Opinión

El enemigo a las puertas y la mentira cómoda

Los creadores de enemigos vencen en la política, y finalmente en lo político. La demonización del adversario como categoría principal ha vuelto a primera línea.

El primer paso de las izquierdas desde el siglo XIX es señalar a los enemigos. Sin un adversario al que liquidar, el llamamiento a la lucha, el compromiso, el sacrificio, la autocrítica, el centralismo democrático, la violencia, las acciones colectivas y su organización siempre defensiva no tendrían sentido. Por eso, su definición de “progreso” está condicionada a la eliminación de clases sociales, instituciones, costumbres, iglesias y tantas cosas como obstaculicen la imposición de su “paraíso”.

El enemigo creado

Carl Schmitt lo vio al señalar que sin la presencia de un grupo que considere “enemigo” al resto, no existe lo político; es decir, que la lucha por el poder, por la hegemonía política, por el control de los fundamentos de la convivencia, depende de señalar la marginación o eliminación del otro. Esa idea sacada de la Europa de entreguerras es perfecta para el día de hoy, cuyos problemas son similares –no iguales- a los que cruzaron las tres primeras décadas del siglo XX.

Las izquierdas llevan mucha ventaja en esto. Incluso crearon una forma más sólida, consistente en fusionar socialismo y nacionalismo, dos identidades hasta entonces enfrentadas unidas en un solo partido, movimiento, gobierno y Estado. Eso fueron el fascismo italiano, el falangismo español, el nacionalsocialismo alemán, el comunismo estalinista, o el castrismo y el chavismo.

El choque entre fascismo y comunismo en el siglo XX no fue una lucha entre ideologías, sino un combate incruento por el Poder entre hermanos políticos

El choque entre fascismo y comunismo en el siglo XX no fue una lucha entre ideologías, sino un combate incruento por el Poder entre hermanos políticos en una misma sociedad. De hecho, cuando el enfrentamiento no era directo, la simpatía era mutua. Lenin envió a Mussolini un telegrama de felicitación tras el éxito de la Marcha sobre Roma. Hitler confesó que seguía las enseñanzas de Lenin, y Stalin pactó con el líder nacionasocialista. Por cierto, esto último convirtió a personajes endiosados como La Pasionaria o Alberti en defensores de Hitler entre 1939 y 1941 como buenos agentes estalinistas que eran.

Los creadores de enemigos vencen en la política, y finalmente en lo político. La demonización del adversario como categoría principal ha vuelto a primera línea. El ataque furibundo que la prensa norteamericana e internacional está llevando contra Trump constantemente y por cualquier razón no se acompaña de una alternativa; solo es ruido para crear al enemigo. Algo parecido ocurre aquí con la obsesión en los medios de comunicación izquierdistas por el dictador Franco, muerto hace 42 años, y que roza ya el esperpento.

La mentira cómoda

Chaves Nogales marchó a París con su fotógrafo, un tal George, “republicano de bien”, en el otoño de 1931. Su misión era entrevistar a los rusos exiliados. La tiranía bolchevique llevaba trece años sangrando el país; de hecho, decía el periodista, el “terror rojo” de las checas se llevaba al día la vida de centenares de personas. Entrevistó a los grandes hombres de la Rusia expatriada, como Kerenski y Miliukov, y a aristócratas, oficiales y gente corriente, quedando un cuadro preciso que encuadernó con el título de “Lo que ha quedado del imperio de los zares”.

Lo impresionante de ese libro es la descripción de la mentalidad de aquellos hombres. Eran personas que habían conseguido escapar de la construcción del “paraíso” y que sobrevivían a duras penas. Los que tenían profesiones liberales habían sabido colocarse, pero los aristócratas, “que nada sabían hacer”, se dedicaban a trabajos manuales simples.

Todos coincidían en creer en una mentira cómoda: la represión comunista se haría tan insoportable que la gente se levantaría contra la tiranía

Políticamente estaban divididos en cuatro grupos, pero todos coincidían en creer en una mentira cómoda: la represión comunista se haría tan insoportable que la gente se levantaría contra la tiranía. Sí, decían, algo pasará. Mientras tanto, aquellos rusos que arrastraban la tristeza del destierro y la derrota alegaban que no debía presentarse batalla, ni tenían que intervenir las potencias occidentales, o revivir al Ejército Blanco. Había que esperar. No pasó nada, como es sabido, salvo que el régimen del terror que instauró Lenin aumentó con el tiempo hasta convertir en verdad la distopía orwelliana.

La multitud indiferente

Esa es la clave de lo que vivimos hoy. Junto a los grupos políticos, con enlace mediático, que diseñan enemigos que justifican un discurso vacío para llegar al poder, que se retroalimentan en un combate entre oligarquías, existe una gran masa indiferente. George Rudé hablaba del papel que en la Historia habían tenido las multitudes, como si fueran sujetos colectivos dormidos que despiertan ante una injusticia. Esto no vale hoy: el partido que ambiciona el poder crea el discurso, define “lo malo” y “lo bueno”, y señala al enemigo contra el que la tropa civil debe levantarse.

Esa actitud es la que permite la arbitrariedad de los gobiernos, las amenazas del golpe de Estado, la actitud violenta de grupúsculos que toman las calles, atacan hoteles o restaurantes de turistas

Bajo el ruido que necesitan esas oligarquías para justificar y legitimar su posición y organización, está la gente, indiferente o cansada, que a veces es consciente del peligro que corre su vida privada o la convivencia pacífica, pero prefiere acogerse a una mentira cómoda. “Algo pasará que lo solucionará”.

Esa actitud es la que permite la arbitrariedad de los gobiernos, las amenazas del golpe de Estado, la actitud violenta de grupúsculos que toman las calles, atacan hoteles o restaurantes de turistas, homenajean a etarras, o linchan simbólicamente al presidente del gobierno. El ruido se convierte en una constante, mostrando que el enemigo está a las puertas, asediando la libertad, pero tristemente volverá a triunfar la mentira cómoda.

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