Opinión

Yo sí esperaba un poco más del Rey

Tenemos un Rey que ha estudiado en los mejores lugares del mundo, que tiene a su disposición a los asesores más inteligentes posibles; por eso eché de menos un discurso menos pastueño

El 3 de octubre de 2017, cuando el Rey anunció que se dirigiría esa noche a la nación, sentí un ataque de pánico. Los acontecimientos en Cataluña, una vez declarada la independencia por el Parlament con el concurso de la Generalitat de Puigdemont y la pasividad del Ejecutivo de Madrid, eran gravísimos, pero nunca se sabe. Temía lo peor. Estaba aterrado por la posibilidad del ‘borboneo’, de la contemporización, de la enésima reclamación del diálogo estéril. Todos mis prejuicios se disiparon a la primera de cambio. Felipe VI pronunció un ‘speech’ soberbio, que de facto provocó días después la intervención de la autonomía catalana y la destitución en pleno del gobierno rebelde. Aquella noche del 3 de octubre de 2017 un grupo de amigos cenamos marisco en abundancia pagado a escote, no como el de los ERES andaluces. Íbamos predispuestos a aliviar una derrota y en cambio celebramos un triunfo insólito e inesperado. Todos coincidimos en que desde entonces se podía decir, sin género de duda, que ya disponíamos de un rey plenamente coronado y legitimado por aquel discurso en la televisión pública en horario de máxima audiencia, ese discurso que los independentistas catalanes con los que ahora negocia el presidente felón dicen que fue el discurso que habría hecho Vox.

Entiendo que después de alcanzar la gloria resulta complicado satisfacer permanentemente las expectativas, pero yo sí esperaba más del discurso de Felipe VI la pasada Nochebuena porque los acontecimientos que sacuden la nación son igual de graves, o más, que los de 2017: un presidente provisional y en precario, después de ganar las elecciones, aunque perdiendo 700.000 votos y dos escaños, ha decidido forjar una coalición con Podemos, que es un partido comunista que repudia a diario la Monarquía parlamentaria y la Constitución, y luego entablar la imprescindible negociación -una vez decidida su apuesta por la radicalidad- con Esquerra Republicana, otra formación abiertamente contraria a las leyes que han venido sosteniendo el Estado hasta la fecha. Me parece que, salvaguardando la dignidad institucional de la Corona y el respeto al resultado electoral, el Rey podría haber sido un poco más explícito sobre las peligrosas influencias de aquellos que, aprovechándose del marco legal, sólo aspiran en el fondo a destruirlo sin escrúpulo alguno.

Podría haber dicho, por ejemplo, que España no se puede permitir que Cataluña pierda peso económico específico como está sucediendo, porque necesitamos imperiosamente de ella

En lugar de las apelaciones más reiteradas y claras que esperaba del Rey, atendiendo a las señales indelebles que marcó aquel 3 de octubre de 2017, Felipe VI sólo se refirió a Cataluña de tapadillo una vez, para mostrar su preocupación. Según mi modesto criterio, podría haber dicho, por ejemplo, que España no se puede permitir que Cataluña pierda peso económico específico como está sucediendo, porque necesitamos imperiosamente de ella, y que la estabilidad política es una condición ineludible para el crecimiento del PIB y del correspondiente progreso social. Igualmente, también podría haber dicho, para prevenir al aprendiz de brujo que nos gobierna en funciones, algo tan obvio como que tenemos que cumplir con nuestros compromisos de estabilidad fiscal con Europa y que eso nos atañe y obliga a todos. En lugar de eso, el Rey dedicó gran parte de su mensaje a consolidar los tópicos deletéreos que maneja el presidente canalla, y que parecen formar parte del ánimo planetario, y en el fondo del consenso socialdemócrata dominante, como las referencias convencionales sobre el cambio climático o los gravísimos problemas que debemos a la desigualdad, sobre todo entre los jóvenes.

Naturalmente, el Rey mostró su confianza en el país y en su gente, en la fortaleza que siempre ha demostrado para lidiar con los desafíos que ha tenido que afrontar desde tiempos inmemoriales, y apeló una vez más a la concordia y el entendimiento, una invocación que nunca sobra. Pero siempre se echan en falta en estos discursos reales, y esto ya sucedía con el Emérito, algunas referencias oportunas, no a los padecimientos de nuestra juventud -muchos de ellos sobredimensionados y en el fondo venenosos, pues la instala en el victimismo y la afianza en la cultura de la queja-, sino a la necesidad imperiosa de mejorar la productividad del país, de atraer inversiones en un mundo dominado por una competencia feroz o a la exigencia de combatir los retos del futuro, como el de la revolución tecnológica, que no se disputarán con garantía de éxito sembrando actitudes temerosas y apocadas sino con el coraje, la valentía y la determinación que la gente demuestra cuando es sometida a prueba, no cuando está sedada por la protección estatal y por la seguridad a cualquier precio.

La sociedad española no tiene por qué contemplar el futuro con miedo o angustia sino con la positiva disposición que exige desenvolverse en un mundo repleto de oportunidades

Tenemos un Rey que ha estudiado en los mejores lugares del mundo, que tiene a su disposición a los asesores más inteligentes posibles; por eso eché de menos un discurso menos pastueño, menos convencional, menos previsible, menos adicto al pensamiento políticamente correcto que atenaza a la sociedad y a la juventud española, que tanto nos preocupa a todos, pero que necesita una enorme sacudida en aras a recuperar su autoestima y su incalculable capacidad para generar riqueza; que no tiene por qué contemplar el futuro con miedo o angustia sino con la positiva disposición que exige desenvolverse en un mundo repleto de oportunidades.

Demoler la Transición

Poco antes de fin de año, el presidente felón, el señor Sánchez, escribió un tuit celebrando los 12 años de la publicación en el Boletín Oficial del Estado -el 26 de diciembre de 2017- de la ley de la Memoria Histórica de Rodríguez Zapatero. “Era una obligación moral. Hoy tenemos el compromiso de seguir trabajando contra el olvido y por la dignidad de los millones de hombres y mujeres que pagaron su vida por la defensa de la libertad. Queremos mirar el futuro en paz con nuestro pasado”. Pues no, querido presidente Sánchez. Aquella ley de Zapatero, en el que se siente plenamente reconocido, pues no deja de ser su hijo putativo, fue el comienzo del fin del régimen del que todavía malamente disfrutamos. Si la Transición selló entre entonces enemigos irreconciliables el perdón y el olvido, la ley de la Memoria histórica llegó para reprobar lo que Zapatero, Sánchez, Iglesias y los independentistas que están embarcados en esta aventura enloquecida de constituir un gobierno espantoso, siguen considerando un pacto infame e inhabilitante de cualquier destino dichoso.

El señor Sánchez y sus secuaces, lisa y llanamente, siguiendo la estela marcada por Zapatero, quieren acabar con la Transición, instaurar un nuevo régimen, y como creo que el rey Felipe VI no es ajeno a estos propósitos tan innobles, por eso yo esperaba más de su discurso. Aunque de manera contenida y perfectamente institucional, serenamente, esperaba compartir de manera más clara las enormes preocupaciones que le embargan a él, a y todos los españoles de ley y de orden. En estos días aciagos por los que pasa la nación, donde el Gobierno que la dirige en funciones ha estado torturando hasta el límite a la Abogacía del Estado, una institución proba e íntegra ahora sacudida como un pelele para satisfacer a un condenado por sedición, del que pende el próximo Gobierno de España, yo esperaba, quizá demasiado ambiciosamente del Rey, sólo un poco más de consuelo para los que vivimos el trance fatal en un estado de completa y justificada indignación.

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