Llama la atención el número desproporcionado de empresas españolas que tienen exactamente 49 empleados, un 62% más del número que cabría esperar. ¿A qué se debe esta anomalía? La razón primordial es sencilla. El Estatuto de los Trabajadores establece una regulación cuya rigidez y coste aumentan notablemente con el tamaño de la empresa. Las empresas reaccionan e intentan aprovechar las excepciones y no traspasar los umbrales en que empiezan a regir reglas más costosas.
En concreto, a partir de 50 empleados cambia el sistema de representación y se activan muchas otras reglas (véase el recuadro). Lógicamente, las empresas hacen todo tipo de malabarismos —desde no crecer a fraccionarse— para no alcanzar ese número fatídico.
El coste de nuestra ley laboral queda de relieve en este agolpamiento de empresas justo por debajo del umbral regulatorio. Garicano, Lelarge y Reenen han empleado este fenómeno para estimar que tan solo la mayor regulación laboral asociada a traspasar el umbral de 50 empleados reduce el producto interior bruto (PIB) de Francia en un 3,4%. Los motivos son que también allí la regulación adicional a partir de ese número lleva a que abunden las empresas menos productivas y una parte del empleo se reasigne hacia ellas.
Además, el coste de esa sobrerregulación funciona como un impuesto que de hecho se acaba trasladando a los trabajadores, lo que reduce sus salarios. Dado nuestro nivel de paro, si, por el motivo que fuera, nuestra sobrerregulación laboral de las empresas medianas y grandes no redujese los salarios de los trabajadores con empleo, su efecto más probable en España sería el de aumentar el desempleo, reduciendo a cero el salario de los nuevos trabajadores en paro.
Las reglas más gravosas
En todo caso, esa estimación del coste regulatorio en el 3,4% del PIB se refiere tan solo a las reglas adicionales que pesan sobre las empresas de más de 50 trabajadores en Francia pero no a las reglas más gravosas, que son las que recaen sobre todas las empresas, con independencia de su tamaño. Por ello, es probable que el coste total de la regulación laboral, tanto en Francia como en España, se sitúe en un orden de magnitud muy superior, de tal modo que ese 3,4% representaría tan solo una parte minúscula del coste total.
En este contexto de regulación insensata es en el que debemos valorar las restricciones que se dispone a promulgar el Gobierno sobre el teletrabajo y los repartidores, o las reformas laborales que decidió acometer el pasado 8 de septiembre, dirigidas estas a aumentar el poder sindical (alargando la vigencia de los convenios caducados mientras no se negocien otros nuevos y suprimiendo la prioridad de los convenios de empresa sobre los sectoriales) y hacer así aún más restrictivas nuestras relaciones laborales. Tal parece que quienes más prometen “trabajo digno, estable y de calidad” son quienes más se empeñan en hacerlo imposible.
Esperemos que, en aras de los millones de trabajadores sin empleo, nuestros vecinos europeos no consientan semejante retroceso. Pero no olvidemos que la reforma laboral que pretende derogar el actual Gobierno fue promulgada en 2012 en contra tanto del Gobierno de entonces como de la voluntad popular. Si aspiramos a recobrar un mínimo de soberanía, tendríamos que asegurarnos de que somos capaces de ejercerla con sensatez. Hoy por hoy, no lo hacemos. La próxima semana intentaré explicar por qué.
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