En este momento en que las centrales nucleares vuelven a estar en primera plana de actualidad como consecuencia de su posible cierre, conviene echar la vista atrás y ver lo que ha significado esta tecnología para España y para nuestro desarrollo energético, económico e incluso político.
Un poco de historia
El despegue de la energía atómica lo podemos situar en la Segunda Guerra Mundial y, por desgracia, con los fines que todos conocemos. Sin embargo, al igual que ocurrió con otros desarrollos tecnológicos bélicos, como los motores a reacción de los aviones, la energía nuclear tuvo una evolución civil para mejorar la vida de las personas. Los usos más comunes los tenemos en la medicina, con los radiodiagnósticos y las radioterapias, así como en la producción de energía eléctrica.
España se interesó muy pronto por la energía nuclear. A finales de los años 40, algunos científicos y militares españoles comenzaron a estudiar esta tecnología que, en aquella época, era muy novedosa, lo último de lo último y solo al alcance de los países más punteros del mundo. En 1948 se crea por decreto reservado la Junta de Investigaciones Atómicas (JIA), cuya misión es la formación de los primeros científicos y la realización de exploraciones en nuestro territorio en busca de uranio. En 1951 se promulga una ley que elimina el carácter secreto y convierte la JIA en la Junta de Energía Nuclear (JEN).
En 1953 el presidente de los Estados Unidos (EE. UU.) Dwight D. Eisenhower, responsable del desembarco de Normandía, pronunció ante la Asamblea General de la ONU, el discurso titulado “Átomos para la paz”. Probablemente, este fue el acto formal por el que el principal ganador de la Segunda Guerra Mundial marcaba la hoja de ruta de esta nueva tecnología en el ámbito civil. En ese mismo año, se firman los pactos de Madrid, entre EE. UU. y una España todavía sumida en la autarquía y el aislamiento internacional.
El año 1959 nuestro país culmina su apertura internacional e inicia un proceso de liberalización económica que le permitirá incorporarse en breve al selecto grupo de los países desarrollados. Pero ¿con qué energía?
A finales de ese mismo año, el mismo presidente americano que seis años antes había santificado el uso civil de la energía atómica, visita España. Debajo del brazo trae un plan de cooperación económica y tecnológica, cuyo principal vector era la tan deseada energía nuclear, que permitiría materializar lo que se llegó a denominar “el milagro económico español”.
Sin embargo, el plan tenía condiciones. Por una parte, España que no firmaría el Tratado de No-Proliferación de Armas Nucleares hasta 1987, renunciaba a cualquier investigación y desarrollo relativo a la bomba atómica. Por otro, la dictadura franquista tendría que evolucionar hacia un aperturismo que permitiese la formación de una clase media, propia de países industrializados, y una transición a la democracia. Por supuesto, España con su posición geoestratégica en la puerta del Mediterráneo, se convertía en aliado militar de EE. UU.
En 1960, en el mundo solo había doce reactores nucleares funcionando en seis países (EE. UU. Unión Soviética, Alemania, Reino Unido, Francia y Bélgica). Ese mismo año se inaugura la fábrica de uranio de Andújar para tratar el mineral extraído de la sierra de Córdoba, con el objeto de alimentar nuestra primera central nuclear. La central José Cabrera, situada en Almonacid de Zorita (Guadalajara) y propiedad de Unión Eléctrica Madrileña (hoy Naturgy), comienza en 1968 a verter electricidad a la red. España entra así, en el exclusivo club de los países nuclearizados.
El plan nuclear español
A partir de ahí se diseña un ambicioso plan para la construcción de hasta 37 reactores nucleares por todo el territorio español. El rápido crecimiento de la economía española a partir de los años 60 y el enorme consumo de electricidad que llevó aparejado, fueron los principales impulsores de este desmesurado plan. Además, vinculado al parque de generación nuclear, se diseñó un sistema hidroeléctrico reversible que permitía almacenar la energía sobrante en los momentos de menor consumo, evitando su desperdicio.
