la fecha ejerce de moraleja para el independentismo. El 21-D. Una votación llena de trampas para esa amalgama de partidos secesionistas que lo han terminado siendo de boquilla en cuanto la sala de máquinas del artículo 155 cogió velocidad de crucero. El 22-D, el día del soniquete de la lotería, ni la vuelta atrás ni la huida hacia adelante son factibles para el independentismo. ¿Qué les queda? Poco. Por no decir nada. Incluso ese juego de trileros con el que han llevado el desafío a su máxima expresión ha quedado desbaratado. Nunca tuvo cimientos y las mentiras sobre las que se asentaron sus pilares han caído una por una. ¿Qué les queda, salvo quedarse dónde están? Pero esa indecisión no contentará ni a unos ni a otros, ni tampoco hará que remita la acción estatal, especialmente en el frente jurídico.
El secesionismo está hoy roto y dividido
Pongamos que así es: que ERC, PDeCAT y la CUP suman más de 68 escaños. Que deciden, con ellos, dar respaldo a un nuevo Govern independentista. A partir de ese momento, tienen un camino claro. La vuelta hacia atrás, a principios de 2016. ¿Pero con qué contenido? ¿Otro referéndum, que sería ¡el tercero!? El ámbito más radical del independentismo difícilmente lo aceptaría. No entra aquí solamente la CUP: también otros sectores políticos y de opinión que, estando más centrados o a la derecha del espectro ideológico, se han sumado a la unilateralidad a cualquier precio. Pero esa vía está cercenada por el 155. Primer escollo. Segundo gran problema interno. El secesionismo está hoy roto y dividido. La fuga de Puigdemont y el donde dije digo, digo Diego de esos líderes del procés, como Carme Forcadell, negando la mayor, la DUI, para evitar dar con sus huesos entre barrotes, han sido el pan y la sal para los ‘indepes’.
Si Inés Arrimadas vence es porque dejará famélico al PP de García Albiol.
La sumatoria de 68 escaños les metería en un auténtico problema. No saben qué harán, desconocen quién sería su presidente, si irían por la vía unilateral o por la de la negociación o si desarrollarían la república o la implementarían, que no se sabe muy bien que significa eso. Es lo mismo, si mañana descubriésemos que Puidegmont y Junqueras son personajes de cómic, el bloque de electores independentistas no bajaría del 45%. Entre esa horquilla nos estamos moviendo, mitad y mitad separadas por un muro de hormigón, Cataluña está dividida entre dos comunidades de fuerzas igualadas, no hay trasvase de votos entre separatistas y constitucionalistas. Si Inés Arrimadas vence es porque dejará famélico al PP de García Albiol. Miquel Iceta lo ha intentado, con mantilla y barretina. Ha querido tender un puente entre los dos barrios que le ha llevado a meteduras de pata como su promesa de indulto a Junqueras, de la que luego tuvo que desdecirse. La resilencia del bloque independentista es asombrosa, la razón no le hace mella, la revelación de todas sus mentiras los ha convertido en fanáticos de una fe. Por eso hay que ganar, ahora más que nunca, para evitar lo peor.
Ese nuevo Gobierno no proclamaría otra vez la independencia unilateral ni convocará otro referendo, porque ello obligaría a intervenir de nuevo la autonomía de Cataluña. De manera que, sin cejar un milímetro en sus aspiraciones, todo el conglomerado político y social del secesionismo deberá diseñar una nueva hoja de ruta que no concluya en una prisión y que no consista en violar sistemáticamente y de forma unilateral todas las leyes. Desde ese punto de vista, este procés está muerto y enterrado. Y ahora les tocará inventar otro. Imaginación han demostrado que no les falta. Y todo apunta que el nuevo procés pasará por continuas movilizaciones masivas para tratar de forzar al Gobierno a negociar un referedndo pactado. Una estrategia que, aunque a muchos les pueda molestar, y aunque el Gobierno no vaya a ceder, es perfectamente legítima si se hace por cauces legales y pacíficos, y que no tiene nada que ver con las escenas esperpénticas que hemos visto en el Parlamento catalán derogando la Constitución en una tarde.
El gravísimo conflicto político que supone el hecho de que en Cataluña haya un amplio sector de la población que apoya la independencia no desaparece. Incluso puede recrudecerse. Pero la partida se tendrá que desarrollar en otros términos. Democráticos y no unilaterales. Y las reglas de juego las marca precisamente el artículo 155, que es un punto de inflexión y establece los límites que puede soportar el Estado de derecho frente a quienes lo desafían antidemocráticamente. Un territorio que era hasta ahora una ciudad sin ley en la que el independentismo vivía impunemente. Eso supone un cambio radical que, pasado el shock del 155 y del encarcelamiento del anterior gobierno catalán, modifica el tablero.
Junqueras era consciente de que Cataluña no estaba preparada para ser una república independiente
Oriol Junqueras, líder de ERC, era perfectamente consciente, tal y como demuestran los pinchazos telefónicos hechos a sus colaboradores, de que Cataluña no estaba preparada para ser una república independiente. Si siguió adelante fue con el objetivo de acabar haciéndose con el control del Gobierno catalán, aunque obviamente en sus planes no estaba estar hoy en prisión. La estrategia de Junqueras es a largo plazo. Consciente de que el independentismo no tiene ahora la fuerza suficiente, esa estrategia pasa por captar para la causa a una gran parte del voto de Podemos en Cataluña. Y por eso, la crisis abierta por Dante Fachin contra Pablo Iglesias es algo perfectamente diseñado por Junqueras.
Lo dicho: a ERC no le conviene ganar las elecciones porque eso les metería en el brete de tener que gobernar o, al menos, deber intentarlo. Y hacer realidad la Ítaca prometida. A ERC le conviene perder, quedar por debajo de Ciudadanos, como vaticina alguna de las encuestas, para mantener su guerra de guerrillas dialéctica. Seguir con el discurso victimista del mundo oprimido y del “Madrid nos roba” pese a que la frialdad de los números les escupe a diario lo contrario.
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