Opinión

El error Erdogán

El líder turco tiene problemas económicos, dos guerras desastrosas y unos aliados a quienes ha defraudado tantas veces que ya no le prestan oídos

A lo largo de las últimas semanas miles de refugiados de Oriente Medio y el África subsahariana han atravesado Turquía para dirigirse a sus fronteras con la Unión Europea. No lo han hecho de motu propio, algo así no hubiese pasado desapercibido, sino empujados por el Gobierno turco. El domingo pasado llegaron a la frontera greco-turca en la Tracia oriental unas cinco mil personas de todas las edades, incluidos muchos niños, con la intención de cruzar y pedir asilo en la UE. Grecia y Turquía comparten una frontera terrestre de unos 200 kilómetros que sigue en buena parte el curso del río Maritsa hasta la ciudad turca de Edirne. A partir de ahí arranca la frontera turco-búlgara, ligeramente más larga, que discurre por un área montañosa y boscosa hasta la costa del mar Negro.

Tras la crisis de 2015 los búlgaros levantaron una valla fronteriza de tres metros de altura coronada por una concertina de alambre de espino, algo parecido a lo de Ceuta y Melilla pero mucho más larga. En el caso griego no es tan necesaria porque tienen el Maritsa, que no es el Danubio pero tiene suficiente anchura y profundidad como para constituir una buena barrera natural. La ribera del Maritsa está vigilada constantemente, especialmente en los alrededores de Edirne donde, en virtud del Tratado de Lausana de 1923, Turquía ocupa ambas márgenes del río. A aquello se le conoce como el triángulo de Karaagaç y es desde hace un siglo un dolor de cabeza para los militares griegos, que siempre temieron una invasión justo por ahí.

Al final, la invasión que atormentaba al Estado Mayor griego nunca se produjo, al menos en los términos que ellos pensaban, pero ese triángulo y otras zonas de la frontera se han convertido en lugar habitual de paso de inmigrantes clandestinos que quieren entrar en la Unión Europea. Los turcos pueden redirigir los inmigrantes hacia ese punto o señalarles el mar Egeo, donde algunas islas griegas quedan muy cerca de la costa de Anatolia. Islas como Samos distan menos de dos kilómetros de las costas turcas. Es por ello que estos estrechos están permanentemente patrullados por la marina griega y no es tan fácil atravesarlos en un cayuco como lo era en 2015 cuando estalló la crisis de los refugiados en ese punto.

El éxodo de unos 80.000 refugiados que penetraron en Turquía se lo guardó Erdogan como arma de presión para forzar a la OTAN a involucrarse con ellos en Siria

Habría que preguntarse por qué Erdogan se ha metido en esto sólo cuatro años después de llegar a un acuerdo con la Unión Europea. La razón no hay que buscarla en Europa, sino en Oriente Medio. En diciembre, el ejército turco tomó la ciudad de Idlib, en el norte de Siria, ocasionando el éxodo de unos 80.000 refugiados que penetraron en Turquía y que Erdogan se guardó como arma de presión para forzar a la OTAN a involucrarse con ellos en Siria, ganar así un puesto en la mesa junto a los rusos y, ya de paso, desalojar a Bashar Al-Assad, que no es afín a sus intereses.

Pero la OTAN le ha dejado solo. Ni Estados Unidos ni Europa están por la labor de buscarse problemas allí, menos aún con Rusia, que es quien ha terminado convirtiéndose en el árbitro de Siria. De manera que, a pesar de la bravuconería y la insistencia de Erdogan con sacar del poder a Al-Assad, Putin ha terminado imponiendo su criterio dejando a los turcos sin más opciones que buscar desesperadamente la ayuda de sus aliados occidentales. Esto se veía venir en diciembre por lo que muy mal deben ver las cosas en Ankara para que hayan disparado tan pronto la única bala que tenían.

Aventuras imperiales fallidas

Si echamos un vistazo a los números de la economía turca lo tienen francamente mal. La lira está en las últimas, la inflación se ha vuelto a disparar y la inversión extranjera está huyendo del país atemorizada por las aventuras imperiales de Erdogan en Siria y Libia, dos operaciones que están costando un dineral y que, para colmo, ni siquiera funcionan sobre el terreno. Esto le está generando un descrédito creciente de puertas adentro, de donde provino siempre su fuerza, y la desconfianza general de puertas afuera. En Oriente Medio, Turquía se ha convertido no tanto en una amenaza como en el hazmerreir regional. Los emiratos del Golfo y Arabia Saudita han regresado al redil y ya no cuestionan a Al-Assad, cuyo cálculo estratégico de entregarse a Moscú se ha demostrado muy acertado porque los árabes del entorno prefieren tenerlo a él que a Erdogan.

Antes de tragarse esa píldora tan indigesta ha echado sobre la mesa la única carta que tenía a mano, la de los refugiados, pero con poca cabeza y mucha precipitación

Una derrota completa que le obliga a doblar la rodilla ante los rusos y someterse a ellos. Antes de tragarse esa píldora tan indigesta ha echado sobre la mesa la única carta que tenía a mano, la de los refugiados, pero con poca cabeza y mucha precipitación. Enviar diez mil inmigrantes a la frontera griega para asediarla como un ejército invasor no parece la mejor de las formas para llamar la atención y pedir auxilio. Porque el principal problema de Turquía no son los tres millones de refugiados de la guerra de Siria, un número que permanece estable desde 2017, son los líos militares en los que se ha metido Erdogan. Aproximadamente un tercio de los refugiados viven en campos cerca de la frontera de cuyo mantenimiento se encarga el Gobierno turco, que ha recibido hasta la fecha más de tres mil millones de euros de la Unión Europea. Es una cantidad respetable de dinero, el equivalente a las remesas que envían los inmigrantes guatemaltecos desde Estados Unidos todos los años.

Pero Erdogan no quiere más dinero, quiere que le ayuden a salir del atolladero en el que él solito se ha metido. Tiene oposición dentro del país que va poco a poco ganando fuerza. En junio los socialdemócratas del CHP le arrebataron la alcaldía de Estambul, una de las joyas de la corona del erdoganismo. Tiene también problemas económicos, dos guerras desastrosas y unos aliados a quienes ha defraudado tantas veces que ya no le prestan oídos.

Esta mini crisis de los refugiados es sólo un síntoma de que la olla a presión turca puede estallar en cualquier momento. Eso sí, no debería hacerlo porque se trata de un país demasiado grande e importante como para desestabilizarse. A Erdogan sólo le queda apostar por la supervivencia y ganar el tiempo que le permita restañar heridas. Esto implica retirarse de Siria, llegar a un acuerdo lo antes posible con Rusia para al menos salvar la cara y rehacer la relación con la Unión Europea, que es su principal socio comercial y quien finalmente podría tenderle la mano. Todo lo que no sea pasar por ese trago amargo le conduce directamente al matadero.

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