Escribía esta semana Antonio Caño un artículo (España, un proyecto fallido) en El País que venía a ser un recuento de las desgracias que hoy afligen a esta España nuestra, a veces madre y siempre madrastra, y a fe que allí no faltaba calamidad por tocar, nada quedaba en el tintero, de modo que el resultado final desembocaba en un desolador claroscuro al estilo de esas pinturas tenebristas tan al gusto antaño por estos lares. En el foro que acompañaba la pieza y al margen del general elogio al trabajo de diagnóstico, muchos de los lectores manifestaban su frustración por el hecho de que el autor que con tanta pericia había descrito los síntomas del paciente fuera incapaz de aportar soluciones, insinuar siquiera un tratamiento, algún tipo de remedio susceptible de impedir el destino fatal al que parece condenado este enfermo terminal llamado España.
Abundan estos días los análisis de similar porte. La situación se ha agravado tanto que hasta el más ciego advierte el deterioro más que semanal casi diario del doliente. Inevitable hasta cierto punto: la decisión del PSOE de Pedro Sánchez de echarse en brazos de toda clase de partidos disolventes, enemigos de la Constitución, para gobernar, ha acelerado vertiginosamente el proceso de degradación institucional de un país que ya venía muy castigado, muy desgastado, por la incapacidad de los partidos del turno para regenerarse desde dentro, a pesar de que los síntomas de la enfermedad ya estaban claros incluso en los primeros años noventa. Asistimos así a una especie de revival del 98, aquella crisis de identidad, aquel clamor ilustrado que la pérdida de los últimos restos del imperio colonial provocó entre la entonces intelligentsia española o lo que quedaba de ella.
La complejidad del problema, la gravedad del fallo multiorgánico que padece el enfermo, hace difícil la solución con la actual farmacopea de que disponemos: los escasos mimbres políticos, el pobre capital humano, la debilidad de una clase dirigente muy devaluada. Difícil encontrar el hilo con el que desentrañar el ovillo. La fractura de la sociedad en dos grandes bloques, el viejo frentismo, complica sobremanera cualquier intento de llegar a un acuerdo no ya sobre la medicina correcta a aplicar al paciente, sino siquiera sobre el problema que habría que atacar primero. ¿Por dónde empezar? Casi todo el mundo apunta a la reforma de la Constitución como la piedra angular del nuevo edificio que debería albergar la España del futuro, pero las coincidencias se difuminan hasta desaparecer a la puerta misma de entrada al inmueble. ¿Qué tipo de reformas? ¿Hasta dónde cambiar? ¿Qué habría que tocar y qué no?
El rompecabezas de la estructura del Estado, por ejemplo, se antoja una de las cuestiones más graves que entorpecen el diseño a largo plazo de un país moderno y competitivo. Si algo bueno ha tenido la pandemia ha sido el poner de manifiesto la incoherencia del actual diseño territorial. España se ha convertido en una Taifa insolidaria reñida con el interés general, que hace imposible o muy dificultosa la adopción de medidas de carácter general porque chocarían con las competencias transferidas y los intereses de las elites dirigentes a nivel local y/o regional. Asistimos al espectáculo de 17 Ejecutivos luchando contra el virus con otras tantas leyes o reglamentos propios, lo que convierte en un imposible la lucha eficaz contra la enfermedad en esta ininteligible torre de Babel que hemos levantado. La necesidad de revisar el modelo territorial –recuperando para el Estado algunas competencias que jamás debió ceder- para hacerlo más eficaz a la hora de defender los intereses generales es una verdad asumida con normalidad entre españoles de cualquier condición, pero extrañamente ese debate no está en los medios y mucho menos figura entre las prioridades de los políticos.
