“La respuesta a su pregunta se la van a dar los andaluces y andaluzas el próximo día 2 de diciembre, y ya le adelanto, señor Casado, que la respuesta que va a recibir no le va a gustar”. El profeta no era otro que Pedro Sánchez, oficiando en el Congreso, el templo de la representación popular, con motivo del rifirrafe mantenido con el líder del PP, quien en sesión del 21 de noviembre pasado cargó en la cuenta del presidente haber dejado Andalucía “en la ruina”. Sánchez, con el desahogo en él habitual, contraatacó acusándole de “insultar a los andaluces y hacer el ridículo”, para, a renglón seguido, pronosticarle el batacazo electoral. Las carcajadas todavía no se han apagado al sur de Despeñaperros. Tonto pa siempre, no pa un rato. La del 2 de diciembre fue una jornada para la historia de nuestra democracia, como ha sido la de este miércoles con ocasión de la firma del pacto de gobierno entre PP y Ciudadanos (Cs), y horas después del paralelo entre PP y Vox que hace posible la investidura de Moreno Bonilla como presidente de la Junta andaluza. Un cambio histórico para Andalucía, que inevitablemente proyecta la esperanza de un cambio de similar calidad en el resto del Estado, en una de las horas más graves de la historia reciente de España.
La gestación de este “pacto a la portuguesa” (acuerdos por separado de PP con sus socios, y obligación del Gobierno de coalición PP-Cs de negociar con Vox las leyes que pretenda aprobar en el Hospital de las Cinco Llagas), ha venido acompañada de toneladas de tinta de calamar para despistar ingenuos caídos de las redes del calamitoso periodismo patrio actual. La misma noche del 2 de diciembre quedó claro que habría cambio en Andalucía y cambio ha habido, no obstante lo cual tanto Vox como Cs se han dejado no pocos pelos en la gatera del tránsito del dicho al hecho. Los primeros, con la esperpéntica “carta a los reyes magos” del martes 8 y sus exigencias, alguna tan pintorescas como el cambio de fecha del Día de Andalucía, que han dañado seriamente su crédito entre la española gente seria que, lejos de las consignas enloquecidas del agitprop izquierdista contra Abascal y los suyos, recibió con indisimulada simpatía su irrupción como un cohete en el escenario andaluz. Los segundos, con ese irritante tacticismo al que tan aficionado parece ser Albert Rivera, fuego fatuo que hoy mantiene sumido en la perplejidad a buena parte del voto de la formación naranja, la procedente de ex votantes del PP.
Lo fundamental, a mi entender, de lo ocurrido en Andalucía el 2 de diciembre es que se ha consolidado la división del electorado español en dos grandes bloques, derechas frente a izquierdas y viceversa, ominoso recordatorio de esas dos Españas que tantas páginas negras han dejado escritas en la historia de este país. Un gran bloque de “derechas” frente a otro gran bloque de “izquierdas”, con la deslumbrante paradoja de un centro, que es donde la sedicente ciencia política asegura que se ganan las elecciones, en el mayor de los desamparos. En realidad, las andaluzas no han sido sino una respuesta por la derecha, ¡ay, el eterno movimiento pendular!, a esa tragedia que para la España reconciliada por la Constitución del 78 significó la moción de censura del jueves 31 de mayo pasado, con la formación de ese frente de izquierdas que situó a Sánchez en Moncloa con el respaldo de populistas, separatistas y ex terroristas, enemigos declarados todos de nuestra carta magna, bloque del que Sánchez es rehén no ya para acabar la legislatura, que por descontado, sino para aspirar a una posible reelección urnas mediante.
Hacia unas generales decisivas
Esas dos Españas cainitas, esos dos grandes bloques, tan peligrosos para la convivencia entre españoles, se aprestan a reñir la madre de todas las batallas en las próximas generales, la confrontación electoral más importante en décadas, un encuentro en las urnas en el que se dilucidará el futuro de este país seguramente para muchos años, porque nadie en su sano juicio puede dudar a estas alturas de que un triunfo de Sánchez con la escolta de neocomunistas y separatistas que hoy le sostiene en su jaula de Moncloa supondría el final de la España constitucional que conocemos y que entre todos, entre la derecha y la izquierda reconciliadas tras sangrienta guerra civil y dictadura, construimos a la muerte de Franco y que nos ha llevado hasta aquí. Todo lo que está ocurriendo estos días tiene que ver con ese gran envite electoral que viene, sea este año o el próximo; todo, con lo que ocurra en el campo de Marte de unas urnas decisivas. También los temblores que se registran en el seno de ambos bloques. El miedo de Iglesias a consolidar a Sánchez como opción susceptible de atraer el voto populista dejando a Podemos anclado en los márgenes que en España nunca logró superar IU. Y los nervios de Rivera por acentuar perfil frente a Casado y sobre todo por evitar el menor contagio con la derecha desacomplejada de Vox.
