‘La intolerancia nunca tendrá cabida en nuestra sociedad’. Con esta frase rotunda concluía el mensaje donde el presidente de la Junta de Andalucía expresaba su condena por el crimen ocurrido en Algeciras. Como recordarán, en aquella localidad un joven marroquí, armado con un machete de grandes dimensiones, asesinó al sacristán de la Iglesia de la Palma; unos minutos antes había irrumpido en otra iglesia cercana hiriendo al sacerdote, un salesiano de 74 años, y a otras personas que asistían a misa.
El terrible suceso ha generado toda clase de reacciones de condena y pesar, incluyendo las de quienes han hablado del ‘fallecimiento’ del sacristán, y en ellas no han faltado naturalmente las apelaciones a la tolerancia. El presidente del Gobierno no sólo señaló que la sociedad rechaza ‘con total rotundidad el fanatismo, el odio y la violencia’, sino que insistió en la necesidad de la tolerancia como uno de los valores que inspiran una sociedad abierta como la española. Las palabras de Moreno Bonilla, que citaba al principio, iban en el mismo sentido: en una sociedad democrática y pacífica como la nuestra no caben la intolerancia ni el fanatismo. ¿Quién sostendría lo contrario?
La celebración de la tolerancia se ha convertido en algo habitual en los discursos públicos así como en declaraciones y documentos de grandes organizaciones internacionales como Naciones Unidas. Eso se refleja naturalmente en rituales y fechas simbólicas, como cuando la Asamblea General de esta organización proclamó 1995 como ‘Año de Naciones Unidas por la tolerancia’ o estableció el 16 de noviembre como día internacional de la misma. En realidad, ha sido la Unesco la institución que más ha hecho por promover internacionalmente el prestigio de la tolerancia y en una famosa declaración de principios de hace años afirmaba cosas como la siguiente: ‘la tolerancia es la clave de bóveda de los derechos humanos, del pluralismo, de la democracia y del Estado de derecho’. ¡Nada menos!
Mucho me temo que las alabanzas habituales de la tolerancia no van acompañadas por la misma claridad acerca de su sentido y valor; seguramente por eso suenan a menudo huecas y hasta inanes
Sin embargo, mucho me temo que las alabanzas habituales de la tolerancia no van acompañadas por la misma claridad acerca de su sentido y valor; seguramente por eso suenan a menudo huecas y hasta inanes. De ahí que la pregunta del título, que chocará a algún lector, no sea tan absurda como pudiera parecer. Ya se sabe que entre los filósofos hay quienes sienten una irresistible propensión a examinar los clichés que circulan por la conversación pública. No todos, por supuesto, pues es una afición que tiene sus riesgos y siempre es más fácil desacreditar al filósofo que descartar los clichés socialmente aceptados.
De los primeros parece ser Jorge Freire, quien se atrevió hace unos días a poner la nota discordante escribiendo un artículo titulado Contra la tolerancia. Sin andarse con rodeos, cuestionaba allí frontalmente el alto valor que atribuimos al acto de tolerar:
‘En la sociedad del consenso, la gente se tolera entre sí como tolera las molestias y los achaques. Y la tolerancia, erigida por muchos en valor moral, no es más que la evitación del conflicto. En la vida, como en la consulta del endocrino, tolerar no es más que ingerir algo sin reacciones adversas: tragar a tal o cual persona, tapándose la nariz si es necesario’.
Freire se sitúa a contracorriente de la retórica contemporánea en torno a la tolerancia, que tiende a presentarla como una actitud decididamente abierta, que aprecia las diferencias entre personas y grupos como una fuente de riqueza, según reza el tópico, más que de problemas. En cambio, Freire recupera el viejo sentido de soportar o aguantar lo que nos disgusta, que aún conserva el término. De esta forma pone el foco sobre cuál es la clase de actitud que define a la persona tolerante y nos invita a considerarlo utilizando ejemplos de la vida cotidiana, en lugar de asuntos públicos.
La tolerancia supone un juicio reprobatorio hacia aquello que se tolera, que ha de parecernos mal de alguna forma, porque lo consideremos perjudicial, incorrecto o desagradable
A poco que lo pensemos, en el giro contemporáneo hay algo que choca con nuestras intuiciones, pues suena extraño decir que toleramos aquello que nos gusta o apreciamos. En puridad, ni siquiera toleramos aquello que nos resulta del todo indiferente. La tolerancia supone un juicio reprobatorio hacia aquello que se tolera, que ha de parecernos mal de alguna forma, porque lo consideremos perjudicial, incorrecto o desagradable. Sin esta condición difícilmente podríamos hablar de tolerar en sentido estricto.
