En uno de sus adagios más recurrentes, Albert Rivera proclamaba: “Cambiaremos el país por las buenas o por las urnas”. Lo que entonces parecía una ramplona metonimia reveló anoche, de manera inopinada (las urnas, recordémoslo, no ‘hablan’), un significado verosímil. En efecto, la coalición a la que los dos grandes partidos españoles han sido renuentes, negándola incluso como hipótesis, es la única solución plausible para la formación de un Gobierno que esté en disposición de efectuar un primer recuento de daños.
En este sentido, la ambigüedad del mensaje de Pablo Casado, al hablar, por un lado, de estudiar lo que plantee Pedro Sánchez, y, por otro, de incompatibilidad de programas, deja un resquicio a dicha posibilidad. Mayor, en cualquier caso, que el que permite vislumbrar la actitud de Pedro Sánchez, que no pretende sino la capitulación del adversario, no importa cuál. Que el rescate de España pasa inexorablemente por un acuerdo de Gobierno entre el PSOE y el PP lo demuestra la amalgama antiespañola en que se ha convertido una porción del Hemiciclo: a la entada de la CUP se suma la obtención de grupo parlamentario por parte del posterrorismo, y ello sin apenas menoscabo del resto de fuerzas nacionalistas: JxCat, ERC o PNV. La Gran Coalición (acostumbrémonos a familiarizarnos con el sintagma, siquiera por afán de apostolado) limitaría, asimismo, la influencia de Podemos y Vox, vengadores tóxicos.
La opción de Manuel Valls
El (otro) triunfador de esta ‘segunda vuelta’ (de la que, a diferencia de lo que ocurre en Francia, ha salido reforzado el extremismo) ha sido Manuel Valls. Hoy por hoy, es el único político capaz de recomponer el espacio que ocupaba Ciudadanos (y el pretérito es anterior, muy anterior al funeral de anoche). El desprecio de que Valls fue objeto por parte de Rivera es sólo una de las causas que han precipitado la debacle. Tales son las dimensiones de la misma que Rivera debería dimitir, sí, pero no hay nadie, absolutamente nadie en Ciudadanos, que pueda reemplazarle. Sobre todo, porque Rivera ha premiado la obediencia y castigado el disentimiento, y a rebufo de ese criterio han prosperado en el partido auténticas medianías. Como ocurre con los suicidios reales, también el de Ciudadanos ha sido multifactorial.
El paisaje moral que ha enmarcado estas elecciones (las más importantes, por cierto, que se han celebrado nunca en España, pese a que la campaña exprés sugiriera que estábamos ante un mero trámite) presenta un grave deterioro. Las dos muletillas que los informadores suelen incrustar en sus crónicas, ya saben, la equiparación de los comicios con una “fiesta” y la “total normalidad con que vienen transcurriendo las votaciones” han dejado de ser un jirón extemporáneo, deudor de aquella España que se aventuraba trémulamente en la senda de la libertad, para convertirse en un dato relevante. Y, por lo que toca al día de ayer, falso. (En puridad, y si nos atenemos a la anomalía vasca, siempre lo ha sido.) Que una candidata constitucionalista fuera increpada en su colegio electoral, que la amenaza de boicot pendiera sobre los comicios o que la procesionaria (copyright, Espada) acudiera a las urnas con lazos amarillos no debe tenerse por normal ni por festivo. En cierto modo, entre los principales cometidos del nuevo Gobierno figura el de (re)conciliar, conforme al mandato krausista, lenguaje y sentido.
Paradójicamente, la entrada en el Congreso de Teruel Existe es una excrecencia menor de esta exaltación de los particularismos que ha ido carcomiendo nuestra democracia. Y añade un ápice de posteridad al célebre compromiso de Julio Camba de hacer de Getafe una nación.
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