Opinión

La España suplicante

Parece que el fango es lo único que tenemos asegurado, cubriendo una deuda enorme que ni siquiera nuestros bisnietos serán capaces de cancelar

Europa está atravesando uno de los momentos más complicados de su historia reciente. Francia y Alemania, los motores tradicionales del continente, están tambaleando al mismo tiempo. Una crisis política en París y un vacío de liderazgo en Berlín parecen haber sincronizado sus relojes para coincidir con un deterioro económico que promete un futuro sombrío para España.

Francia está atrapada en un callejón sin salida. Su deuda nacional ha alcanzado niveles que coquetean con lo impagable, mientras los extremos políticos, desde la izquierda hasta la ultraderecha, bloquean cualquier intento de reforma fiscal. Con la reciente salida de su primer ministro, tras una moción de censura, la crisis política se suma a una tormenta económica perfecta que Emmanuel Macron difícilmente podrá capear.

La carta de François Bayrou como nuevo primer ministro puede ser la última capaz de hacerse con una baza que al pequeño Macron ya le queda muy grande. En la novela Sumisión, de Michel Houellebecq (2015), en la que Francia se convierte al islamismo, el nuevo presidente, Mohammed Ben Abbes, nombra primer ministro justamente a este mismo señor Bayrou.

Parálisis peligrosa

El relato justifica esta designación del presidente islámico para quitarle el temor a los franceses y convencerlos de que Francia no se va a convertir en un califato. Entonces, como elemento tranquilizador, lo designan justamente a Bayrou. El mismo señor que acaba de nombrar Macron como primer ministro. Creer o reventar.

El filósofo francés Albert Camus escribió alguna vez: “La verdadera generosidad hacia el futuro consiste en darlo todo al presente”. Pero en el caso de Francia, parece que el presente está atado a un pasado de gasto descontrolado y políticas fiscales insostenibles. Los franceses, maestros del arte de la protesta, tienen poco interés en soportar más austeridad, lo que deja al país en una peligrosa parálisis.

En Alemania, las cosas no están mucho mejor. Aunque la situación económica es menos dramática que en Francia, el panorama político está lejos de ser estable. La coalición gobernante se ha roto y las elecciones anticipadas están a la vuelta de la esquina, con la ultraderecha posicionándose para ser la segunda fuerza política del país.

Mientras tanto, el mercado laboral alemán muestra señales de debilidad. Grandes fábricas están despidiendo trabajadores en un país que siempre ha sido sinónimo de estabilidad económica. La unión está debilitada, y la sensación generalizada de inestabilidad se ha convertido en el caldo de cultivo perfecto para el auge de los populismos.

Las rodillas de los españoles europeístas ya sangran y duelen de tanto rogar salvatajes y ayudas. Porque también se arrodillan cuando votan todo lo que haya que votar a cambio

Como el español, cabeza de playa en Europa para el desembarco de todo un ideario clientelar que es resultadista a cortísimo plazo, estúpido a mediano plazo y cruel si se mira más lejos. Esto tendrá un fin, obligatoriamente, en algún momento los alemanes preferirán comer bien ellos, que darnos de comer a los españoles mientras que enriquecen a políticos corruptos. La pregunta es cuándo.

España, con una economía que sigue pidiendo ayuda de forma creciente y constante, tiene mucho que reflexionar ante este interrogante. Las rodillas de los españoles europeístas ya sangran y duelen de tanto rogar salvatajes y ayudas. Porque también se arrodillan cuando votan todo lo que haya que votar a cambio.

España lleva años recibiendo miles de millones en fondos europeos, destinados, en teoría, a mejorar la competitividad, modernizar infraestructuras y fomentar un crecimiento sostenible. Pero la realidad muestra un panorama diferente. Se invierte mal y en dirección directa a la instalación de una autocracia clientelar. La gestión de estos recursos a menudo ha sido cuestionada reiteradamente, y no sin razón.

Muchos de los fondos europeos parecen seguir ese patrón. El dinero llega, pero su eficacia es difícil de medir. España, con su mano siempre tendida en súplica de limosna hacia sus vecinos ricos, ha adoptado la peligrosa dinámica de recibirlos sin rendir cuentas bien claras sobre cómo se emplean esos recursos.

Los números españoles son espantosos y no mienten, tampoco cambian ni se sostienen, aunque se los esconda detrás un relato que ya suena delirante

El economista Milton Friedman lo resumió de forma brillante: “Nadie gasta el dinero de otra persona con tanto cuidado como gasta su propio dinero”. Los fondos europeos, lamentablemente, han sido tratados aquí como el dinero de otro. La Unión Europea en su amorfo conjunto, enfrenta desafíos enormes, y España no puede permitirse seguir siendo la oveja negra, el mejor ejemplo del despilfarro.

Los números españoles son espantosos y no mienten, tampoco cambian ni se sostienen, aunque se los esconda detrás un relato que ya suena delirante. Como diría un cínico: “Europa tiene una gran tradición de salir de sus crisis con más crisis”. Si algo nos enseña la historia es que los europeos tienen un talento único para convertir el caos en una nueva forma de orden. Pero en este momento, el caos parece estar ganando la partida.

Francia y Alemania representan los síntomas de un problema más amplio: la incapacidad de Europa para adaptarse a un mundo que cambia rápidamente. Las crisis económicas, la polarización política y la debilidad institucional son señales de que el modelo europeo está bajo una presión insoportable.

Quizás, como diría Oscar Wilde (que ya hablaba de fango antes que Pedro Sánchez): “Estamos todos en el fango, pero algunos estamos mirando las estrellas”. El reto para Europa es encontrar nuevos liderazgos que sepan observar esas estrellas y trazar un camino que la rescate del estancamiento y la deriva trágica que sigue hasta hoy.

Al menos en España y por ahora, parece que el fango es lo único que tenemos asegurado, cubriendo una deuda enorme que ni siquiera nuestros bisnietos serán capaces de cancelar.

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