La dificultad de emprender una reforma de esas características, simplemente orientada a racionalizar el modelo, que no a suprimirlo, se antoja hoy tarea de cíclopes, al punto de que nuestra clase política prefiere pasar sobre el asunto como si de caminar sobre ascuas se tratara. ¿Cómo decirle al gañán que gobierna Cantabria que se haga a un lado o se dedique a jugar al mus con los amigos en el bar de la esquina? ¿Quién anuncia a las fuerzas vivas riojanas que su autonomía es un sinsentido y que La Rioja debería volver a esa Castilla la Vieja a la que siempre estuvo anclada? Son ya muy poderosos los intereses personales o de grupo que se oponen con uñas y dientes a la racionalización de una estructura convertida en un rompecabezas tan costoso como ineficiente y que requeriría, además, hincarle el diente al tema prohibido, al gran tabú sobre el que nadie quiere pronunciarse en esta España en ruinas: qué hacer con Cataluña y el País Vasco y sus respectivas circunstancias.
Muchos de los que reclaman soluciones se remontan aguas arriba del “problema de España” para apuntar que la raíz de la crisis nacional arranca del deterioro del sistema educativo, y que la aspiración a una España mejor debería empezar a concretarse en la escuela, pero los españoles no hemos llegado a consensuar una Ley de Educación aceptada por derecha e izquierda y capaz de servir a los intereses generales, no obstante haber dispuesto de un buen ramillete de leyes al respecto, cada una peor que la anterior, con la palma en manos de la muy reciente 'ley Celaá'. Y bien, si no somos capaces de ponernos de acuerdo para sacar adelante una ley educativa destinada a producir ciudadanos libres, dotados de espíritu crítico y listos para competir en este mundo canalla en que vivimos, ¿cómo vamos a serlo para abordar cuestiones mucho más resbaladizas como las que tienen que ver con las lenguas, la Justicia, las pensiones, etc.?
Hay quien argumenta, en fin, que más que pensar en milagrosos acuerdos de Estado capaces, cual bálsamo de Fierabrás, de acabar de un plumazo con todos nuestros males, bastaría con que la autoridad competente, empezando por el Gobierno de la nación, hiciera cumplir la Ley. Bastaría con que todos cumpliéramos la Ley, esa obligación caída en descrédito que los partidos nacionalistas, en particular el separatismo catalán, viene pasándose por el arco del triunfo, como las resoluciones judiciales, desde hace lustros, con los Gobiernos centrales mirando distraídos hacia otro lado, y ello porque ninguna denuncia, reivindicación, desigualdad, anomalía o irregularidad dejaría de existir como por ensalmo con una reforma de la Constitución o del modelo del Estado. Bastaría con cumplir la Ley.
Las diferencias en cuanto a modelo de sociedad son ahora tan grandes que el acuerdo, que tal vez habría sido factible con un Felipe al frente del PSOE y un Aznar al frente del PP, se antoja inalcanzable
Imposible llegar hoy a un consenso mínimo capaz de concretarse en el “acuerdo país” que necesitamos. Los más pesimistas aducen que esto solo tendría una salida “de partido”, un regreso a las dinámicas propias del XIX cuando un cambio de Gobierno implicaba un cambio de régimen, lo cual es ciertamente un imposible en unos tiempos en los que la vuelta a esas mayorías de que dispusieron González, Aznar e incluso Rajoy -y que por cierto no sirvieron para corregir la deriva en la mala dirección- parece una entelequia. Las diferencias en cuanto a modelo de sociedad son ahora tan grandes que el acuerdo, que tal vez habría sido factible con un Felipe al frente del PSOE y un Aznar al frente del PP, se antoja inalcanzable. “Se puede pactar con un Prieto, pero parece imposible hacerlo con un Largo Caballero”, asegura un personaje que tuvo responsabilidades políticas al principio de la transición. “Con sus alianzas, el Gobierno Sánchez ha terminado por pudrir unos problemas que hasta la crisis de 2008 parecían tener solución por difícil que fuera. Ahora todo es mucho más complicado”.
