Hay un punto del sistema político español (y del resto de democracias occidentales) que es increíblemente importante y al que nunca se le presta suficiente atención: el sistema de selección de líderes de los partidos.
Para un político, llegar a la secretaria general del PSOE o la presidencia del PP es el paso más difícil de todos en el camino para llegar a la Moncloa. Ganar unas elecciones generales y cerrar una coalición parlamentaria es, sin duda, algo difícil, pero es una competición en la que tienes uno o dos oponentes. Sacar más votos que el rival requiere más suerte con la situación económica en la que se encuentra el país que otra cosa.
Para ocupar el despacho principal en Ferraz o Génova, sin embargo, uno tiene que convencer, persuadir, intimidar, encandilar, confundir y vencer no a un rival, sino a una verdadera horda de notables, ministros, diputados, presidentes autonómicos, famosos televisivos y maniacos sedientos de gloria sólo para llegar a candidato plausible, y ganar un congreso, primarias, o el sistema bizarro que haya adoptado el partido esta ronda para escalar hasta lo más alto. El viejo dicho de que los diputados en la bancada opuesta en el congreso son rivales, el de la tuya son enemigos es completamente cierto.
Digo esto, por supuesto, porque estos días creo que no soy el único que se pregunta qué diablos ha sucedido en el PP para que alguien como Pablo Casado llegue a liderar el partido. No me voy a meter en los vericuetos, cábalas, emboscadas y adorables chapuzas mortadelescas en la disputa entre Casado y Ayuso, porque las cosas se mueven tan rápido que cuando salga esta columna estará más que caducado. Pero creo que merece la pena pararse a pensar qué clase de organización interna tiene el principal partido de la oposición en España que ha acabado con su cúpula participando en este espantoso sainete.
El sistema de selección de líderes del PP se decidió en el XVIII congreso del partido en febrero del 2017, en un proceso al que nadie le prestó la más mínima atención. Es un sistema de doble vuelta, que empieza con unas primarias relativamente abiertas donde los militantes escogen a un candidato y los compromisarios para el congreso. Los dos candidatos más votados pasan a una segunda vuelta, y son los compromisarios quienes tienen la palabra final.
No voy a repasar la historia de esa campaña, que para algo están las hemerotecas, pero Soraya Sáenz de Santamaria fue la candidata más votada en primera vuelta, sacándole tres puntos de ventaja a Pablo Casado. El problema para Soraya fue que la tercera en la discordia en esa campaña, Maria Dolores de Cospedal, la odiaba profundamente, y decidió apoyar a Casado en la segunda vuelta. La combinación del fuerte respaldo por parte del PP de Madrid y la profunda tirria entre sus dos rivales aupó a Casado a la presidencia.
Los militantes tienen más voz que voto en este proceso; la decisión final se tomó en el congreso y fue fruto de un pacto entre élites
A todo pasado, es fácil ver que este sistema de selección de líderes tenía varios problemas obvios. El primero, y muy claro, es que los militantes tienen más voz que voto en este proceso; la decisión final se tomó en el congreso y fue fruto de un pacto entre élites. Segundo, el voto en la primera vuelta descartó candidatos sin preguntar a sus votantes qué tenían como segunda o tercera preferencia. Era perfectamente posible hacer un sistema de voto preferencial, pero se prefirió enviarlo al congreso. Finalmente, el congreso daba el poder a las élites del partido. Esto es algo que en sí mismo no siempre tiene que ser malo, ya que al fin de cuentas tienen más información sobre quién es un patán y quién es competente, y saben ganar elecciones, pero el problema es que las élites no tenían capacidad de pactar o acordar nada, sino que tenían que responder a una pregunta binaria.
El resultado fue… bueno, Pablo Casado. Soraya era alguien con muchísima más experiencia política que su rival (siete años de vicepresidenta, ministra, portavoz del gobierno…); Casado sólo era un diputado raso en el congreso y un vicesecretario de segunda fila en el partido. Es cierto que un político no se define únicamente por su experiencia en cargos relevantes, pero la idea de que un tipo de 37 años que llega al cargo porque sus dos rivales se odiaban entre ellas era la mejor salida para el PP ha resultado ser errónea.
Rajoy, sin embargo, dimitió tras la moción de censura, y se fue sin más, forzando una votación con las reglas más chapuceras posibles
Y es algo que se podría haber evitado, si el partido, el año anterior, alguien hubiera diseñado un sistema de selección mejor.
Lo más cómico de todo este asunto, por supuesto, es que los partidos políticos suelen redactar esa parte de sus estatutos con la intención de nunca tener que utilizarlos. La idea de la dirección del PP era, a buen seguro, de que Rajoy sería presidente unos años más y que escogería un sucesor, que sería un candidato de consenso entre todas las facciones del partido. Tendrían unas primarias con un candidato único (nadie se presenta para perder), y listos. Rajoy, sin embargo, dimitió tras la moción de censura, y se fue sin más, forzando una votación con las reglas más chapuceras posibles.
No sé qué futuro depara al PP, y no sé si Casado debe seguir o no en el cargo. Mi preferencia es que siga, aunque sólo sea por las horas de comedia involuntaria que nos está dando esta semana. Sin embargo, creo que es necesario hacer hincapié que este no es un problema exclusivo del PP, y que el PSOE ha tenido no una sino varias experiencias de cambios de liderazgo digamos cuestionables con reglas torpes y mal definidas. Vox y Podemos son jovencitos y aún no han tenido que renovar su cúpula demasiadas veces, pero este es un problema que se van a encontrar tarde o temprano.
Harían bien en prestarle atención. La batalla por el liderazgo interno de un partido político en una democracia parlamentaria es tan o más importante que las elecciones generales. Más vale que se haga con criterio.
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