Opinión

Entre la tragedia y la farsa

Ya no sabemos si es cierto aquello que escribía Karl Marx en El 18 brumario de Luis Bonaparte. El libro, publicado en 1852, explica cómo el golpe de Estado que dio Bonaparte tenía su origen en la lucha de clases y las condicione

Ya no sabemos si es cierto aquello que escribía Karl Marx en El 18 brumario de Luis Bonaparte. El libro, publicado en 1852, explica cómo el golpe de Estado que dio Bonaparte tenía su origen en la lucha de clases y las condiciones sociales. Sobre esta idea, que en realidad era de Hegel, nace el libro que comienza asegurando que la Historia ocurre dos veces, la primera vez como una gran tragedia, y la segunda como una miserable farsa. Uno mira a su país y las cosas que aquí suceden y tiene la impresión de que, ciertamente, nuestra Historia se repite, se repite mucho, pero en modo alguno se aleja de la tragedia cuando así pasa. Es como si la farsa, entendida como si de un sainete se tratara, fuera un lujo que los españoles no nos podemos permitir. Sobre esto hay libros de historiadores, filósofos y sociólogos que aseguran que los españoles nacemos estigmatizados e imposibilitados para el acuerdo y el sosiego. Una chorrada, salvo que confundamos la parte con el todo, y a los que gobiernan y redactan leyes inverosímiles con todo un pueblo en millones de ciudadanos están a la cuarta pregunta.  

Admitamos, sí, que la farsa nos acompaña con verdadera devoción desde hace siglos, al menos desde el arranque del XIX, una de las centurias peor estudiadas por los españoles. Y lo digo, porque solo aquello que se conoce da pistas de que es reiteración e insistencia en el gran libro de la Historia. Siempre que aparece ante mí la reflexión de Marx, muy socorrida para los articulistas de este tiempo, qué se le va a hacer, recuerdo los versos de Gil de Biedma: Media España ocupaba España entera con la vulgaridad/ con el desprecio total de que es capaz/ frente al vencido un intratable pueblo de cabreros. Me dirá algún lector que esos versos están escritos cuando Franco, y tiene razón. Sucede que a mí esas palabras del poeta barcelonés me siguen pareciendo escritas para hoy. Que no han envejecido, vaya. Desde luego, hay días, bastantes, que en España apesta a cabrero.  

He dedicado estos días santos y feriados a la lectura de un libro que recomiendo a mis amigos en la seguridad de que no podrán dejar de leerlo si lo que les interesa es la verdad de la Historia de España, y en concreto la de los cinco meses previos a la Guerra Civil. Fuego cruzado. La primavera de 1936 (Galaxia Gutenberg) lo han escrito los historiadores Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío, y es sin ningún género de duda una obra nueva por sus audaces y trabajados hallazgos sobre la contienda, así como en su manera de relatar los sucesos cuyas consecuencias siguen entre nosotros. Hacía mucho que no disfrutaba tanto con una lectura tan amena, precisa y documentada. Es un disfrute algo extraño y masoquista, porque no hay capítulo que, al terminarlo, no te deje colocado entre la rabia y la melancolía.  Conozco pocas obras sobre ese periodo que hagan buena la máxima que no deben olvidar periodistas e historiadores: primero el dato y luego el relato.

Sobre el principio de que no conviene confundir la memoria con la Historia, Álvarez Tardío y Del Rey han aplicado a fondo a los cinco meses previos al 18 de julio, -la primavera de 1936-, el filtro de una investigación empírica paciente y rigurosa. Y, por si algún lector se lo está preguntando, ya le adelanto que, como advierten sus autores, no hay en el libro "ni un solo renglón legitimando el intervencionismo militar que destruyó la democracia republicana ni la dictadura que emergió tras la guerra (…) ni se explica el enfrentamiento en virtud de la conflictividad y la violencia anteriores". Digamos entonces que se trata de una obra madura y seria en la que predomina lo factual de forma casi exclusiva. Y como sucede en las democracias avanzadas, pero no en España, los hechos, como los datos, están muy por encima de las opiniones. Aquel que se encuentre cómodo confundiendo el relato familiar y la memoria con la Historia, que no lea Fuego cruzado porque no soportará haber vivido tanto tiempo en la mistificación de los hechos repetidos y no probados. Ya se sabe que el que busca con afán la verdad corre el riesgo de encontrarla. Y cuando esto sucede, cuesta digerirla, y más aún estimarla.  