Sin embargo, esta condición no basta, como se ve por la diferencia que va de soportar el hábito molesto de un amigo a los achaques físicos. Por mucho que estos nos disgusten, poco se puede hacer al respecto. Como tantas cosas que nos parecen mal, del mal tiempo a la subida de precios, solo cabe resignarse o soportar con más o menos paciencia. Pero quien tolera también podría no tolerar, como dijo alguna vez Mirabeau. La tolerancia no es soportar lo que no podemos cambiar, sino permitir aquello que podríamos cambiar, prohibir o tratar de impedir. Esta es la segunda condición necesaria que aparece en cualquier definición de tolerancia, de ahí que se entienda popularmente como una actitud permisiva, que deja hacer.
Ahora bien, si ponemos juntas estas dos condiciones, se impone la pregunta obvia: ¿qué hay de bueno en permitir lo que nos parece malo en vez de impedirlo? Se discute tanto de la paradoja de la tolerancia, que se atribuye a Popper, que se nos olvida el aire paradójico que encontramos en el corazón mismo de esta presunta virtud. Pues sólo respondiendo a esa pregunta podremos determinar si la tolerancia tiene genuino valor moral, si hemos de considerarla una virtud en lugar de una forma conveniente de evitarse problemas y conflictos, como sugiere Freire.
Ya no se trataría de ‘tragar’ sin más con algo que nos parece mal, reprimiendo una reacción adversa, sino de hacerlo por una buena razón
Si pensamos en el estudiante que alborota en clase con su mal comportamiento, sin que el profesor intervenga o le llame la atención por falta de ánimo o coraje, nada virtuoso parece haber ahí. Por eso la respuesta hay que buscarla en las razones que llevan a permitir, pues de ellas dependerá que esté justificado o no en las circunstancias del caso. Hay que admitir entonces que la actitud tolerante no tiene nada de simple, pues implica dos tipos de consideraciones en liza: por un lado, las razones acerca de lo que tiene de malo el objeto de tolerancia, que llevarían en principio a impedirlo; por otra, las razones por las que, todo considerado, sería mejor permitirlo. Pero ya no se trataría de ‘tragar’ sin más con algo que nos parece mal, reprimiendo una reacción adversa, sino de hacerlo por una buena razón. Sin ésta difícilmente podríamos hablar de virtud.
De lo cual se siguen algunas consecuencias interesantes. Para empezar, que el elogio de la tolerancia no puede ser indiscriminado. Como sugiere el eufemismo de la ‘tolerancia cero’, con el que se reconoce que la tolerancia no está justificada en ciertas cosas, aunque nos resistamos a usar ‘intolerancia’, que es una palabra fea. Es sencillamente admitir que hay cosas que no se deberían permitir o que se permiten por razones equivocadas; por eso filósofos como Garzón Valdés han hablado de formas insensatas de tolerancia y Aurelio Arteta ha escrito de ‘la tolerancia como barbarie’. Como cabe también que la tolerancia esté de más, o revele una condescendencia inapropiada hacia otros, como ocurre cuando nos equivocamos en nuestros juicios reprobatorios.
Sólo en el caso de que tuviéramos buenas razones para reprobar, pero también para permitir, podríamos hablar de virtud. Pero sería al mismo tiempo una virtud modesta y difícil. No requiere del tolerante una actitud abierta o curiosa, pues quien tolera permite aquello que reprueba o le disgusta, a su pesar o ‘tapándose la nariz’. Ahí radica su dificultad, pues el tolerante ha de contenerse y reprimir su reacción adversa, aunque la crea justificada.
Por eso mismo es tan necesaria, aunque haya quien la considere una virtud de otros tiempos, superflua en una sociedad donde los derechos y libertades de todos los ciudadanos estén garantizados. Eso es olvidar que el ejercicio de esos derechos, como la libertad de expresión, no sólo deja margen para actuar mal, sino que inevitablemente genera fricciones y conflictos en una sociedad pluralista. Por lo demás, los ejemplos de la vida cotidiana ponen de manifiesto su importancia en el trato con los demás, incluso los más cercanos, que nunca son cómo nos gustaría. Bien puede decirse por ello que es un condimento que no puede faltar en eso que Tomás y Valiente llamó el ‘arte de la convivencia’, no sólo en la vida pública sino en la privada.
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