El propósito de Pedro Sánchez de alcanzar la investidura a cualquier precio, cediendo ante quienes desean descuartizar España, forzando para ello la Constitución y las leyes, ha causado un terremoto político con expresidentes y exmiembros del gobierno rasgándose las vestiduras ante la extremada gravedad de la situación. No les falta razón y, sin embargo, sus argumentos alcanzarían mayor consistencia si, al mismo tiempo, formularan la correspondiente autocrítica, reconociendo que la conducta de Sánchez se apoya en demasiados precedentes. Porque de los polvos que algunos aventaron imprudentemente en el pasado vienen los presentes lodos.
La cesión ante el nacionalismo disgregador no comenzó ayer, ni el mes pasado, sino hace décadas. Al principio se limitó a cuestiones aparentemente insustanciales, pero, paso a paso, fue ganando más y más recorrido, adquiriendo una gravedad en permanente in crescendo hasta que, finalmente, Sánchez pretende ascender el par de peldaños que restan hasta esa cota desde la que se divisa la desintegración. Casi todos los expresidentes brindaron concesiones acumulativas a los nacionalistas… a cambio de un plato de lentejas. Ahora claman, a coro con el Capitán Renault, ¡qué escándalo, hemos descubierto que aquí se juega!
Pocos observadores fueron conscientes de esta larga y peligrosa deriva, porque la quiebra de la soberanía se produjo a cámara lenta, poco a poco, grieta a grieta. Dicen que una rana saltará instantáneamente fuera de la cazuela si cae en agua hirviendo. Pero si el agua está tibia y se calienta lentamente, se habituará paulatinamente a temperaturas crecientes hasta que acabe cocida. El síndrome de la rana hervida es una alegoría que alerta de la incapacidad, o falta de voluntad, de los seres humanos para percibir peligros o amenazas que se ciernen gradualmente, no de una vez. Cuando finalmente se recobra la consciencia, el mal se encuentra tan avanzado y arraigado, que la salida resulta ya muy difícil.
Un peligroso cóctel desintegrador
La entrega, pieza a pieza, a los independentistas constituyó un proceso prolongado al que contribuyeron varios elementos disfuncionales de nuestro sistema político, dos de ellos muy directamente: a) un sistema electoral que dificulta la obtención de mayorías absolutas y b) un modelo de descentralización territorial completamente abierto, que permitía el traspaso de cualquier competencia a las autonomías.
La moda de implantar métodos electorales dirigidos a dificultar o evitar la obtención de mayorías absolutas causó furor en Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Con el recuerdo cercano de los nazis alcanzando el poder por las urnas, el bando vencedor auspició sistemas electorales proporcionales, capaces de impedir que partidos totalitarios, políticos aventureros o grupos ajenos al consenso ejercieran el poder en solitario. Pero rápidamente se comprobó que este invento generaba más problemas de los que resolvía, pues entorpecía la gobernabilidad y concedía un desproporcionado poder de veto a las minorías. De hecho, países como Francia lo suprimieron muy pronto. Sin embargo, los padres de la Transición acabaron adoptándolo a pesar de sus nocivos resultados. Y sus estragos iban a ser en España mucho más graves porque los minoritarios, esos a los que se concedía el poder de veto y chantaje, eran partidos empeñados en desmembrar la nación.
El segundo elemento era un modelo de descentralización territorial (el Estado de las Autonomías) que, lejos de responder a un diseño bien meditado, con reglas eficaces y estables, se abstenía de establecer un claro reparto de competencias entre el centro y las regiones: prácticamente cualquier atribución del Estado podría ser cedida a las autonomías en el futuro. Con ese grado de ambigüedad, más que de una organización territorial, se trataba de un proceso, un camino que podría llevar a casi cualquier lugar, dependiendo de las componendas a que fueran llegando los partidos.
La combinación de estos dos elementos constituía una bomba de relojería, especialmente en un entorno donde los controles y contrapesos funcionaban muy deficientemente y donde los perversos mecanismos de selección de la clase política iban alzando al poder a unas generaciones de dirigentes cada vez con menos principios y escrúpulos, hasta llegar a los extremos actuales. El desmembramiento territorial no era más que el fin inevitable, la consecuencia lógica de todos estos mecanismos.
