Estuve en el escrache a Rosa Díez en el campus de Somosaguas de la Universidad Complutense en 2010. En concreto, dentro del salón polivalente que reemplazó a la legendaria moketa de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología. Estuve allí para ver a la entonces líder de la extinta UPyD, y estuve para mi vergüenza del lado de la mayoría silente que permitió que Pablo Iglesias, Íñigo Errejón y otros insignes fundadores de Podemos impidieran hablar a una política que ni siquiera ostentaba un cargo público. Luego vendrían muchas más cancelaciones.
Porque, a pesar del uso extendido de la voz porteña escrache, lo que el nasciturus Podemos inauguró en España, hace casi 15 años, lo que hoy llamamos “cultura de la cancelación”. También un préstamo transatlántico, pero de mayor precisión cuando el suceso en cuestión ocurre en contextos universitarios y con una intencionalidad inequívocamente censora. Gracias al contador de la National Association of Scholars, hoy sabemos que la frecuencia de este tipo de censura se comenzó a disparar a partir de 2015 en las universidades estadounidenses. Los alumnos (¡y profesores!) de la Complu lo pusieron de moda varios años antes. Podemos aquí sí apareció en vanguardia.
No es preciso hacer un recuento de todo lo que vino después de aquel embrionario incidente de Rosa Díez (si bien es cierto que no fue el primero en España sí que fue el primer caso de relieve en Madrid) ni recalcar cómo las turbas universitarias españolas parecen tener predilección por las políticas, mujeres. El reciente acoso sufrido por Isabel Díaz Ayuso es lo contrario a un hecho aislado. Es parte de una tendencia que coincide a nivel nacional con el nacimiento de Podemos.
Se ha reparado menos en el carácter absolutamente falso, rayano en lo delirante, de las acusaciones que se suelen verter para justificar estas acciones violentas
Los pretextos que se utilizan parar acallar a estas mujeres también siguen un mismo patrón. Se ha hablado mucho, con diversos matices, de odio ideológico e inmadurez política, taras obviamente presentes en los que protagonizan estos espectáculos. Pero se ha reparado menos en el carácter absolutamente falso, rayano en lo delirante, de las acusaciones que se suelen verter para justificar estas acciones. No es la hipérbole hormonada que se puede esperar en posadolescentes necesitados de autojustificaciones. Es directamente la mentira pura y dura. La que sostenía que la Rosa Díez socialdemócrata de entonces era una fascista, o la pretensión de que Inés Arrimadas y Cayetana Álvarez de Toledo candidatas por Barcelona querían prohibir el catalán. “Ayuso, asesina” es el culmen de esta espiral desquiciante.
Otra mujer, Hannah Arendt, advirtió que la verdad requiere de valentía. Las ideas preconcebidas nos alejan de la experiencia vivida, aquella que nos permite asir lo verdadero. El arrojo en cierto modo sería la contracara de la mendacidad, pues para llegar a la verdad hay que tener agallas. De esas de las que carecen los chillones de Ciencias de la Información. Y las que tampoco tuvo su portavoz, incapaz de completar el gesto infantil pero verdadero de romper el título por el que decía sentir tanto escarnio.
Serenidad y argumentos
Arendt también destacó que a la verdad hay que rescatarla de la política. Nada nuevo hay en la relación difícil entre los políticos y la verdad. Pero frente a las mentiras de los políticos tenemos mecanismos, recursos, respuestas. La libertad de prensa, los tribunales, la propia universidad. ¿Qué ocurre cuándo la mentira medra entre sectores amplios del estudiantado universitario? ¿Cómo acudir en socorro de lo cierto y veraz?
Los jóvenes catalanes de S’ha Acabat son el modelo. Serenidad, argumentos, gallardía. Sin embargo, la respuesta que vimos en la Complutense por algunos alumnos comprensiblemente indignados con lo que estaba sucediendo fue una de reciprocidad: “Fuera, comunistas, de la universidad”. El pie en pared que algunos reclaman no puede sujetarse sobre la imagen especular de la superchería ajena.
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