Para aquellos que creen que el almacenamiento es algo nuevo de nuestro siglo, he aquí la prueba de que es más antiguo de lo que podíamos pensar. En cualquier caso, era el sistema perfecto: la hibridación (otro concepto aparentemente novedoso) entre nuclear e hidroeléctrica. Electricidad abundante, barata, no contaminante y sin dependencias exteriores, gracias a nuestras reservas de uranio.
La decisión de cerrar nuestras centrales nucleares tiene más consecuencias de las que podemos imaginar. No solo se va a perder una generación eléctrica limpia y de precio asequible, también toda una industria nacional con muchos empleos de altísimo valor añadido
Una serie de acontecimientos hacen tambalear este idílico panorama a lo largo de los años 70 y principios de los 80. EE. UU. entra en una etapa turbulenta que comienza en 1971, cuando el presidente Nixon rompe los acuerdos de Bretton Woods. El dólar comienza a cotizar libremente, reapareciendo así el riesgo cambiario en los mercados financieros. Posteriormente, las dos crisis del petróleo (1973 y 1979), provocaron fuertes tensiones económicas en todo el mundo que desembocaron en grandes déficits y devaluaciones monetarias.
Entrada la década de los 80, EE. UU. acumula un fuerte desequilibrio presupuestario y un paro creciente. El recién estrenado gobierno de Ronald Reagan aborda un estricto plan de choque. Una de las medidas adoptadas es que el Eximbank (agencia estatal de crédito a la exportación), deja fuera de sus programas de financiación a las centrales nucleares, lo que impacta de lleno en el plan nuclear español, cuya tecnología es principalmente americana
En el ámbito nacional, nuestro país inicia su transición política de la dictadura a la democracia lo que, unido a las fuertes tensiones económicas internacionales, lleva a una fuerte devaluación de la peseta frente al dólar. Las empresas eléctricas españolas, con gran parte de su deuda en dólares, son incapaces de devolver sus préstamos con una peseta tan debilitada. Ante dicha situación, el Plan Energético nacional de 1983 decreta “la parada nuclear”. Así, de los 37 reactores nucleares proyectados, solo llegaron a construirse 14, cuatro de los cuales nunca llegaron a funcionar.
¿Qué queda de todo aquello?
Queda mucho, a pesar de que pasa bastante desapercibido. Quedan, actualmente, siete reactores nucleares con más de 7.000 megavatios (MW). Su funcionamiento casi continuo (factor de carga del 90%, aproximadamente) hace que, siendo solo el 5,7% de la potencia instalada total, supongan el 20% de la producción total anual de electricidad.
Aquel plan, aunque desmesurado, fue un ejemplo de transferencia tecnológica poco habitual. El conocimiento, la tecnología y los empleos de calidad y alto nivel formativo que nos ha traído la energía atómica han sido y siguen siendo espectaculares. Las centrales se construyeron, en gran parte, por empresas españolas y están operadas por operadores formados en nuestro país.
Alrededor de aquellos proyectos se han creado numerosas empresas, con muchos empleos de alto valor añadido, que se dedican al mantenimiento de las infraestructuras; a la fabricación y transporte de elementos de combustible nuclear, a la fabricación de intercambiadores de calor, al diseño y construcción de robots de soldadura capaces de operar en reactores en funcionamiento; a la gestión de los residuos atómicos, para que no supongan un peligro para nadie, etc.
He tenido la oportunidad de visitar la mayoría de las instalaciones que he mencionado y es realmente asombroso ver su magnífico funcionamiento.
La decisión de cerrar nuestras centrales nucleares tiene muchas consecuencias, muchas más de las que, a primera vista, podemos imaginar. No solo se va a perder una generación eléctrica limpia y de precio asequible; sino que, además, se va a perder toda una industria nacional con muchos empleos de altísimo valor añadido.
Francisco Ruiz Jiménez ha sido consejero y miembro del comité de dirección del grupo REDEIA
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