Quien afronta el riesgo de perder su propia vida en combate carece de tiempo para pensar en medallas o en aplausos. La urgencia del instante, que intuye el último, lo hace concentrarse en el aquí y en el ahora. Heroísmo, épica, palabras rimbombantes, toda esa escoria carroñera que pulula alrededor de quienes se juegan la vida por todos no tiene nada que ver con los héroes. Héroes anónimos, que no desean ni un minuto de gloria ni ruedas de prensa edulcoradas. La épica la demuestran diariamente con su sudor, su angustia, su generosidad y su entrega. Ahí radica la grandeza del momento histórico que nos toca vivir junto a esos soldados de bata blanca que, agotados, infectados, abandonados por sus responsables y con el corazón encogido, sacan fuerzas de Dios sabe dónde para acudir cada mañana a su puesto, dispuestos a luchar contra la muerte vírica y arrebatar de sus garras todas las presas que puedan.
Ahora son ellos mismos los que piden que no aplaudamos más, porque lo que quieren son trajes de protección, tests, respiradores, medios y que se les escuche desde las instancias oficiales. No quieren épica ni discursos fáciles desde la lejanía y el confort que da estar sentado en un despacho, sin tener que ver como tus enfermos se van yendo hacia el ataud anónimo sin la compañía de sus seres queridos. “Son tantos…” me decía entre lágrimas un íntimo amigo, médico, que lleva todas estas semanas batiéndose el cobre junto a sus compañeros en el Hospital del Mar. El desgarro interior que están experimentando nuestros sanitarios ha de pasar factura a la que se relaje la tensión. Recuerdo que en cierta ocasión entrevistaba servidor a don Luis Rojas Marcos, a la sazón responsable de coordinación de todos los hospitales de Nueva York el 11-S. Explicaba que iba de un centro a otro, animando, preguntando si les hacía falta algo, dando moral a todo aquel ejército de profesionales que esperaban a unas víctimas que jamás llegaron, porque estaban sepultadas bajo los escombros de las Torres Gemelas. En un momento dado, una doctora le preguntó “Doctor, ¿y usted? ¿Cómo esta usted?”. Ese médico me confesó con lágrimas en los ojos que ahí se vino abajo y rompió a llorar desconsoladamente.
No es ni la épica ni son los discursos interminables hechos a base de aire lo que se precisa ahora, pero tampoco hay que insistir demasiado en esto
Llegará el día, si no ha llegado ya, en que deberemos devolver a todas estas personas que están dándolo todo por nuestra salud siquiera una mínima parte del afecto que nos regalan a diario, dando un ejemplo que va más allá del deber y del juramento hipocrático. Debemos hacerlo, pero sin la falsa épica gubernamental, basada en la cobarde excusa de atribuirse el mérito ajeno. Es esa épica vacía, particularmente odiosa en tiempos de grave crisis, en esos momentos en los que a las personas se mide por lo que hacemos y no por lo que decimos. La pandemia, aunque parezca una contradicción, obliga a la mascarilla pero hace caer las máscaras. Esas mascarillas que no llevan ni Pablo Iglesias ni muchos otros responsables, a despecho de si pueden contagiar o no. La máscara de quienes, como el vicepresidente, desean hacernos creer que son unos héroes del pueblo, no se sostiene ante la dura realidad. En cambio, las mascarillas baratas, a menudo reutilizadas mil y una veces por nuestros médicos, enfermeras, celadores, personal de limpieza, policías, no pueden ocultar que, detrás de ellas, hay una luz que nos da la esperanza y, mucho más importante, la vida.
No es ni la épica ni son los discursos interminables hechos a base de aire lo que se precisa ahora, pero tampoco hay que insistir demasiado en esto. Los monumentos a los héroes reales se erigirán con piedras hechas de verdad, de justicia y de razón. Esa será la auténtica épica, la que narrará como, parafraseando a Churchill, nunca tantos debieron tanto a tan pocos. Yo me pongo firmes en primera posición de saludo ante vosotros, compatriotas de la sanidad, valientes hermanos, sacrificados hasta decir basta, que dejáis familia e intereses personales acudiendo a la llamada de vuestro deber. Bien haría este Gobierno u otro cualquiera dando plaza fija a todos quienes estáis con contratos a precario ganando apenas 900 euros. Porque esa épica, la que salva vidas, bien se merece el dinero que algunos pretenden destinar a la subvención clientelar y secuestradora de la libre voluntad.
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