Algunas encuestas recientes conceden una cierta ventaja en intención de voto al bloque de la derecha frente al de la izquierda, en una proporción de 49% a 46%, pero todo es tan volátil que hacer pronósticos resulta a estas alturas inútil además de arriesgado. La clave de una eventual mayoría constitucionalista, en la que hoy es imposible incluir al PSOE, imprescindible para desalojar del poder a este aprendiz de Maduro capaz de aliarse con el diablo en su personal provecho, radica en Ciudadanos y en su definitivo posicionamiento ideológico. Topado por la aparición disruptiva de Vox por la extrema derecha, la única posibilidad que la formación de Rivera tiene para seguir creciendo electoralmente reside en su capacidad para escorarse hacia el centro, en su habilidad para acentuar su perfil centrista y tratar de pescar en el caladero de ese centro izquierda abandonado por un sanchismo radicalizado en coyunda contra natura con los enemigos de la unidad y la prosperidad de los españoles. Pero los juegos de cintura de Rivera desconciertan a ese votante de Cs huido de las miserias morales de Mariano Rajoy, el “hombre de casino provinciano” convertido en perfecta síntesis de esa “fruta vana de aquella España que pasó y no ha sido” del verso machadiano, con el riesgo de que puedan plantearse emigrar a otras opciones electorales.
Nada malo habría, con todo, en que los votos que pudiera perder Cs por la derecha terminaran recalando en PP o Vox a los efectos de aquella mayoría capaz de desalojar de Moncloa a nuestro tiranuelo en ciernes y abordar las grandes reformas que con urgencia necesita un país parado desde finales de 2013, de nuevo anclado en aquel sentimiento que con maestría describió Américo Castro al hablar del hidalgo español que, tras “convertirse en haragán” por temor a perder su preciada honra, optó por “estarse quieto, mantenerse en sosiego, ostentar lo que se era, rezar y tener paciencia”. Nada malo, repito, siempre y cuando Cs consiguiera hacerse fuerte en ese centro izquierda que hoy parece no tener dueño. El futuro de Cs se antoja, con todo, complicado, a tono con sus lagunas ideológicas y la dificultad objetiva de conciliar los intereses de un voto tan dual como el suyo, porque poco o nada tiene que ver el votante de Sant Andreu (Barcelona), hijo de la emigración andaluza y ex afiliado al PSC, con el del barrio de Salamanca (Madrid) estragado por la corrupción y la inanidad de Rajoy.
Unos Presupuestos al servicio de Sánchez
Todo en el aire. El viraje hacia la derecha que parece anunciar el resultado de las andaluzas podría continuar e incluso acentuarse, aunque también podría ocurrir que el “efecto Vox” lograra movilizar a la parroquia de la izquierda. Lo que no admite discusión es la decisión de Sánchez de hacerse fuerte en Moncloa y no desalojar la plaza ni con agua hirviendo, como indica no ya la frase bobalicona de ayer en Barcelona (“Que Casado y Rivera esperen sentados, vamos a gobernar hasta 2020”), sino la presentación el viernes de unos PGE para 2019 que son un puro dislate al servicio de sus intereses personales, unas cuentas públicas que prevén un incremento del gasto del 5,1% (hasta los 472.660 millones) financiado con un aumento generalizado de los impuestos, para la inmensa mayoría de los asalariados, de hasta 20.000 millones, dinero con el que pagar las facturas del separatismo catalán y afianzar una base de votantes subvencionada. Meter la mano en el bolsillo del prójimo para comprar adeptos y mantener grupos de poder afines. Puro Maduro. Alguien dijo que un socialista es “aquel que se siente profundamente en deuda con el prójimo y propone saldar esa deuda con tu dinero”. Aumentar el gasto público en un país que este año necesitará pedir prestados otros 30.000 millones netos para poder cumplir sus compromisos, más que una temeridad es un crimen que afectará negativamente al crecimiento y al empleo. Lo que a Zapatero le llevó siete años -dejar la Economía española en la ruina-, puede lograrlo Sánchez en año y pico. Y ello antes de que populistas y separatistas introduzcan sus enmiendas, que con seguridad supondrán más gasto y menos ingresos.
Pocas dudas hay de que los socios que le sostienen en el Congreso terminarán por aprobarle las cuentas, después de marearnos con sermones mil. Es una cuestión de puro sentido común: ni en el mejor de los sueños podría la extrema izquierda populista, el separatismo catalán, el PNV y sus amigos de Bildu contar con una bicoca mejor que Sánchez al frente del Gobierno de la nación. Tarde o temprano, el prófugo de Waterloo terminará dando su ukase. Caminamos hacia unas generales convertidas en un auténtico plebiscito en el que se dilucidará, esta vez sí, el futuro de España. Cuanto más aguante Sánchez, mayor será el daño y la crispación, y más dura la caída del PSOE en el abismo. Parafraseando a Cipolla, nadie puede subestimar “la inmensa capacidad de los estúpidos para hacer daño, sobre todo cuando a la estupidez se le suma el fanatismo. De hecho, los estúpidos son mucho más peligrosos que los malvados”. Para nuestra desgracia, en Sánchez anidan ambas condiciones. Mientras tanto, sólo queda, con don Américo Castro, “estarse quieto, mantenerse en sosiego, rezar y tener paciencia”.
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