Desde hace un par de semanas, el escritor Fernando Aramburu no ha dejado de informar a sus lectores/seguidores en la red social Twitter de cómo en su Alemania de residencia sus conciudadanos estaban acaparando papel higiénico como si no hubiera un mañana del que levantarse. La semana que termina empezó con una avalancha de españoles sobre las estanterías y lineales de los supermercados actuando como relámpagos sobre las fuentes de carne envasada, destinadas a ser congeladas por lo que pueda pasar, y el citado papel higiénico, uno de los avances más suaves y confortables de la humanidad. No nos echemos demasiado encima y que sirva de ejemplo que los alemanes también lo hacen. Aunque, como explicaba el profesor de Instituciones Políticas en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra, Francisco Gómez Antón, no es lo mismo gobernar alemanes que españoles, en una democracia el miedo es libre como todo lo demás.
La globalización se ha llevado por delante los estereotipos que con saña han hecho de las suyas en los chistes en los que aparecían tipos de distintas nacionalidades. El sistema descentralizado alemán no es ni mejor ni peor que el nuestro. Aquí tenemos a Torra tirando de la cuerda supremacista todos los días y en Alemania, las autoridades locales de Leipzig se negaron a prohibir la entrada de público en el partido de la Champions contra el Tottenham a pesar de las recomendaciones del Gobierno federal de la señora Merkel. La deslealtad o la desobediencia va por barrios y es en los momentos más duros o delicados cuando aflora en los lugares menos sospechosos. La crisis del coronavirus iguala, salvo a la prima de riesgo que todavía distingue entre deuda alemana y las del sur de Europa, como en plena crisis del euro. Los inversores siguen viendo marcos alemanes, pesetas españolas y liras italianas cuando se trata de prestar, comprar o vender deuda soberana de alguno de los estados miembros de la zona euro.
España se tiene que quedar quieta durante un par de meses hasta que el tiempo pase y que mientras nos traen la vacuna
El remedio para el pegajoso COVID-19 es la quietud. El resumen de todos los consejos y advertencias es que España se tiene que quedar quieta durante un par de meses hasta que el tiempo pase y que mientras nos traen la vacuna, el calor barra lo que quede en pie del virus que está poniendo en jaque tanto a nuestro sistema sanitario como al de los demás países. No hay quien aguante un proceso tan inesperado. En una democracia liberal hay que persuadir con una información veraz. Se trata de meterle en la cabeza al ciudadano que no solo es por su bien, sino por el prójimo; es decir, el próximo. Nos ha costado a todos darnos cuenta de la realidad porque lo que está ocurriendo paraliza y frustra a una sociedad acostumbrada a la instantaneidad líquida en las decisiones. La epidemia no se va a arreglar con un clic. Solo la madurez en la respuesta permite salir adelante. Por eso se ha echado en falta que quienes tienen la responsabilidad de liderar la crisis desde el mando conseguido en las urnas y en una investidura no haya estado más presente con una respuesta más clara y menos táctica.
La manifestación del 8-M
El pasado lunes por la mañana, a eso de las diez y media de la mañana, una comitiva de al menos diez coches, con un par motoristas abriendo paso, atravesaba el centro de Madrid, ante la quietud de la estatua de Alonso Martínez, camino del Paseo del Prado, donde se encuentra el Ministerio de Sanidad. Nada que objetar a la escena que incluye a uno de los escoltas con la cabeza fuera del coche, mirando desde el hueco de su ventanilla con agudeza de águila y tensión de guepardo. Lo que llevaba entre las manos no se veía, pero sí se intuía. El presidente del Gobierno debe ir protegido y a toda prisa, lógicamente, por seguridad. Otra cosa es que el encargado de su comunicación política difunda después un vídeo de Sánchez, le ponga música suave pero épica, como si un jefe de Estado descendiera de su pedestal para participar en el comité de expertos que no se atrevió a suspender la manifestación del 8-M de unas horas antes. El vehículo de Sánchez circuló rápido como si tuviera la necesidad de corregir cuanto antes no haber empezado a contener con más dureza el brote de coronavirus, por lo menos una semana antes.
El Gobierno no hace política sino táctica. Quede escrito que, si no desconvocaron la marcha del día de la mujer por razones ideológicas, sería como para pedir alguna dimisión cuando todo esto pase. Las consecuencias de esa irresponsabilidad empiezan a saltar a la vista en el propio Consejo de Ministros. Sánchez habló de desgobierno y otras lindezas cuando en España hubo quien pidió que los misioneros afectados por ébola se quedaran en Africa para morir y ni siquiera había pasado una semana del primer caso. No vale decir que 2014 está muy lejos. ¿Qué hubiera ocurrido si el Gobierno de Rajoy permite una manifestación organizada por el Foro de la Familia y al día siguiente endurece la respuesta a la crisis sanitaria y la Comunidad Madrid, por supuesto también del PP, cierra colegios y universidades? Sin estar en el Gobierno se ha echado la culpa a los recortes del PP, a los que siempre se recurre, obviando el agujero que en las cuentas públicas dejaron aquellos que por sistema acuden a culpar a Rajoy o a Aznar de todos los males de la España contemporánea. Vivimos en democracia y no se nos puede pedir silencio, pero sí responsabilidad. Por eso conviene que la edad adulta llegue por completo a la gobernanza de España para explicarnos que quietos es como mejor estamos y nos lo creamos a la primera sin necesidad de ponerle una música celestial a una reunión donde se administra la salud pública.
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