Opinión

El espíritu Take away

Un bar reabre, al fin, y aunque todo va en marcha, persiste una sensación, un síndrome acaso, de la comida para llevar...

Ya he hablado antes de Miguel. Lo hice el día 48 del estado de alarma. Es el dueño de uno de los mejores bares del barrio, un lugar sencillo y bien iluminado que ha reabierto en estos días sus puertas contra todo pronóstico, o al menos el que me dio hace más de un mes su dueño. Volver a probar su sopa de pescado, insistiré en que es la mejor que tomado nunca, fue un bálsamo en el espíritu. Un paréntesis para espantar el olor del hidrogel en el que chapotean estos días de desconfinamiento. 

El bar de Miguel, emplazado en la discreta calle Bocángel, comenzó a funcionar en condiciones esta semana. La fase 2 le permite ofrecer la comida para llevar de la que ya disponía y también la posibilidad de tomarla en mesa. Siempre y cuando no exceda el aforo de 29 personas permitido, puede hacerlo. Y a ello se ha puesto: separó las mesas, precintó la barra, redobló la visibilidad del menú del día y desterró del mostrador cualquier papel, incluso el periódico. 

Donde antes colocaban El País ahora se ve un bote dispensador de hidrogel. Los pinchos y las tapas también han vuelto. En menor cantidad, es cierto, pero ahí están. Es posible beber un doble  de o un tercio, pero lejos de la barra. Lo de desayunar o comer ya exige ocupar una mesa. Algo del bar que fue reaparece a las dos de la tarde de este jueves: la cartera que bebe su zumo de tomate preparado, el albañil de los bocadillos de lomo, los jubilados del vino blanco. 

Miguel sube de la cocina al comedor, una y otra vez. En la barra, Dani, el camarero del bar, despacha los bocadillos y las bebidas rápidas

Miguel sube de la cocina al comedor, una y otra vez. En la barra, Dani, el camarero del bar, despacha los bocadillos y las bebidas rápidas. Aún queda personal por regresar. Aunque aspire a la normalidad, el bar no luce demasiada aún, al menos a juzgar por ese espíritu "take away" que ha adquirido el establecimiento. 

Tras la mascarilla, Dani trastea y sirve, ordena y despacha. A la pregunta de los paisanos sobre cómo lo llevan o qué tal la vuelta, el camarero contesta lo mismo: flojo, más o menos, bastante flojo. No da detalles, pero entusiasta no suena. Si le preguntas por una cantidad una proporción (¿la mitad? ¿menos de la mitad? ¿cincuenta por ciento acaso?), él elige el porcentaje. No es 50, es 60% menos. La cifra dista mucho de la normalidad. A las palabra desconfinar y descongelar las separan unos grados, pero a mí, en este momento, se me antojan casi iguales. Supongo que a Miguel también.  

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