Opinión

Entre el éxtasis y el fango

Si nos tomáramos con mayor rigor nuestro trabajo como columnistas o tertulianos de cátedra, ayudaría mucho a la hora de valorarnos los fieles seguidores. Encontraríamos entonces ángulos iluminadores de la realidad pedestre. Por ejemplo, de habe

  • El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez en el Congreso. -

Si nos tomáramos con mayor rigor nuestro trabajo como columnistas o tertulianos de cátedra, ayudaría mucho a la hora de valorarnos los fieles seguidores. Encontraríamos entonces ángulos iluminadores de la realidad pedestre. Por ejemplo, de haberse leído una parte de la plúmbea intervención de Xi Jinping -una hora y media holgada- encontraríamos una perla. Ante los 2.600 delegados hechos a todo, que llegaron al XX Congreso del Partido Comunista chino, su líder dejó una frase para el bronce: ”China está en el lado bueno de la historia”. El mismo día de octubre, aunque con los cambios horarios, nuestro presidente Sánchez, reforzado por Felipe González y la inefable sonrisa de Zapatero en el papel de teloneros, enunció que el PSOE “siempre estuvo en el lado bueno de la historia”.

Una feliz coincidencia, dirán los sañudos. Una casualidad producto del entusiasmo, afirmarán los cómplices. No creo. Sencillamente una concepción de sí mismos y del mundo que dominan, porque la historia son ellos, o eso creen. La comparación del régimen chino y el español está fuera de lugar. Una dictadura implacable no se puede medir con el mismo barómetro que una democracia, por muy agujereada que esté. Sería estúpida demagogia incluso comparar la tiranía de Xi Jinping y su partido con los ejercicios de supervivencia del presidente del gobierno y los suyos. Pero sí queda ahí un fleco que obliga a la reflexión: qué es eso del “lado correcto de la historia”. El intocable líder chino se quedó más corto que nuestro Sánchez. Mientras él se refiere al presente, Sánchez abarca un período más que centenario.

Bastó la invasión de Ucrania para confirmar que también el mundo postsoviético se mueve con alientos que recuerdan las tiranías de antaño, la de los zares y la del estalinismo y sus secuelas, siempre con el patriotismo como subterfugio.

Vulgarmente diremos que no tienen abuela, aunque haya sobrevivido a las hazañas de sus nietos. Los crímenes de Mao, desde el Gran Salto Adelante hasta la Revolución Cultural, obligan a una parodia de humildad respecto al pasado. Pero ¿y la actualidad? Que la clase dirigente china esté haciendo lo correcto para mantenerse en el poder absoluto, e incluso ampliarlo, no se puede traducir como el “lado bueno de la historia”, si no las maniobras para consolidarse en ese sistema tan complejo como el de partido único comunista, patrocinador de un capitalismo en su grado más arrogante, algo inédito en la historia. Sorprendente mixtura en un país con la población mayor del planeta a la que además de proveerla de alimento hay que incentivarla con una doctrina de orgullo patriótico; la mayor vitamina para el expansionismo y la guerra. Si la Rusia de la guerra fría, e incluso la de Putin, nunca dejó de ser un enigma en el que cabían todas las hipótesis, que herraban casi siempre, bastó la invasión de Ucrania para confirmar que también el mundo postsoviético se mueve con alientos que recuerdan las tiranías de antaño, la de los zares y la del estalinismo y sus secuelas, siempre con el patriotismo como subterfugio.

Pero a qué podemos llamar el lado bueno y correcto de nuestra historia. Aparquemos la sinuosa historia del PSOE para acercarnos a hoy. Se necesita una jeta de hormigón armado para que un líder se exhiba como patrimonio inmaterial de la humanidad. Sería más comprensible en un chino, con su historia milenaria y sus millones de habitantes que se conocen entre sí como el País del Centro. Entiéndase, el Centro del Mundo.

La ciudadanía española está tan suspensa que no acaba de entender de qué va la cosa, y es que probablemente nadie lo sepa, ni el propio Máximo Protagonista. Aún no acabamos de comprender esa charada de las supremas instituciones judiciales; un territorio comanche con indios y jefes ataviados de puñetas y vestidos de negro como sus conciencias, pero similares a un Congreso de los Diputados achicado por las manos torpes de los jíbaros. Admito que cuanto más leo sobre el CGPJ y el Supremo cada vez entiendo menos. Y no voy más lejos por respeto a la Justicia, a la que tan poco quiero y tanto me inquieta. Ese ejercicio de prestidigitación a cuatro manos no lo he visto ni en los circos, donde un mago se bastaba solo.

La frenética pasión por legislarlo todo, desde la memoria a la sexualidad, pasando por los animales empoderados y la naturaleza sintiente, lo promueven especialmente los que denuncian los acosos judiciales, el lawfare, la ley como ariete político contra el adversario. Una paradoja que tiene a los partidos en vilo y a la ciudadanía alucinada. Como no bastaba, llega la ley Trans, que ha logrado dividir hasta lo que parecía más berroqueño, el interés grupal o de partido. Poco puedo escribir sobre la autodeterminación de sexo. No tengo ni idea, lo reconozco. Digo más, nunca se me hubiera ocurrido pensar que podía autodeterminarme a voluntad, ni siquiera cambiando el carnet de identidad. Mi derecho a decidir se limita al campo de lo personal, porque de otra manera se entendería como ejercer de profeta: me determino yo y fuerzo a quienes me rodean a aceptarlo por ley. En el sexo que me ha tocado, puedo pedir que me lo cambien, pero no deja de ser una exigencia “contra natura”, que dirían los escolásticos, y quizá sea un derecho de nueva planta que cabría estudiar con cierto rigor. Imagino a la madre o al padre abordando que su hijo quinceañero quiere cambiar de sexo ateniéndose a la legislación vigente. Antes que por un juez habría de pasar por un psicólogo especializado.

Llevemos pues el asunto hasta el final de la distopía. Si el acto sexual no ha resultado satisfactorio, ¿la mujer o el hombre podrían pedir daños y perjuicios?

Todo es muy personal y nada pretencioso, pero me cabe la pregunta de cómo ha de abordar una sociedad con un grado de precariedad abrumador y un horizonte oscuro, las autodeterminaciones íntimas. Hacer el amor, incluso echar un polvo, conviene no afrontarlo, digo bien, no afrontarlo, sin la ratificación notarial que confirme que el sí es auténtico y no un engaño de los sentidos. Llevemos pues el asunto hasta el final de la distopía. Si el acto sexual no ha resultado satisfactorio, ¿la mujer o el hombre podrían pedir daños y perjuicios?

Que la extrema izquierda funcionarial se haya metido en estos berenjenales tan poco socializadores, resulta como una incitación para que la extrema derecha se convierta en alternativa. Entiendo que los promotores de estos imaginativos recursos no pueden o no saben llegar más lejos. Quizá tenga su peso el que formen parte de una generación obsesionada por la subvención, para la que cualquier charco de fango les hace soñar con un éxtasis histórico. Ser los primeros que llegaron tan lejos. Los fascistas de antaño decían lo mismo.

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