Opinión

Un error que pagaremos todos

Una cosa es perdonar y otra muy distinta cambiar la ley para que lo que hicieron los sediciosos deje de ser delito

Muchos nos hemos quedado con la cara que solemos poner cuando, conduciendo por una carretera de dos sentidos, el coche que va delante de nosotros pega un volantazo, invade el carril contrario y se pone a adelantar a los dos, tres o cuatro que van antes que él… indiferente a que allá lejos, no demasiado lejos, se le viene encima un camión. Nos ponemos nerviosos y pensamos: Pero ¿qué hace este cretino? ¡Se está jugando la vida! ¡Y lo peor es que nos está poniendo en peligro a todos!

Esa ha sido mi sensación ante la “reforma” (que en realidad es una desaparición) del delito de sedición en nuestro Código Penal. No puedo entender por qué lo han hecho. Corrijo: prefiero no entender por qué lo han hecho. Aunque, después de darle bastantes vueltas, no me queda lugar para demasiadas dudas.

El delito de sedición, que en nuestro código aparece en el artículo 544 y en los siguientes, consiste en el “alzamiento público y tumultuario destinado a impedir la aplicación de las Leyes o el legítimo ejercicio de sus funciones a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, por medio de cauces alejados de las vías legales, o de las resoluciones judiciales o administrativas”. Terrible párrafo, pero bueno. El diccionario de la Real Academia añade que sedición es la “sublevación de las pasiones”, pero mejor no sigamos por ahí porque si entramos en los pantanales de la poesía política no acabamos nunca. La sedición está en nuestra ley desde hace dos siglos, aunque ha sido varias veces reformada; la última, en 1995. En otros países, como el Reino Unido, aparece con ese nombre desde finales del siglo XVI.

Sedición es palabra que viene del latín: seditio es alejamiento, desunión, “ida lejos”, de donde se extrae sublevación o levantamiento. El concepto existe en muchísimas legislaciones democráticas, pero la palabra no; en unos sitios se llama de una forma y en otros de otra. Pero la idea es siempre muy parecida: sedición es, para entendernos, el delito que cometen quienes se sublevan “tumultuariamente” contra el Estado. Si encima llevan armas y las usan, suele llamarse rebelión. O sinónimos.

La cantaleta elaborada por el gobierno dice que la “reforma” del delito de sedición “homologa a nuestro país con los países de nuestro entorno”

El gobierno del PSOE (mejor fuese decir, en este caso, el Gobierno de Pedro Sánchez, porque mucha gente en el PSOE está que trina) ha evaporado la palabra sedición y la ha cambiado por “desórdenes públicos agravados”. Y ha rebajado la pena máxima de 15 años de prisión, que era hasta ahora la prevista si el delito de sedición lo cometían cargos públicos. Que fue justo lo que pasó en Cataluña en el otoño de 2017. Ahora, con la “reforma”, la pena máxima pasa a ser, como máximo, de cinco años.

Todos los partidos políticos, si excepción, elaboran “argumentarios”: es decir, qué hay que responder, invariable y unánimemente, cuando se producen ciertos acontecimientos difíciles o importantes. En este caso, la cantaleta elaborada por el gobierno dice que la “reforma” del delito de sedición “homologa a nuestro país con los países de nuestro entorno”.

Dejen de decir eso, por favor. Dejen de tomarnos por idiotas. Esa frase procede de los tiempos de Adolfo Suárez, cuando España hacía cuanto podía por quitarse de encima las caspas de la dictadura y no podíamos compararnos en nada no ya con Alemania o Gran Bretaña o Suiza, sino con Irlanda o con Turquía. O con Andorra. Y se repetía incansablemente que todas las medidas que se tomaban contribuían a “equipararnos con los países de nuestro entorno”. Así era. O eso se intentaba.

Ya está bien de decir que hacemos esto o lo otro para “ser como los mayores”. Hace muchos años que somos mayores o, al menos, tan mayores como el que más

Hoy ya no es así, eso es imposible. Con todas las diferencias que se quieran, los “países de nuestro entorno” son, en muchísimas cosas, como nosotros. En carreteras, en trenes, en funcionamiento democrático, en economía (somos el cuarto PIB dentro de la Unión Europea), en peso político y demográfico… en todo lo que a ustedes se les ocurra. Ya está bien de decir que hacemos esto o lo otro para “ser como los mayores”. Hace muchos años que somos mayores o, al menos, tan mayores como el que más.

