerte: una economía China acorralada y con poco que perder.
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