La humanidad ha sufrido muchas pandemias; pero ninguna como la presente. Y no por la gravedad, sino por la singular manera de afrontarla. Desde la desaparición del telón de acero, Europa no había contemplado semejantes trabas a la circulación, incluso dentro de un mismo país. Ni el mundo tal supresión de derechos y libertades. En algunos lugares, como Australia, llegaron a amenazar con penas de cárcel a los ciudadanos que regresaran a su propio país.
El presente desatino comenzó de forma improvisada con la aplicación de unas ideas novedosas, insólitas, impulsadas por grupos de expertos que señalaron la eliminación del virus como objetivo primordial. Al precio que fuera. Si antaño preocupaban los enfermos, el foco se desplazó rápidamente al número de “positivos”, fueran asintomáticos o no, algo desconcertante pues el riesgo de muerte por covid de una persona de edad avanzada es mil veces superior al de una persona joven y sana. Pero la mística del PCR condujo a sumar ambos casos por igual, sin un tratamiento diferencial.
Pocas cosas poseen tanto hechizo como las malas ideas. Librarnos definitivamente del virus parece un plan atractivo, tentador. Pero en la práctica desemboca en una perpetua búsqueda de un ilusorio El Dorado, en una coartada para mantener indefinidamente las restricciones. Porque el virus ha venido para quedarse. Mucho más eficiente es adaptarse a él, vacunar con especial empeño a los vulnerables, crear suficiente inmunidad para que la enfermedad constituya un riesgo limitado, como muchas otras. Sin embargo, la perspectiva de eliminar los virus de la faz de la Tierra causaba ya furor en ciertos colectivos.
El frustrante camino hacia la erradicación
Los intentos de erradicar gérmenes causantes de enfermedades comenzaron en los años 50 del siglo XX, resultando todos infructuosos. Pero en 1980 tuvo lugar un éxito inesperado, el único hasta hoy: la erradicación del virus de la viruela. El director de la campaña, Donald Henderson, explicó que el virus reunía todas las condiciones favorables: no poseía reservorios animales, la enfermedad cursa siempre con síntomas perfectamente identificables, sin necesidad de pruebas, y existía una vacuna transportable sin refrigeración al lugar más recóndito, que garantizaba una inmunidad al 100% de por vida (obsérvese que el SAR-COV-2 no posee ninguna de estas cualidades).
Henderson declaró que no veía en el horizonte ningún otro germen susceptible de erradicación, que consideraba más razonable minimizar los daños de las enfermedades pues cualquier estrategia demasiado agresiva podría “comprometer los derechos humanos”. Había dado en el clavo: no es razonable intentar eliminar un virus si los daños causados a la sociedad van a ser superiores a los beneficios; mucho menos si la probabilidad de éxito es casi nula. También advirtió que aceptar acríticamente modelos matemáticos que no consideran los efectos adversos de las intervenciones públicas, “podría transformar una epidemia perfectamente manejable en un desastre nacional”. Henderson falleció en 2016 sin poder comprobar que sus temores estaban muy bien fundados.
Mientras tanto, el éxito de la viruela había desencadenado una fiebre del oro, un hervidero de expertos buscando su propia mina, proponiendo a la OMS un sinfín de gérmenes como objetivo. Eliminar microorganismos se convirtió en una obsesión, sin considerar los costes económicos, sociales o políticos que podría generar cada intento. Quizá el atractivo de pasar a la historia como salvador de la humanidad se había tornado irresistible.
Un culto ultrapuritano
La gran mentira de esta pandemia ha sido pregonar que los confinamientos, las exageradas restricciones y el objetivo de suprimir el virus estaban avalados por la ciencia, algo absurdo porque la ciencia no puede señalar las mejores políticas, ni establecer los fines, mucho menos sustituir a los ciudadanos en su toma de decisiones a través del sistema democrático. Aunque algunos expertos esgrimieron la autoridad de la ciencia, la propuesta no era más que su opinión personal.
