Desde que el amplio espacio liberal-conservador se fragmentó en tres pedazos como consecuencia de la abulia oficinesca, el vaciamiento ideológico y el afloramiento de graves escándalos de corrupción que pulverizó el Partido Popular a partir de 2004 hasta su Congreso Extraordinario de 2018, han abundado los análisis doloridos que nos recuerdan recurrentemente hasta qué punto la división del otrora compacto bloque de centro-derecha entrega el poder a la izquierda. Esta lamentación se ha agudizado por la infausta circunstancia de que una coalición de socialistas, separatistas, comunistas y filoterroristas han apuntalado un Gobierno de tan inquietante catadura que hasta su presidente reconoció antes de formarlo que le quitaba el sueño.
Muy debilitada tiene que estar una sociedad en sus valores morales y en su instinto de conservación para propiciar que un aventurero sin escrúpulos encabece un Ejecutivo en el que no falta lo peor de cada casa. Sin embargo, esta es la lamentable situación en la que nos hallamos los españoles y a los que nos queda suficiente lucidez como para darnos cuenta de que el desastre nos acecha, sólo nos cabe continuar trabajando para salir lo antes posible de este horror.
Y es en esta tesitura de buscar caminos de salida a la pesadilla que habita en La Moncloa cuando ha surgido la iniciativa del hoy enflaquecido partido azul de articular una coalición electoral de las tres fuerzas constitucionalistas. Si bien esta propuesta se ha justificado sobre la innegable base de que la dispersión del voto es duramente castigada por nuestro sistema electoral, apenas se ha hecho referencia al motivo de mayor peso para llevarla adelante, que no es otro que vivimos una etapa de emergencia nacional en la que la existencia misma de la Nación está seriamente amenazada. Si un agresor externo se dispusiera a atacarnos con el propósito de aniquilar a España y borrarla de la faz de la Tierra, al estilo de la intención manifestada por los ayatolás iraníes respecto a Israel, es de suponer que el PP, Cs y Vox cerrarían filas, aparcarían cualquier diferencia doctrinal o programática y se concentrarían codo con codo en salvar a la patria de ser arrasada.
No es otro Estado el que se apresta a destruirnos, sino una parte de nuestro propio Estado el que manifiesta sin recato semejante idea
Pues bien, esta es exactamente la coyuntura terrible en la que estamos atrapados, salvo el detalle de que el tal enemigo es interno y no foráneo. No es otro Estado el que se apresta a destruirnos, sino una parte de nuestro propio Estado el que abriga y manifiesta sin recato semejante idea. Es un nutrido grupo de golpistas cabalgando sobre varios millones de nuestros conciudadanos previamente inoculados del virus del odio y del supremacismo insolidario los que utilizando las instituciones y los recursos que nuestro orden constitucional les ha confiado, pugnan con impune contumacia por demoler el edificio construido en la Transición y con él quinientos años de unidad nacional.
Es más que obvio que ante tan sobrecogedora posibilidad, todas las formaciones políticas que están comprometidas con la pervivencia de España como Nación deberían presentar un frente compacto por encima de cualquier otra consideración o interés personal o partidista. Además, si examinamos objetivamente las coincidencias y las discrepancias entre los tres, no difieren significativamente ni en su modelo económico, ni en su voluntad de mejorar la calidad de nuestra democracia ni en su convicción profunda de que España ha de seguir siento un espacio cohesionado de ciudadanos libres e iguales. Es verdad que en cuestiones de moral familiar, educación, organización territorial e integración europea las distancias llegan a ser grandes, pero es obligado preguntarse si tiene sentido discutir sobre qué música ha de tocar la orquesta mientras se nos arrebata la pista de baile bajo nuestros pies.
Privilegios y categorías
La denuncia de la traición de Pedro Sánchez a los principios esenciales del socialismo, es decir, la igualdad y la solidaridad, para aliarse con nacionalismos de secesión de raíz identitaria que exigen privilegios y la consagración de distintas categorías de ciudadanos en derechos y deberes según su lugar de residencia o su pertenencia a una determinada tribu, resulta plenamente justificada, pero la atención preferente a las carreras políticas individuales o al mantenimiento del negocio particular en momentos tan trágicos como los que atravesamos es también una forma de colaboracionismo nada edificante.
España Suma es un excelente proyecto, muy necesario si queremos evitar la catástrofe, pero para que salga adelante, las siglas y las vanidades narcisistas han de palidecer para darle brillo. Si al final mezquinos enfoque partidistas o imperdonables errores de visión impiden la unión de todo lo que queda de alto, noble y saludable en nuestros lares, lo que es ruin, bajo y deletéreo prevalecerá y nada podrá librar a España del desgarro interno y la irreversible disolución.
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