“Teatro, lo tuyo es puro teatro”, cantaba La Lupe en los años sesenta por los escenarios del mundo. Muchos somos los que hemos tarareado dicho verso alguna vez, con la intención de levantar la máscara de quien tenemos delante ante la evidente falsedad de sus palabras. La canción continúa: “falsedad bien ensayada, estudiado simulacro”. Esta frase representa una buena definición de cómo gran parte de la sociedad y de nuestra clase política entiende el teatro, como una farsa, un simulacro, un fingimiento de unos actores que pretenden mostrar aquello que no son.
En el caso de los actores, se piensa que simulan ser otro para representar la locura y desesperación de Hamlet o Segismundo o la frustración de Tío Vania. Los políticos siguen la misma línea de pensamiento. Se entiende que maquillan sus modales y palabras para, con sus estrategias verbales y visuales, construir un producto o un personaje. De ahí que en la academia se afirme que el escenario de la política es un teatro o que estamos inmersos en un proceso de espectacularización de la política. Expertos como Bernard Manin aluden a una “democracia de audiencias”, Mazzoleni&Sefardini hablan de la “política pop”, José Luis Dader habla de “sensiocracia”. También se habla de “emocracia”, el poder de las emociones o recientemente un artículo de Álex Vicente en el diario El País explicaba cómo la política en nuestros días se guioniza como una serie de Neflix, poniendo como ejemplo la decisión de Macron de adelantar las elecciones legislativas.
Todas estas acepciones apuntan a un proceso de teatralización de la política, es decir, un escenario en el que los líderes se convierten en estrellas del espectáculo con un guion a seguir, dando prioridad a las emociones y a su imagen en detrimento del discurso político. Ya lo advertía Milan Kundera, al afirmar que Europa creó el “homo sentimentalis”.
Con estas reglas, los políticos y sus asesores juegan a hacer el mejor espectáculo. Como respuesta, los ciudadanos también juegan eligiendo a partidos como Se acabó la fiesta, en las elecciones europeas, cuya difusión ha sido a través de redes y con un lenguaje muy adaptado a los medios y series de ficción.
El teatro es el lugar donde se puede ser de verdad todo aquello que le ocurre al personaje. No es un lugar donde convertirse sino en el que encarnarse
Al hablar de teatralización de la política, se pone el acento en su aspecto teatral, pero a través de un concepto del teatro simplista y falaz. La palabra “teatro” proviene del griego theatron que, a su vez, deriva del verbo theaomai, que significa “mirar o contemplar”. El teatro nos ofrece un lugar desde donde sentarse a mirar. Ese lugar nos indica que el teatro es otra cosa. Algo mucho más grande. Invisible e inabarcable. Decía Arthur Miller “que el teatro no puede desaparecer porque es el único arte donde la humanidad se enfrenta a sí misma”. Los profesionales del teatro lo abordan desde la verdad. El teatro es el lugar donde se puede ser de verdad todo aquello que le ocurre al personaje. No es un lugar donde convertirse sino en el que encarnarse. No se trata de buscar una idea acerca del personaje, sino que aspira a descubrir la verdad de ese héroe en cada actor.
Un lugar al que todo el mundo puede acceder
Descubrir la verdad es quitarse la máscara, es dar voz a los más puros impulsos. La desesperación de Hamlet por encontrar al asesino de su padre no hay que maquillarla, tampoco el deseo de Leonardo de Lorca o la miseria de Max Estrella de Valle Inclán. No se trata de “simular” sino de buscar esas emociones universales y vivirlas en el escenario. Es un proceso de verdad y valentía.
La teatralización de la política alude a todo lo contrario. Es un simulacro, un engaño, un disfraz. Lo falso, en realidad, es el uso que se hace del término que representa este arte magistral. La mejor definición la escuché de la voz del dramaturgo Wajdi Mouawad cuando, ante la pregunta de qué es el teatro, respondió: “Una vez esperaba a un amigo en la plaza de Notre-Dame y empezó a llover. Allí, observé cómo un hombre con un andador empujó las puertas de la catedral y se resguardó. En ese momento me di cuenta de que Notre-Dame es una de las pocas catedrales del mundo sin escalinata, es decir, donde una persona con dificultades de movilidad puede entrar con facilidad. Y pensé: Eso es el teatro, un lugar donde todo el mundo puede acceder fácilmente y una vez en el interior aparece un templo”.
¿Podemos pensar que nuestra política merece ser considerada un templo como el teatro? No, nuestra política no es un teatro, es una banalización de su reflejo. No desvirtuemos el teatro en nombre de la política ¡Ojalá aspirara a su grandeza!
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