Opinión

España es una tortilla de patatas

Y, además, con cebolla. Paso a explicar el aserto.

Mentes perturbadas y peligrosas que defienden la alimentación catabólica basada en gramíneas ignotas en estado crudo, como si fuésemos un verderol cualquiera, podrán mostrarse contrarios a esta tesis. Son gentes dadas a contentarse con el parco alimento de monocotiledóneas sin más sustancia que la satisfacción que otorga a sus pobres espíritus, ayunos de gestas como el descubrimiento de América, los sitios de Zaragoza o el temple de Blas de Lezo. Atendiendo a conceptos baladíes como el elles o el poliamor entre los bonobos sugiero al amable lector que no pierda un segundo en demostrarles que nada hay mejor en el mundo que la tortilla de patatas, ese as de oros de nuestra gastronomía que se conoce también por tortilla española y no por casualidad.

Porque si existe algo que une de verdad a todas las almas que deambulamos por estas tierras es la tortilla de patatas – insistimos, siempre con cebolla y, si a mano viene, unos trozos de chorizo que puedan presentar un árbol genealógico impecable -, manjar sublime que nadie ha podido emularnos por varias razones. La primera es el aceite de oliva que es menester emplear en su confección, aceite español, envidia del mundo entero.

Pero lo más importante, señores, es la mano que ha de cocinarla, mano atenta y metafísica en el delicado instante de darle la vuelta a la tortilla

En segundo lugar se precisan patatas que tengan título académico, solanáceas – solanum tubesorum dícese de la patata en calificación académica – con la untuosidad de un sacristán pasando el cepillo. Y en tercer lugar, hay que utilizar huevos de verdad y no esas pálidas imitaciones que nos venden comerciantes aviesos. Pero lo más importante, señores, es la mano que ha de cocinarla, mano atenta y metafísica en el delicado instante de darle la vuelta a la tortilla, mano sabia con el aceite, prudente como Néstor en la cocción que no ha de ser ni mucha ni poca, mano, en suma, que comprenda la grandeza del plato que está realizando a mayor gloria de Dios y de los comensales.

Unan un pan de hogaza cocido en horno de leña y un vino que cause admiración entre los comensales y ahí tienen ustedes algo que ni los cocineritos galos, con todo su aparato de prestidigitación, nos han podido copiar. Porque, es hora de decirlo, un país sin aceite de oliva en su ADN puede ser muchas cosas, pero gastronómicamente siempre será una filfa. Llegados aquí alguno se preguntará cómo diserto acerca de la tortilla de patatas teniendo el país como lo tenemos. Pues si quieren una explicación, parafraseando a Pepe Isbert, se la voy a dar. Miren, los políticos han conseguido que nos ocupemos tanto de sus ires y venires que han acabado por lograr que nos pasemos el día hablando de sus cosas, que no son las nuestras aunque las paguemos con largueza, olvidando lo sustancial.

Lo sustancial, en suma, es recorrer nuestra piel de toro sabiendo que, vayamos donde vayamos, siempre encontraremos un restaurante, posada, figón, fonda o bar en el que pedir ese bálsamo de Fierabrás que es la tortilla de patatas

Y lo sustancial ¿qué es? Son los olores que emanaban de las cocinas de nuestras madres, esas primeras cenas románticas en las que dónde no llegaba nuestro paupérrimo presupuesto juvenil llegaba nuestro deseo, son las alegrías que nos deparan los manteles de toda España, un país con tamaña variación de viandas y guisos que no hay otro igual. Lo sustancial es sentarnos a la mesa a compartir el pan y el vino. Lo sustancial, en suma, es recorrer nuestra piel de toro sabiendo que, vayamos donde vayamos, siempre encontraremos un restaurante, posada, figón, fonda o bar en el que pedir ese bálsamo de Fierabrás que es la tortilla de patatas, mágico pegamento que convoca por igual a gentes de izquierdas y derechas, catalanes o andaluces, serios o jocosos. Nadie se resiste ante tal milagro. Por lo cual creo pertinente declararla símbolo de la unidad nacional. Loor y más loor a ti, tortilla de patatas – con cebolla – y que salga el sol por Antequera.

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