La guerra es mala y bárbara, machadianamente hablando; es incitadora de la avaricia, la violencia y la injusticia, dijo Tucídides; bestia feroz, según Tito Livio, atentado contra el género humano, opinaba Plinio el Joven, en fin, el reinado del crimen como sentenciase Corneille. Es algo más: la muerte de la razón, de la verdad y de todo cuanto de bueno atesoramos los seres humanos. Añadiendo que la guerra supone el fracaso de cualquier civilización, una vez estallado el conflicto es menester defenderse. Pero nuestra sociedad permanece de brazos cruzados, ignorante, ante la guerra que nos asola como nación, como continente, como civilización. Es diabólicamente astuta. No en todos los lugares se manifiesta de la misma forma y virulencia. En Cuba o Venezuela hay muertos, heridos, encarcelados y torturados. Aquí, por fortuna, no. Pero es la misma, la guerra por la libertad.
Se reían de Ayuso cuando planteó que el dilema consistía en elegir entre comunismo o libertad. Atacó la médula del problema, señalando el cáncer que cada día se apodera un poco más de nuestro país. El totalitarismo se extiende entre nosotros y la gente permanece ausente del conflicto que libra España en esta hora suprema. Quienes solo conciben el poder como un instrumento al servicio de sus aspiraciones dictatoriales van sembrando de minas nuestra convivencia, torpedean lo que consideran un estorbo, dinamitan instituciones, asaltan a la bayoneta partidos que se les oponen. Es una guerra intelectual en la que las víctimas somos todos y que culminará cuando hayamos aceptado el ideario que nos sirven a cucharadas poco a poco, para que no se note, no sea que alguien se levante y grite basta ya.
Esa deconstrucción de la base de la sociedad más libre y próspera, la occidental, tiene en el gobierno español y sus aliados unos poderosísimos instrumentos que no desperdician la menor oportunidad. Cuartean la unidad territorial, el principio de igualdad entre todos los españoles, nuestra tradiciones, nuestras costumbres, nuestra religión, nuestro modelo familiar, nuestra relaciones sociales, incluso nuestro lenguaje. Esto último es singularmente importante, porque toda dictadura debe apoderarse de las palabras si quiere triunfar. Y aquí hay que reconocer que son listos. Llamar fascista a alguien de Vox equivale poco menos que calificarlo de monstruo, de asesino, de criminal, en suma, a estigmatizarlo; si, en cambio, llamamos comunista a alguien de Podemos nadie moverá una ceja, es más, se jactarán de ello aunque las dictaduras comunistas, puestos a contabilizar, hayan sido más terribles a la hora de exterminar a sus semejantes.
Llamar fascista a alguien de Vox equivale poco menos que calificarlo de monstruo, de asesino, de criminal, en suma, a estigmatizarlo; si, en cambio, llamamos comunista a alguien de Podemos nadie moverá una ceja, es más, se jactarán de ello
La batalla por las palabras, por el relato, por las definiciones, es un frente tan importante como cualquier otro. Tiene la ventaja de que ahí puede luchar cualquier persona de bien que tenga claras las ideas de libertad y democracia. Se trata de llamar a las cosas por su nombre, de oponerse firmemente al blanqueo del horror, de decir la verdad le pese a quien le pese. No es baladí. Como ejemplo, miren como se ha guardado de decir que Cuba es una dictadura el bando socialista del gobierno.
La palabra, expresión del pensamiento, es la más poderosa de las armas contra los que, retorciéndolas, pretenden que signifiquen otra cosa completamente opuesta a su auténtico significado. Digámoslo, pues, sin ambages: el gobierno social-comunista ha conculcado la Constitución con el estado de alarma, ha mentido, ha prevaricado, se ha aprovechado de sus compatriotas en el momento más grave de nuestra historia reciente, nos ha vendido a los enemigos de la democracia por mantenerse en sus poltronas, carece de la más mínima moral y es totalmente incapaz política e intelectual hablando. Dejen a un lado los fascismos o los machismos, los elles o ellas, el federalismo o la confederación. Lo dicho es lo que debe presidir el relato actual y no debemos apartarnos de ello ni un milímetro. Primero, porque es verdad; segundo, porque hay que ganar la batalla de las palabras si queremos vencer esta guerra que no podemos permitirnos el lujo de perder.
Lo dice la Biblia: al principio, fue el Verbo.
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