Y sucede que “los países de nuestro entorno” tienen una legislación notablemente diferente, unos de otros, sobre el concepto que nosotros (y algunos más) llamamos sedición. ¿Y por qué esas leyes son diferentes? Porque, a pesar del esfuerzo armonizador de la Unión Europea, cada país hace sus leyes según las necesidades que tiene, según sus características y según su historia. En Alemania se castiga lo que aquí llamamos sedición con tres años de cárcel, si no hay violencia, o con diez, si la hay. Naturalmente. Hace casi ochenta años que a ningún alemán se le ocurre sublevarse contra el Estado, con o sin armas. Pero la legislación alemana sobre partidos políticos, y aun sobre espionaje a partidos y ciudadanos, aquí nos haría aullar. ¿Y por qué hacen eso? Pues porque una vez hubo un Hitler y hay que impedir que eso vuelva a pasar.

Las leyes son muy distintas y los castigos también. En Francia, donde lo llaman “resistencia” en vez de sedición, las penas son incluso menores, y cabe sospechar que por los mismos motivos que en Alemania, aunque los casos de “especial gravedad” pueden castigarse con cadena perpetua; eso se ha producido en cuatro ocasiones desde que se estableció esa pena, en 1994… y por otros delitos, no por este. En Italia son doce años. Y en Bélgica, donde sí tienen muy serios problemas de cohesión estatal, las penas por “sedición” pueden llegar a los 30 años. Así que “los países de nuestro entorno” hacen lo que les parece bien. Cada uno de forma diferente.

Indultó a aquellos delincuentes, a aquellos sediciosos, que no tenían derecho a ese perdón, pero les perdonó. Ahí comenzó la apostasía de la religión patriótica de muchos indepes de aluvión

¿Contribuirá esta inaudita “reforma” a la “pacificación de Cataluña”? Yo estoy convencido de que no. Ese es el camión que se nos viene, o se nos podría venir, o se nos vendrá, encima, un día u otro. A esa pacificación sí que contribuyeron, y no poco, los indultos a los condenados (por sedición y por más cosas) por los gravísimos hechos de octubre de 2017. Ahí era el Estado español quien, generosamente, concedía el perdón a los díscolos. Y lo hacía porque podía. Podría no haberlo hecho, si lo hubiese preferido, pero decidió ser magnánimo. Eso hizo polvo el argumentario de los indepes, según los cuales el Estado español era intrínsecamente perverso, opresor/represor, cruel, despiadado, dictatorial, podobromhidrótico y la suma de todos los males sin mezcla de bien alguno. Pues no, no lo era. Indultó a aquellos delincuentes, a aquellos sediciosos, que no tenían derecho a ese perdón, pero les perdonó. Ahí comenzó la apostasía de la religión patriótica de muchos indepes de aluvión, que volvieron a la racionalidad, y también empezó el encono entre diversas facciones de salvadores de la patria, encono que dura –laus Deo– hasta hoy.

Pero una cosa es perdonar y otra muy distinta cambiar la ley para que lo que hicieron los sediciosos deje de ser delito, o lo sea de manera distinta, o esté castigado tan amorosamente que casi da lo mismo que sea delito o no. Eso es lo que ha hecho el gobierno. Una cosa es ser generoso y otra cambiar las reglas del juego, que nos afectan a todos, como el camión de la carretera.

Existe el riesgo objetivo de que, al abaratarse tanto penalmente lo que hicieron, los delincuentes de entonces decidan dejar de pelearse entre ellos y cumplir su repetida promesa de volver a hacerlo

Eso es una barbaridad. Aquí y en cualquier sitio. Y es una barbaridad tan inútil como peligrosa, porque sí existe el riesgo objetivo de que, al abaratarse tanto penalmente lo que hicieron, los delincuentes de entonces decidan dejar de pelearse entre ellos y cumplir su repetida promesa de volver a hacerlo. Ahí está, o estará, o podría volver, el camión de la carretera: lo tiene mucho más fácil que antes. Jamás debemos olvidar la inmensa carga de sentimentalismo que tiene el independentismo, este y todos; es como el enamorado febril a quien no se le pasará la obsesión hasta que consume el acto, logre conquistar a su amada y se dé cuenta, como todos, de que la chica no era para tanto ni mucho menos. Eso aún no ha ocurrido, menos mal.

Por más puntos de vista diferentes que busco, no tengo ya ninguna duda: Pedro Sánchez ha decidido adelantar con un camión delante y nos ha puesto en riesgo a todos. Quizá no ahora, pero el riesgo futuro es inocultable. Ha chalaneado con los indepes y ha repetido el viejísimo error de tantos gobiernos anteriores (de todos los colores) con los nacionalistas: les ha comprado tiempo, unos meses de estabilidad quizá, puede que un apoyito presupuestario. Pero no ha acabado con el problema, ni mucho menos. Todo lo contrario, lo ha puesto peor. El camión está ahí. Quizá ahora renquee y vaya despacio, pero está ahí. Con disparates como este de la sedición, un día u otro acelerará y se nos echará encima. No puede evitarlo. Está en su naturaleza. Y lo pagaremos todos.

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