Resultó fácil convencer a ciertos colectivos beneficiados por las restricciones. Y también vender la idea a una sociedad bastante infantilizada, con pocos principios sólidos, que detesta cualquier riesgo, busca la seguridad antes que la libertad y acepta difícilmente la enfermedad y la muerte.
Un recurso clave fue la difusión del miedo, pero también la construcción de un relato coherente con el imaginario del mundo actual, que conectase con las carencias de la gente y encajase en los mitos predominantes. Detrás de la fachada científica, los apóstoles del “covid cero” predicaron sutilmente una especie de doctrina ultrapuritana, que enlaza muy bien con ciertas corrientes actuales. Y también un relato de Apocalipsis, cuya principal clave no es tanto el cataclismo, la penitencia, como “el día después”, el luminoso amanecer de la “nueva normalidad” donde “saldremos más fuertes”, aun con menos pertenencias, en un mundo más sostenible, más ordenado.
Escandaliza ver jóvenes celebrando el fin del toque de queda, aun cuando se trata de una actividad de bajo riesgo pues se realiza al aire libre por un colectivo poco vulnerable
Muchas de las medidas adoptadas, y gran parte de las reacciones de la masa, parecen incoherentes, contradictorias, porque la percepción del riesgo ha adquirido un fuerte componente moral. Escandaliza ver jóvenes celebrando el fin del toque de queda, aun cuando se trata de una actividad de bajo riesgo, pues se realiza al aire libre por un colectivo poco vulnerable. Pero pocos se rasgarían las vestiduras porque alguien ayudase a su anciana vecina a subir la pesada compra, aunque este acto implicaba un riesgo infinitamente superior. Parecía importar menos el peligro objetivo que la bondad o maldad percibida de cada acción. El virus se contagia exactamente igual a cualquier hora, pero las actividades nocturnas escandalizaban mucho más, quizá por considerarse más lúdicas y pecaminosas.
Este nuevo ultrapuritanismo celebró la desaparición de los viajes, y su impura huella de carbono, la limitación del turismo, quizá una frivolidad, y la exaltación de ciertos símbolos, como la mascarilla al aire libre, que más parecen ritos de una nueva creencia que medidas de precaución. Convivimos con infinidad de virus y bacterias, potencialmente peligrosos, pero el SARS-COV-2 no parece un virus más, sino una encarnación de la impureza; la limpieza obsesiva, su ritual de abluciones.
Recuperar la democracia
Hay que desoír y rechazar con energía los cantos de sirena de quienes, por motivos diversos, van pregonando el Armagedón para mantener indefinidamente las medidas restrictivas. Una vez vacunados prácticamente todos los vulnerables, tal como ocurre en Europa, EEUU y otros países, la letalidad decae drásticamente hasta equipararse a la de otros gérmenes que conviven cotidianamente con nosotros. Si antes eran exageradas, las restricciones covid constituyen ahora un sinsentido y deben levantarse de inmediato, dejando las necesarias precauciones a la acción voluntaria y responsable de los ciudadanos.
Si algo ha demostrado este cataclismo es que la libertad y los derechos fundamentales no están garantizados en Occidente. Porque la democracia, el Estado de derecho, no se fundamentan tanto en leyes escritas como en convenciones, en normas y principios no escritos compartidos de manera generalizada. En su ausencia, las constituciones se convierten en papel mojado. También requieren una población consciente de sus derechos, con coraje y valentía para comprender que el ejercicio de la libertad implica asumir inevitables riesgos.
Las convenciones que sostenían nuestros derechos y libertades han saltado por los aires a la primera arremetida del pánico y no resultará fácil recomponerlas. Porque, aprovechando el temor de la población, las autoridades han rebasado ampliamente los límites que el sistema democrático establece para evitar que el poder se ejerza de manera tiránica o despótica. Se ha creado un gravísimo precedente, una peligrosa deriva que solo una actitud consciente, valiente y decidida de los ciudadanos podría enderezar.
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