Uno de los partidos de la alternancia, el PSOE de Sánchez, se ha convertido en una alternativa al sistema al impugnar el régimen del 78, lo que hace casi imposible la búsqueda de los consensos mínimos necesarios para llegar a grandes pactos. Claro que el problema no está solo en la izquierda, sino también en una derecha que sigue víctima del vacío doctrinal que caracterizó al PP de Rajoy, pendiente apenas de que el contrario se equivoque lo suficiente como para volver a ocupar el poder por la misma ley de la gravedad (la gravedad de la situación) que en 2011 hizo presidente al gallego tras el desastre Zapatero, pero sin un proyecto claro de país (Génova dice que lo tiene, pero pocos lo conocen). Es la crisis terminal de los partidos del “turno”, y la ausencia de liderazgos con carisma bastante como para forzar, o siquiera plantear, esos magnos acuerdos.
Y mientras, el deterioro institucional se acelera. El viaje hacia el frentismo de bloques se acentúa. Crece el “páramo de odio sectario y mezquindad” de que hablaba Caño en su artículo. Y aumentan también las voces de quienes advierten que la situación podría terminar por explotar en algún momento. ¿Hay alguien al mando? Diariamente llegan noticias que inciden en ese descontrol de país empeñado en destruirse a sí mismo. “El bable y el aragonés enfilan la senda de la oficialidad lingüística”, titulaba El Mundo este mismo sábado. “Los socialistas ya las apadrinan como lenguas cooficiales a expensas de reformas estatutarias que eleven su rango”. Los niños asturianos, que ya de por sí tienen un brillante futuro por delante en una de las zonas más deprimidas de España, región que malvive de las subvenciones públicas, se educarán en bable a partir de ahora. Y otro tanto cabe decir de los aragoneses. Todo el mundo parece haber perdido el oremus en este infortunado país. No cabe un delincuente más en las instituciones.
Ningún cambio a mejor será posible mientras no seamos capaces de desalojar democráticamente de Moncloa al aventurero sin escrúpulos que hoy la ocupa
Los últimos consejos de ministros son más propios de un Gobierno en funciones que consume sus últimos “minutos basura” que de un Ejecutivo en ejercicio ocupado en atender los mil frentes que el país tiene abiertos. No acaba de llegar el maná de los fondos europeos, faltan vacunas o se pierden y sobran muertos. Sigue muriendo mucha gente. País sin máquina y a la deriva, como la leyenda del Holandés Errante, el buque fantasma condenado a vagar en la soledad de los mares por los siglos de los siglos. Ese Consejo de Ministros en aparente cesantía sí da, no obstante, para aprobar operaciones tan apestosas como el rescate con 53 millones de la aerolínea 'venezolana' Plus Ultra, asunto revelado por este diario. Un escándalo que en cualquier país haría caer al Gobierno y que apunta alto en dirección a una corrupción instalada en las más altas instancias del Estado.
Sin embargo, algo ha cambiado de pronto. Una luz al final del túnel. Un resplandor surgido en Murcia el 10 de marzo, y la decisión valiente de una señora en Madrid capaz de aceptar el envite y convocar a los madrileños a las urnas. Sánchez se ha pasado de frenada. Como escribe Mariano Guindal, “la dimisión de Iglesias ha sido una pésima noticia para Sánchez. En un abrir y cerrar de ojos se ha quedado sin pararrayos ante una previsible explosión social”. La inestabilidad parece llamada a crecer con un vicepresidente del Gobierno largando contra el Gobierno pero con ministros en el Gobierno que le rinden obediencia. Más allá de la confrontación izquierda-derecha, la cita electoral del 4 de mayo, convertida en una forma de plebiscito, podría suponer la ruptura de la infernal deriva en que el país parece instalado desde hace tiempo, aportando una ventana de futuro (los “Españoles con futuro” del verso de Celaya: “Recuerdo nuestros errores, con mala saña y buen viento, ira y luz, padre de España, vuelvo a arrancarte del sueño”) a una nación tan castigada como esta. Porque, digámoslo una vez más, ningún cambio a mejor será posible mientras no seamos capaces de desalojar democráticamente de Moncloa al aventurero sin escrúpulos que hoy la ocupa. Eso, y el rescate del PSOE para la causa constitucional.
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