Escribo hoy sobre un tema que, por desgracia, nunca pasa de moda en nuestro país y que, además, me ha tocado vivir en primera persona: el uso de la lengua común en los territorios con lenguas cooficiales.
La polémica con el catalán volvió a la palestra este verano con la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC) que ordenaba ofrecer a los alumnos la opción de realizar los exámenes de selectividad en cualquiera de las tres lenguas cooficiales (catalán, castellano o aranés). Y más recientemente con la enmienda que ERC ha colado al gobierno de la nación en los PGE de 2022 que obliga a las plataformas de streaming que ofrecen contenidos en España a incluir un 6% de contenidos en los idiomas cooficiales. La última polémica ha venido de la mano del Tribunal Supremo (TS), con una sentencia que obliga a las escuelas catalanas a garantizar que un 25% de sus contenidos se imparten en castellano.
Esta decisión no ha gustado ni a los partidos independentistas ni a los comunes, que consideran que se trata de un ataque intolerable al modelo de inmersión lingüística catalán. Desde la Generalitat se ha asegurado que hará todo lo que esté en sus manos "para no acatarla". El 'conseller' de Educación, Josep Gonzàlez-Cambray, ha enviado una carta a los directores de los centros educativos en la que les insta a no introducir cambios en sus proyectos lingüísticos para amoldarlos a las exigencias del alto tribunal.
Más allá de eslóganes que solo buscan la división y el enfrentamiento político, conviene hacer una reflexión crítica y sosegada sobre los argumentos que desde el gobierno de la Generalitat esgrimen en contra de cualquier modificación que reste importancia a la vehicularidad del catalán en las escuelas.
Para quienes desconozcan en qué consiste el modelo de inmersión lingüística que se aplica en todas las escuelas de titularidad pública del territorio catalán desde hace más de tres décadas, este se implantó con la aprobación de una primera ley en 1983, la Ley de Normalización Lingüística, y se consagró en 1998 con la aprobación de la Ley de Política Lingüística -que ya introdujo la vehicularidad exclusiva del catalán en la enseñanza no universitaria- y en 2006 con la aprobación de la reforma del Estatut de Cataluña -pues la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 no hizo modificaciones sustanciales sobre este-. El objetivo de este modelo era -y sigue siendo- el de restablecer el uso del catalán y extenderlo a la totalidad de la sociedad catalana.
Ni se ofrece la posibilidad de recibir la primera educación en una lengua diferente al catalán, ni se garantiza cuando algunos padres lo han solicitado motu proprio"
Resulta curioso que la primera ley de inmersión lingüística aprobada a principios de los 80 contemplase, en su artículo 14.2, el derecho de los niños a recibir su primera educación en su lengua habitual -fuese ésta el catalán o el castellano-. Una cuestión que no eliminó la ley de finales de los 90. Digo que es curioso porque quien, como yo, ha estudiado en una escuela pública catalana, sabe que esto no es así, que ni se ofrece la posibilidad de recibir la primera educación en una lengua diferente al catalán, ni se garantiza cuando algunos padres lo han solicitado motu proprio. Además, lo consagrado en el artículo 14.2 resulta ligeramente contradictorio con lo establecido en el artículo 21.5 -que el “alumnado no debe ser separado en centros ni en grupos de clase distintos por razón de su lengua habitual”.
Sea como fuere, la realidad catalana es que los padres que no pueden pagar un colegio privado, no pueden elegir en qué idioma escolarizar a sus hijos. Y que, mientras administraciones como la aragonesa o la madrileña apuestan por introducir el bilingüismo en la educación obligatoria, para aumentar las competencias lingüísticas en inglés de sus alumnos, en Cataluña las clases dirigentes siguen apegadas al monolingüismo.
Así como los catalanoparlantes tienen derecho a poder usar su lengua en su territorio, los castellanoparlantes no tienen menos derecho a ello"
Pues la cuestión de la lengua, que tiene gran parte de sentimentalismo -cualquier sociedad quiere preservar sus características culturales a lo largo del tiempo-, se olvida de algo todavía más importante: los derechos de sus hablantes. Cuando hablamos de derechos lingüísticos, no debemos perder de vista que la titularidad de los mismos no es de las lenguas, ni tan solo de los territorios, que ni sienten ni padecen, sino de sus hablantes. Y así como los catalanoparlantes tienen derecho a poder usar su lengua en su territorio, los castellanoparlantes no tienen menos derecho a ello. Esto no depende del número de personas que constituyen uno u otro grupo. Ni siquiera depende del número de personas que de facto soliciten ser escolarizados en uno u otro idioma, o del riesgo de desaparición en que una lengua se encuentra -el catalán, desde luego, no lo va a hacer en Cataluña-. El derecho a poder usar y recibir la enseñanza en la lengua materna, que casualmente es la lengua cooficial, es un derecho individual que los poderes públicos deben tener la obligación de garantizar.
Para los liberales, la situación ideal sería aquella en la que fuesen los padres los que tuviesen la posibilidad de escoger entre una oferta de centros educativos con libertad para desarrollar sus programas educativos en la lengua que considerasen. No obstante, como esto sería contradictorio con el mencionado artículo 21.5 de las leyes de 1983 y 1998, la solución del TS es un second best. Introducir un 25% de contenidos en castellano no supone ningún ataque al catalán, sino que es la forma de adecuar la escuela a la realidad social catalana. Si además se incluyese otro 25% en inglés, la situación mejoraría con creces, pues vivimos en un país en el que no podemos sacar demasiado pecho del nivel de inglés de nuestros estudiantes.
En cualquier caso, la escuela de todos -como quienes defienden el monolingüismo en la escuela catalana intentan vender- no puede ser de todos si excluye a una parte de sus ciudadanos. Las lenguas son un vehículo de comunicación y deben garantizar la comunicación fluida entre los ciudadanos de un territorio concreto, y no una herramienta de construcción nacional o de división política. Aunque es cierto que forman parte del patrimonio cultural de una sociedad concreta, y que tiene todo el sentido que esa sociedad quiera cuidarlo, existen mecanismos para ello que no pasan por ignorar los derechos individuales de una parte de la ciudadanía.
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