Opinión

España subastada

La banda ha vendido España. Lo ha hecho a sabiendas de que se quiere deshacer del único patrimonio común que la ciudadanía tiene: su nación. La parcela colectiva que nos

La banda ha vendido España. Lo ha hecho a sabiendas de que se quiere deshacer del único patrimonio común que la ciudadanía tiene: su nación. La parcela colectiva que nos hace iguales ante la ley y nos protege de arbitrios y abusos de poder es troceada por el mismo poder del que nos debemos cuidar. Un poder con cada vez menos legitimidad democrática (ya veremos cuánta legitimación social le queda después de todo esto), enemigo de la separación de poderes, amigo de los decretazos sin consenso ni razón y amante de limitar libertades fundamentales y de privilegiar a territorios gobernados por fuerzas racistas, xenófobas y abiertamente contrarias al orden constitucional.

Vender a trozos la única propiedad colectiva que merece la pena es, sin duda, el plan mayor y más siniestro del sanchismo y sus infames socios, pero no el único. Necesitan, para llevar a buen puerto su ignominioso propósito, alterar el orden natural de la lógica, construyendo marcos retóricos que nadie pueda rebatir; si lo haces, entras en su terreno discursivo y ya no denuncias y discutes lo que importa de verdad a la ciudadanía, y si no lo haces, das por bueno el axioma, por lo general, falso e inventado. Su proyecto ideológico consiste en defender realidades sin sentido con el fin de que el tiempo las acabe haciendo cómodas para la costumbre popular. Subastar España requiere de aliados a la causa y altavoces fecundos en negar tamaño dislate, pero que difundan con precisión las cortinas de humo del despiste (Franco, memoria democrática, matrias, niñes y demás batiburrillo populista de profunda indigencia intelectual) y defensores de parné y carné que atribuyan a su todopoderosa Sanchidad el laurel de la recuperación y el progreso.

La izquierda de las fábricas ha dado paso así a una nueva izquierda fabricada: platós, plazas y ágoras digitales. Y a vivir de la causa ajena

Hoy, nos gobierna la izquierda más nacionalista, privilegiadora y creadora de desigualdades que jamás ha tenido España. Junto a ella, la izquierda de salón, que se montó un partido cuando advirtió que protestar en el sofá desahoga, pero no aumenta la cuenta corriente. La izquierda de las fábricas ha dado paso así a una nueva izquierda fabricada: platós, plazas y ágoras digitales. Y a vivir de la causa ajena. Son un compendio de ocurrencias liberticidas, sin asidero moral alguno más que segmentar las diferentes víctimas que se inventan o recrean. Gobiernan sin principios, y articulan las medidas y acciones bajo capas excusatorias y exculpatorias de defensa de derechos que ya existen, escondiendo su real y siniestro objetivo: recompensar a quien les permite seguir viviendo de un presupuesto público cada vez más privatizado por intereses sociológicos y electoralistas. Como la lucha de clases ya no cuela y ascender a ser casta parasitaria no se alcanza de un día para otro, se necesita segmentar el odio a razón de una causa/víctima semanal. Se han dado cuenta de que crear víctimas es rentable. Ya les estamos viendo darnos la turra, en plena canícula estival, con la figura del supuesto oprimido mental, ese esclavo de sí mismo y sojuzgado por el malvado sistema opresor llamado capitalismo que le hace querer ser mejor cada día, culpando a este sistema de libertades imperfectas, que nos hace humanos en el error, de cualquier fracaso de la humanidad. ¡Quia!

Para el estado mental del buen socialista, el de hoz y Martini, si hay que hablar y defender la esclavitud, mejor defender la tradicional, la que saben que funciona, la de trabajos forzosos

Esta izquierda vaga, en pensamiento y acción, que sostiene que el capitalismo esclaviza, es la misma que honra a Lenin cada año, la misma que busca el eufemismo del día para no llamar dictadura a una dictadura y la misma que dedica paseos aeroportuarios a tiranas bolivarianas para mayor escarnio del gusto democrático. La misma. Para el estado mental del buen socialista, el de hoz y Martini, si hay que hablar y defender la esclavitud, mejor defender la tradicional, la que saben que funciona, la de trabajos forzosos y campos de reeducación y concentración, la de cartillas de racionamiento y puros habanos. A esta izquierda se le perdona todo porque llevan un siglo comprando las conciencias de medio mundo. No es superioridad moral, es cerebro anestesiado, incapaz de pensar en ideas más allá de ideologías y anulado para siempre de hacer toda crítica al poder que lo sojuzga: un cerebro esclavo del nuevo despotismo iletrado que nos gobierna.

Por eso, hay que denunciar al liberticida allí donde pasta y gobierna, o donde oposita a pastar y gobernar. Y no se debe ser equidistante con esto y buscar la excusa para culpar a otro de una futura quita de libertades. Hoy, quienes limitan espacios de convivencias, derechos fundamentales y libertades individuales están en un bando, los de la banda, y la guerra cultural, ideológica y política debe ser contra ellos. Buscar sendas equilibradoras no te hace más de centro ni más liberal, sino más cobarde.

De manera desgraciada, la banda de Sánchez ha conseguido que en la España de hoy se remede, en dialéctica y comportamiento político, la fatídica década ominosa del pasado siglo

La certidumbre en el orden colectivo, que Popper advirtió con precisión en La sociedad abierta y sus enemigos, nos aboca, por expreso deseo de esa izquierda de trinchera y jardín, a repetir el mismo patrón de conducta que destruyó las instituciones y aniquiló la libertad y la convivencia social en la primera mitad del pasado siglo. La nueva marea totalitaria se viste con ropajes de libertad y progreso, el marco mental favorito de quienes esconden su carácter reaccionario. En realidad, no hay peor cesión de la libertad individual que la que se hace en nombre de una causa, proyecto, movimiento o partido. capaz de convertirse, por sí mismo, en una ensoñación totalitaria de todo sátrapa con ínfulas. De manera desgraciada, la banda de Sánchez ha conseguido que en la España de hoy se remede, en dialéctica y comportamiento político, la fatídica década ominosa del pasado siglo.

Y ese colectivismo desapegado ha propiciado, como reacción consecuente, el auge de reacciones endógenas que buscan en el único patrimonio común que tiene la ciudadanía, la nación, el mejor asidero moral sobre el que diseñar y construir un futuro. Por aquí hay que empezar de nuevo. Si recuperamos la oportuna trascendencia en aquello que nos sirvió para identificarnos con ese todo de libertades que es la España moderna, dejaremos atrás inventos populistas y gobiernos de insuficiencia circulatoria.

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