Cada vez que cojo el móvil, siento lo que Matteo Scuro, el jubilado al que Marcello Mastroianni dio vida en aquella película de Giuseppe Tornatore. Estamos todos bien, contestan a mi única pregunta. Da igual si se encuentran de este o aquel lado del mar, y aunque percibo utilería en las frases de las que echan mano, elijo pensar que dicen la verdad. Con o sin música de Morricone, estamos todos bien.
Cuando escucho el tono de la llamada perdida a la que no contestan por este o aquel motivo, experimento lo que Matteo Scuro con los contestadores automáticos: el mundo se detiene a mi alrededor. Habito un sentido confuso y paralizante. Pero en lugar de una cabina telefónica, yo ocupo un cubo de hielo. Me congelo al otro lado de una vida que no alcanzo a ver.
En la película de Tornatore, Matteo Scuro es funcionario jubilado y viudo. Vive en Siclia. Sus cinco hijos, en las ciudades más importantes de Italia, pero jamás lo visitan. Están ocupados atendiendo vidas que él da por fascinantes y exitosas, porque así se lo han hecho creer ellos. Cuando decide visitarlos, el anciano se da cuenta de que nada de lo que le han dicho es cierto.
Cuando escucho el tono de la llamada perdida, experimento lo que Matteo Scuro con los contestadores automáticos
Su hija Tosca, la que vive en Florencia, es modelo de ropa interior y no la gran celebridad que dice ser. Guglielmo, el de Milán, ni es compositor, ni es un genio ni es feliz. Caiano tampoco tiene una carrera política brillante, de la misma forma en que Norma no es la ejecutiva de una gran compañía, sino una teleoperadora cuyo matrimonio está a punto de irse al demonio. A Scuro le queda un hijo: Álvaro, ese gran misterio de lo que la muerte nos arrebata.
Todas las mañanas, mientras paso revista a la fantasmagoría del cepillo de dientes, pienso en ese Marcello Mastroainni de pelo ya completamente blanco, que recorre Italia con una maleta buscando a unos hijos que se convierten en niños cuando le hablan. Pero yo, a diferencia del personaje, no tengo hijos. Soy mi propia criatura.
Sumo ya diez días de una cuarentena que durará en nuestras vidas lo que una cuaresma y una pasión juntas. En las noches voy de un lado a otro de la cama, como quien viaja del presente al pasado escapando de las noticias de una peste que barre el mundo a ambos lados del mar. Del futuro ni hablo. Le tengo tanto miedo como al polen de las flores o a las manos rugosas de mis padres.
La cuarentena dura lo que una cuaresma y una pasión. En las noches voy de un lado a otro de la cama, viajo del presente al pasado
Sepultada bajo el edredón, y mientras observo a mis vecinos apagar y encender las luces de su propio insomnio en cuerentena, en mi mente aparece algo parecido a esa bola negra -¿la vida acaso?- que rapta niños en la playa soleada de una isla italiana. Como a Scuro, siento que algo me despega, casi me arranca, de la orilla de la infancia y las certezas.
A la mañana siguiente, hago lo de siempre. Me abalanzo sobre el teléfono, por si alguien ha llamado. Escucho las noticias en la radio, para saber cuántos más han muerto en los hospitales y cuánto más podemos esperar. También marco uno, dos, tres números de teléfono y con el móvil en la mano recito de memoria algo que se me antoja un segundo acto. Con solo repetirlo me basta. Es una forma sobria de espantar los desenlaces.
—¿Cómo vais?
—Bien, estamos todos bien.
Y aunque no sea del todo cierto, a mí me vale. ¿Y a usted?
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