El sistema siempre evolucionaba en sentido centrífugo porque, en cada apaño, el gobierno nacional obtenía algo temporal, apoyos en el Parlamento, cediendo a cambio algo permanente, unas competencias que nunca serían devueltas
Como era de esperar, los traspasos de competencias a las autonomías no siguieron un criterio racional de eficacia en la prestación del servicio, sino una regla de mera conveniencia política. En las legislaturas sin mayoría absoluta, estos traspasos eran la típica moneda con la que se pagaba a los independentistas los votos para la investidura. El sistema siempre evolucionaba en sentido centrífugo porque, en cada apaño, el gobierno nacional obtenía algo temporal, apoyos en el Parlamento, cediendo a cambio algo permanente, unas competencias que nunca serían devueltas.
Así, la dinámica empujaba lenta, pero inexorablemente hacia la desintegración, con un Estado que, poco a poco, iba siendo despojado de atribuciones, desapareciendo prácticamente de algunas regiones donde las leyes españolas comenzaron a ser vulneradas con toda impunidad. Este reparto de la soberanía nacional por despojos era secundado a posteriori por los partidos de ámbito nacional tras descubrir que cada competencia transferida a las autonomías multiplicaba considerablemente el número de puestos a repartir entre militantes, simpatizantes y amigos. La deriva no encontraba freno en un entorno donde el ejecutivo no estaba sometido al contrapeso del legislativo y donde magistrados del Tribunal Constitucional, vocales del CGPJ o miembros de otros órganos jurisdiccionales, acataban con demasiada frecuencia las directrices del partido que los había propuesto o apoyado. Allá van leyes do quieren reyes.
Pedro Sánchez no es exactamente la enfermedad, sino un síntoma muy agudo de la dolencia que nos aqueja desde hace mucho tiempo y que ha ido agravándose ante la pasividad de la mayoría
Llegados a estas alturas, el presidente del Gobierno en funciones pretende ceder hasta extremos nunca vistos porque ya queda muy poco por entregar. Una vez traspasado el efectivo, las joyas y los muebles, Sánchez se ve obligado a arrancar las lámparas, los inodoros y las cañerías; todo lo que resta para clausurar el chiringuito. Pero no nos engañemos: por muy nefasto que sea el personaje, Pedro Sánchez no es exactamente la enfermedad, sino un síntoma muy agudo de la dolencia que nos aqueja desde hace mucho tiempo y que ha ido agravándose ante la pasividad de la mayoría. Porque los sistemas políticos que funcionan correctamente disponen de eficaces mecanismos de salvaguardia para impedir acciones ilegales o ilegítimas de gobernantes desaprensivos, psicópatas o malintencionados.
Tras tropezar múltiples veces en la piedra de las cesiones, a ningún político se le ocurrió reformar la ley electoral para facilitar mayorías suficientes, evitando así la permanente extorsión. Nadie propuso tampoco cerrar definitivamente el modelo autonómico, reasignando definitivamente las competencias entre el centro y las autonomías con criterios de eficiencia en la prestación de los servicios y no de mero cambalache político.
Por supuesto, la reforma de los puntos anteriores no resolvería todos nuestros problemas políticos, ni siquiera los más graves. Pero aliviaría sensiblemente los más acuciantes. Sin embargo, se diría que los esquemas establecidos en la Transición son percibidos como las Tablas de Moisés: verdades reveladas, dogmas o principios sagrados absolutamente intocables. Grave error: las democracias que funcionan aceptablemente son las que van reformándose a medida que descubren problemas o disfuncionalidades, aquellas que aprenden del error y muestran voluntad de corregirlo. Sin embargo, en su extremada visión cortoplacista, los partidos españoles concentraron siempre sus esfuerzos en alcanzar el poder, desentendiéndose de una arquitectura institucional que se descomponía a ojos vistas.
Atajar la causa de fondo
El presidente en funciones se ha hecho acreedor, con creces, a todas las críticas que está recibiendo y, por supuesto, merece ser apartado del poder. Pero constituiría una grave equivocación pensar que la tragedia de España proviene de la acción de un solo individuo surgido de la nada: creer que “muerto el Pedro se acabará la rabia”. Porque, si no se toman medidas para atajar las causas de fondo, todos estos males se reproducirán una y otra vez hasta que… el agua alcance el punto de ebullición.
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