Tipos juzgados y encarcelados por gravísimos delitos consiguieron la libertad y fueron repuestos en sus trabajos sin importar que el tribunal que los juzgó tuviera todas las garantías disponibles en la joven República española ¿Les suena?

Decía que la Historia entre nosotros se repite como tragedia y... como tragedia. Es lo que siente el lector cuando, por ejemplo, lee los argumentos del gobierno de Azaña para justificar la amnistía de 1936 que sacó de las cárceles a los violentos protagonistas de la revolución de octubre, y ya en aluvión, a cientos de presos comunes. Tipos juzgados y encarcelados por gravísimos delitos consiguieron la libertad y fueron repuestos en sus trabajos sin importar que el tribunal que los juzgó tuviera todas las garantías disponibles en la joven República española ¿Les suena?

La amnistía condenó de facto al Estado, y cubrió de sospechas a la clase jurídica que, con las leyes de la propia república, había administrado justicia. ¿Les sigue sonando? Entonces, si aquellos amnistiados "eran represaliados y fueron condenados por el octubre de 1934, eso equivalía a decir que la Policía y los militares que habían participado en la derrota de aquella insurrección eran culpables de haber violado la libertad sindical y política (…) los cuerpos policiales del Estado eran responsable de esa represión". ¿A qué les sigue sonando el relato?

De tragedia en tragedia, ese es el sentimiento que llega al asombrado lector cuando lee parte del preámbulo del decreto de aquella ley de amnistía, redactada meses antes del golpe militar y donde el Gobierno de Azaña, muy presionado por el PSOE, sostenía que sus motivaciones se basaban en "la concordia y la solidaridad nacional mediante una política de pacificación, intentando normalizar y dar confianza". Ya no les pregunto si la prosa les sigue sonando, para qué. Inquieta mucho saber hoy para qué sirvió aquella ley de amnistía, que rebajó a ínfimos niveles aquello que decía y anunciaba a los incrédulos: mejorará la concordia, la confianza y traerá la normalidad.

Tras la primavera de 1936 vino un periodo oscuro que hoy el presidente Sánchez recuerda a su entender. Cada vez que a sus intereses electorales conviene, Franco y toda aquella ferralla golpista resucitan por arte de magia. ¡Ay, si Sánchez tuviera el valor de leer Fuego cruzado! ¡Si tuviera la paciencia de darle una oportunidad a la verdad que tan a menudo extraña y niega! Aquella amnistía, y bastaron solo cinco meses, empeoró las cosas. Y uno teme que con esta, que se ha dado a sí mismo Puigdemont a cambio de nombrar presidente a Sánchez, suceda lo mismo, pero con distinto final.

Una mentira convertida en emoción

Dará igual que el correcto y educado Salvador Illa pueda gobernar en Cataluña tras las próximas elecciones catalanas. Sería un milagro, y también un problema, para el de la Moncloa. Dicen que no se puede luchar contra una idea convertida en sentimiento. Yo creo que sí. En realidad, no se puede luchar cuando esa idea es una mentira convertida en emoción, sea en 1936, sea 88 años después.

Hoy somos millones los que pensamos que la amnistía no va a traer lo que el Gobierno anuncia. Incluso hay un tercio de votantes del PSOE que piensan lo mismo, pero eso qué importa ya. Tantos años después, la historia se repite. Ya quisiéramos los españoles que fuera solo en forma de farsa, de sainete que tirara a entremés. Ya quisiéramos, ya. Al menos la risa no nos iba a faltar.     

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